En el PP, tanto sus militantes como sus líderes y su presidente, tienen motivos de satisfacción tras los resultados de Galicia y tras el descalabro que ha sufrido la situación política del presidente del gobierno. Sin embargo, le quedan muy largos meses de navegación para sentirse completamente feliz, y no debería limitarse a llegar a la meta: tendría que merecer la victoria.
Cualquier dirigente del PP debería preguntarse por las extrañas dificultades que el partido experimenta en algunas circunscripciones para llegar a la mayoría. Esta cuestión se responde de una manera bobalicona, tanto a la izquierda como a la derecha, echándole la culpa al empedrado. El PP, sin embargo, debería ser más exigente en el análisis y menos condescendiente consigo mismo de lo que lo es. Con la excusa de exorcizar, y hay buenas razones para hacerlo, los demonios y los complejos de determinado centrismo, en muchos sectores del PP se ha instalado un nivel de autocrítica excesivamente bajo.
La política española, en su conjunto, aparece dominada por una detestable plaga de culto a la apariencia. Esta peste cobra en el PP un aspecto especialmente cutre que se traduce en el cultivo de una cierta imagen atildada, de nuevo rico supuestamente elegante, que la mayoría de los electores asocian sin dificultad con la imagen misma del PP. Este asunto puede parecer de tono menor, pero no es precisamente uno de los mayores aciertos de la escenografía pepera. Es muy significativo que, recientemente, una bandada de horteras haya podido poner en dificultades la honorabilidad y la decencia del partido mismo.
Hay dos cuestiones de mayor calado que me parecen que perjudican seriamente las posibilidades del PP. La primera de ellas tiene que ver con los programas, con su atractivo. El PP cae frecuentemente en la tentación de ofrecer lo mismo y más que sus rivales (en las elecciones de 2008, por ejemplo, eso pasó con la fiebre ecologista) lo que desdibuja los perfiles propios del PP e, indirectamente, trabaja para el rival en la medida en que, aun ganando, se vería en la necesidad de desarrollar políticas ajenas. Detrás de ello se esconde miedo y pereza: miedo a defender posiciones claras, y pereza para desarrollarlas de modo atractivo. El PP es un partido suficientemente plural y sufre cuando no se hace el esfuerzo interno de debatir las cuestiones para poder ser realmente convincente: cuando las corbatas sustituyen a las cabezas el resultado nunca puede ser bueno.
El PP debería saber que no basta con oponerse, que no basta con criticar, que hay que proponer. La pura destrucción del adversario se paga cara, entre otras cosas, porque el adversario es indestructible, como lo es el propio PP. El fracaso de la reciente campaña garzonesca debería ser muy elocuente.
Hay que proponer, hay que mojarse. Hay que atreverse a ser ambicioso, como lo ha recordado recientemente Aznar, para poder salir del bizantino círculo vicioso en el que tiende a convertirse la política española. No se trata simplemente de aludir a los principios, a palabras que no son nada sin acciones que las vivifiquen; por el contrario, el PP debe dejar de ampararse en las grandes palabras que corren el riesgo de desgastarse. Lo que debe hacer, es proponer ideas ambiciosas que evoquen en el elector el sentimiento de orgullo y de entusiasmo que las palabras grandilocuentes ya no son capaces de suscitar por sí mismas. Las cosas están muy mal, es cierto, pero ¿qué haría el PP para mejorarlas? ¿Qué nos espera si le votamos?
La política de personal es otro de los puntos débiles del PP. La derecha tiene miedo a reproducir los errores de la UCD y ha decidido fomentar la disciplina y el orden. Está bien, pero si eso se hace al precio de tener un personal político que no parece servir para otra cosa que para aplaudir, que no sabe hablar, que no tiene dos ideas propias, el resultado será forzosamente decepcionante. Tal vez el PSOE pueda conformarse con representar una España muy gris, pero el PP no debería caer en la tentación de contar solo con peones. Es patético que mucha gente se asuste si toca pensar en la sustitución del líder porque tiene la idea de que, además de él, “no hay nadie”. La UCD tuvo muchas dificultades y no logró madurar en un partido viable: fueron muchos y muy altos los intereses que se oponían a eso. Pero tuvo la virtud de traer a la política a lo mejor de cada casa. Las circunstancias actuales, y las que nos esperan, no van a ser más fáciles que las de la transición y no nos exigirán menos.
El PP necesita que se incorpore mucho capital humano para salir con éxito en lo que, muy probablemente, se le va a venir encima, y tendrá que hacer grandes esfuerzos para estar a la altura de las circunstancias. Las grandes batallas no se ganan nunca a base de viejas glorias, a base de medallas y títulos heráldicos. El PP tiene que renovarse y crecer, olvidándose de quienes no han sabido, ni siquiera, parecer dignos.
[publicado en El confidencial]