Prisioneros

Quienes hayan estudiado algo de lógica habrán oído hablar del dilema del prisionero, una situación que se produce cuando cualquiera que haya cometido una fechoría con ayuda de un cómplice se plantee de qué manera puede obtener el mejor trato de la justicia. Si cualquiera de ellos confiesa y su cómplice no, obtendrá la libertad y el cómplice será condenado; si ambos dicen la verdad, se les condenará a ambos, pero, si ambos lo negasen, obtendrían la libertad de manera casi inmediata. Cada uno de los dos sospechosos ha de escoger, por tanto, entre maximizar los beneficios conjuntos guardando silencio, o asumir el riesgo de obtener una larga condena por la traición del cómplice que solo busque su propia libertad.

Se trata de una situación que estudia la teoría de juegos y que da lugar a muy sutiles complicaciones, pero lo que de ella nos interesa es que, como sucede en la política, el destino conjunto de dos protagonistas con intereses contrapuestos está sometido a reglas que, en la medida que incorporan el cálculo sobre lo que hará el adversario, distan de ser enteramente simples. Si aplicamos el modelo a los dos grandes partidos españoles, está claro que ninguno de ellos se fía del otro, y eso les lleva a rechazar la fórmula de pacto de estado que la mayoría de sus votantes consideraría hoy día como la menos mala. Su enemistad radical, fuera ya del modelo formal del prisionero, tiene otros muchos inconvenientes que hacen que la política española se enfangue en una situación de confusión, desesperanza y recelo que no ayuda en nada a que los ciudadanos puedan vislumbrar salida a la crisis. Aunque casi todo el mundo tenga una idea precisa acerca de cómo se reparten las responsabilidades respectivas en este crimen conjunto, lo que es decisivo es que estamos prisioneros de una situación que admite muy pocas fórmulas de desbloqueo.

El PSOE está prisionero de su líder, de su proyecto personal: es la consecuencia de haber ensalzado hasta la nausea, como si se tratase de un genio de la política, a un personaje que ha sido fruto de la casualidad y que no ha resistido ni cinco minutos a la prueba de las dificultades. En esta situación, los socialistas no se atreven a rectificar porque temen que, a corto plazo, los resultados agudicen la devastación que ven en el horizonte, y están ensayando fórmulas más o menos mágicas y coyunturales: hacer como que Zapatero ya no está, amagar con Rubalcaba, como si un Fouché pudiese ganar alguna vez una competición con reglas, por mínimas que sean, o tratar de pasar el mal trago de las municipales y autonómicas y luego ya veremos.

El PP no es menos prisionero. Atado por sus contradicciones, no se atreve a formular con claridad políticas alternativas, y trata de presentarse como una solución más social que la de su adversario. Esta es una constante de la historia del PP, al menos de la de los últimos años, la ridícula pretensión de no ser menos que el PSOE que lleva a cometer verdaderos disparates en sus propuestas, en sus comentarios, en sus reacciones. Que los dirigentes del PP no sean capaces de caer en la cuenta de que esta conducta no hace sino abonar el caladero de votos de sus adversarios es realmente de aurora boreal.

El PP es prisionero también de una tradición escasamente democrática y, por supuesto, nulamente liberal. Dice que sus puertas están abiertas de par en par, pero es para no hacer nada, para que los ingenuos que se arriesguen a entrar puedan comprobar con gran asombro que han pasado a integrar el conjunto de habitantes de la casa deshabitada. El PP tendría que convocar en los próximos meses un Congreso ordinario para cumplir los Estatutos, pero no lo hará, porque lo de la democracia les suena a música celestial a buen número de sus dirigentes, especialmente si se les ocurre pensar que tal vez puedan estar a punto de alcanzar el paraíso de las poltronas.

Si no convoca el Congreso que debiera convocar es porque muchos dirigentes del PP temen que su puesto pueda peligrar si realmente el partido se tomase el trabajo de pensar seriamente en su papel y en dar ejemplo de democracia, de renovación, de rigor, de audacia. Como frente a esas virtudes, la infinita cohorte de los oportunistas y cucañeros se echan a temblar, lo más que puede suceder es que los gerifaltes improvisen alguna especie de Convención para que los beneficiados se harten de aplaudir.

Alguien podría pensar que los defectos de los partidos dependen de su ideología respectiva y no es así, del todo. Su falta de democracia interna es reflejo de la del vecino; su cesarismo es competitivo; su rigidez es respectiva. Lo que choca más es que el PP, que es el partido que debía velar por las libertades y ser más consciente de su pluralismo interno, se deje llevar por un caudillismo inexplicable y absurdo. En resumen, los españoles somos prisioneros de unas cúpulas políticas escasamente admirables, y que se resisten a cambiar con la excusa de proteger nuestros intereses.

[Publicado en El Confidencial]

Psicopatología de la política española

En mi cabeza se juntan dos noticias aparentemente ajenas, pero que componen una polifonía. La primera se refiere al revuelo por el libro sobre el Maquiavelo de León; la segunda tiene que ver con el accidente de tráfico del líder de las Nuevas Generaciones del PP, mientras conducía con algunas copas de más, y alguna precaución de menos.

La música de ambas noticias nos dice que los políticos españoles tienden de manera alarmantemente intensa al solipsismo, a olvidarse de que existe el mundo real, de que están al servicio de los ciudadanos, y a ocuparse obscenamente de ejercer con provecho el poder, poco o mucho, que tengan; tal vez no sea culpa suya en exclusiva, pero tampoco parecen hacer mucho por evitarlo.

El retrato de Zapatero que trasmite García Abad, nada sospechoso de inquina con la causa, es el de un líder encerrado con sus obsesiones, un personaje al que importan muy poco las opiniones ajenas, que cree que la realidad es solo un relato imperfecto, y que si las cosas no le salen como debieran es porque aquí todavía hay algunos que no se han enterado de lo mucho que manda.

Al lado del arco, la sonrojante conducta del líder popular nos ha dado la oportunidad de contemplar la solidaridad corporativa de los dirigentes del PP, su predisposición a aislarse de la opinión común, su diligencia para defender a cualquiera de los suyos, y su olvido de que debieran ser ejemplares, y desaparecer cuando no resulten serlo.

En ambos casos hay un factor común preocupante, la tendencia a reducir la política a un juego de poder en el que los que lo tienen, no están dispuestos a que nada les arruine el festín. España padece un fulanismo corporativo, una sumisión encubierta, una persecución de la libertad política en los partidos que se supone que la representan. Aquí, los partidos se mueven por el miedo al que manda y por la ciega y férrea solidaridad de quienes se sienten miembros de la nomenklatura. No debiéramos asombrarnos, porque así es la sociedad española, así son nuestras empresas, y así fue el franquismo, que se extinguió únicamente por razones biológicas. Otra cosa es que debiéramos procurar que las cosas no fuesen así, pero así somos.

Para nuestra desgracia tendemos a la monarquía con todas sus pompas y privilegios, con su corte, con sus negocios oscuros, su razón de estado, su modelo hereditario, y sus personajes milagreros, que ahora presumen de saber sociología, pero que no son menos siniestros que los clásicos conspiradores de alcoba. No debiera extrañarnos, pues, que el comportamiento de las élites políticas nos recuerde tantas veces a una corte de los milagros.

Se ha hecho muy común remitirse al remedio de la sociedad civil, como si la sociedad civil fuese ejemplarmente liberal, competitiva y limpia, como si los episodios más sucios y lamentables de nuestra historia reciente no hubiesen estado siempre trufados de personajes civiles, de millonarios de ocasión, que han merodeado y merodean, a oscuras, por los pasillos del poder, a ver cómo les arreglan lo suyo.

La democracia ha dejado de ser un factor de progreso y de maduración de la libertad en manos de los partidos. Los partidos generan unas minorías que cooptan un líder, y a partir de ahí todos quietos, que nadie se desmande: como rezaba una canción revolucionaria de mi juventud: “¡al que asome la cabeza, duro con él, Fidel”.

No va a ser tarea fácil solucionar nuestro fulanismo corporativo, pero debería ser la primera de las exigencias ciudadanas a nuestros representantes. Es desesperante ver cómo viejas glorias a las que se les suponía alguna dignidad, se arrastran ante el poderoso del momento, o como deben salir del partido los que quieran seguir pensando por cuenta propia.

Es reconfortante que se haya podido escribir el libro de García Abad, y sería muy interesante ver como los militantes del PP exigen la dimisión de quien no es capaz de llamar a un taxi la noche que ha bebido más de la cuenta, por muy amigo que sea de Cospedal, o del mero mero, como lo dicen en Méjico. Es en comportamientos como estos en los que podríamos fundar esperanzas, en conductas que traten de acabar con la fidelidad perruna y el pacto de sangre, con la omertá, en el seno de los partidos. Si no es así, ¿cómo podríamos esperar que se cambien las normas que pudieran mejorar las cosas?

Hasta ahora habíamos entendido que la democracia consistía en cambiar las instituciones, pero tras las décadas transcurridas, es hora de que nos demos cuenta de que cualquier política democrática resulta incompatible con un funcionamiento tan legendariamente autoritario como el de los partidos, el mal que da lugar a la entronización de personajes como Zapatero y las Cruellas de Ville que le rodean.

Hace falta que les saquemos los colores a los políticos, a los dictadorcillos, y a los infinitos pelotas que les rodean, pero eso solo se consigue siendo valientes porque, como sabía Pericles, el valor es el precio de la libertad.

La pólvora del Rey

Me parece que cada día es más frecuente que los españoles vivamos en estado de queja frente a la insolencia y la rapiña de los poderes públicos; personalmente, no tengo duda al respecto: creo que nuestra democracia, aunque haya servido para consagrar la legitimidad del poder político, cosa que era muy necesaria, no ha sabido avanzar en la delimitación de los poderes, tal vez porque sea más fácil ser demócrata que liberal.

Los políticos se sienten respaldados por las instituciones que ellos ocupan, porque los partidos que son, como ahora se dice, transversales, y monopolizan todos los espacios, se han convertido en auténticas falanges, por no decir mafias, que tienden a olvidar la razón última de su existencia y se dedican, por encima de todo, al propio beneficio. Con la excusa de que no se pueden ceder terrenos al enemigo, han privatizado completamente la gestión pública y reclaman para ellos y sus asuntos los privilegios que solo tienen sentido para el ciudadano común. Por ejemplo, la presunción de inocencia es un principio que tiene sentido para proteger al individuo frente al enjuiciamiento judicial y la ausencia de pruebas, pero apenas tiene ningún papel que jugar en la esfera pública, un ámbito en el que los ciudadanos harán bien en sospechar y condenar las conductas escasamente transparentes y objetivamente escandalosas de sus representantes, más allá de lo que los jueces pudieran determinar, en el caso de que se dedicaren a ello.

Se podría objetar que eso acabaría por suponer que el político estaría indefenso frente a cualquier acusación arbitraria, proveniente, por ejemplo, de la oposición, o de sus enemigos. Es verdad que existe ese riesgo, pero es menor, a mi entender, y a la larga, que el que se deriva de que los partidos asuman la defensa de la decencia de sus cargos públicos como si se tratase de una obligación primordial, en lugar de depurar internamente las responsabilidades y de actuar conforme a la sensata máxima de que la mujer del Cesar tiene que ser honesta y, además, parecerlo.

Esa moral colectiva de autodefensa es un cáncer voraz que acabará, si no se corrige a tiempo, y no queda mucho, por esterilizar completamente al sistema. Es gravísimo que eso suceda, además, en un entorno en el que apenas hay atisbos de independencia judicial, y en el que la sofística política ha impuesto la convicción de que la soberanía popular inviste a sus representantes con un poder que está por encima de las leyes comunes.

En un escenario así sería absolutamente milagroso que los políticos no tendiesen a sobrepasarse, a abusar. Si a los ciudadanos les hace gracia que un alcalde prepotente se lleve a Copenhague a una troupe de cuatrocientas personas, empezando por el Rey y su augusta familia y acabando por unas aristocráticas azafatas, la cosa tiene difícil remedio. Menos mal que no han ganado, y eso acaso pudiere conseguir que empecemos a preguntarnos si tiene algún interés el derroche inagotable de tanta pólvora del Rey, esa que pagamos todos, menos el monarca.

El paisanaje

Decía Josep Pla que en España lo único que no falla nunca es el paisaje, elogio que implica desengaño del paisanaje. Me viene a la memoria el recuerdo de Plá siempre que asisto a un episodio de entusiasmo popular como los que él retrató, de una manera distanciada y magistral, con motivo de la proclamación de la II República.

La democracia española ha merecido entusiasmos bastante continuados, pese a que ahora deje mucho que desear; es muy frecuente sentir la tentación de cargar las culpas de los fracasos a una clase política que, como es evidente, ni siquiera hace grandes esfuerzos por parecer mejor de lo que es. Pero es un engaño: tenemos los políticos que nos merecemos, y no los tendremos mejores mientras no nos esforcemos por conseguirlos, mientras no seamos mejores, cada uno en lo nuestro. Por eso me parecen especialmente graves las renuncias de tantas instituciones a ser lo que deberían ser, las defecciones de la Justicia, de la Universidad, de la Prensa, de los sindicatos y, por supuesto, de los partidos políticos.

Cuando nos indignamos del ridículo internacional de la retirada, o no, de Kosovo, por ejemplo, deberíamos pensar que esa imagen de país listillo, picajoso y malqueda no está demasiado lejos de la imagen que damos en otros muchos aspectos. Hace poco uno de los grandes periódicos internacionales hablaba de la tendencia al bizantinismo de la política española, subrayando nuestra infinita capacidad para discutir por las cosas más tontas, olvidando lo que de verdad interesa. Tenemos ahora, por ejemplo, más de tres millones de funcionarios, cinco veces más que hace treinta años, sin que nadie pueda decir que las cosas funcionan cinco veces mejor, pero a nadie parece importarle. La atención se centra en otras cosas. Llevamos varias semanas en que en las portadas de los periódicos, así les va, sigue saliendo el mismo crimen, un suceso en el que la policía ha hecho, desde luego, un papelón; vemos cómo muchos periodistas, en lugar de trabajar la noticia aunque disguste a los amigos, se convierten en jueces y en fiscales partidistas, tal vez para compensar el número de jueces que ofician de cosas enteramente ajenas a lo suyo. Tenemos un ejército que está dispuesto a lo que sea, menos a pegar un tiro, Zapatero los ha convertido en bomberos, y asistimos luego al desfile para ver unos tanques y unos aviones enteramente inútiles y extraordinariamente caros, pero eso llama menos la atención que una capitana embarazada o un sargento sarasa.

Causa sonrojo ver el nivel de conocimiento de nuestros estudiantes, pero seguimos pensando que en la educación se ha mejorado mucho, seguramente porque más de un conocido constructor y/o editor se ha hecho de oro a base de planes y edificios escolares. Así, no tiene nada de particular que muchos tengan por normal que un juez casi haya ido a la cárcel por prevaricar, aunque no se pueda saber cómo lo ha hecho, mientras que otro puede cobrar un pastizal por dar unas conferencias que generosamente le organiza un Banco al que casualmente libera, poco después, de una incómoda querella, sin que nadie sospeche nada. Somos tan listos, que hemos aprendido a distinguir lo que se nos manda y a confundir lo que nos conviene.

Con una opinión pública con tales tragaderas, es absurdo esperar que la democracia produzca grandes frutos, que mejore la calidad de nuestra administración o que promueva la libertad, la decencia y la igualdad ante la justicia. Hemos confundido la democracia con la lucha de partidos, y esta competencia con el puro “y tú más”; hemos aprendido a defender a los que tenemos por nuestros, por más que se haga evidente que son muy suyos, aunque sean resonantes los motivos por los que habría que darles, como mínimo, una jubilación urgente. Nos consolamos con votar al menos malo, sin hacer nada para que mejore, porque hay muchos que todavía están esperando el maná, a pesar de que es evidente que las Haciendas están tiesas.

Aquí hay gente que trabaja, y otros que miran cómo trabajan los demás, con el agravante de que muchos de estos pretenden que los primeros les pongan un sueldo, cosa que, aunque parezca increíble, sucede de continuo. Hay que reconocer que hace falta habilidad para lograr esa clase de sinecuras, pero ya me dirán cómo se ha llegado a los tres millones. Esperar de esta compañía el remedio de algo, es excederse en la ingenuidad, de manera que habrá que empezar a pensar en cómo frenar esa carrera para repartir mejor la carga. Hay hábitos que están muy bien para los carnavales y para los malos dramas de nuestro cine, pero que son completamente disfuncionales para superar las dificultades con las que estamos empezando a tropezar. Va a ser difícil encontrar políticos que le quieran hincar el diente a una pieza tan amarga, pero solo saldremos de esta si estamos dispuestos a esforzarnos, a dejar de pensar por cuenta ajena, a trabajar duro, a perder el miedo a decir cuatro verdades, aunque se irrite una parte del respetable.


[publicado en El Confidencial]