El último Talgo




Talgo III dirigiéndose a Madrid Atocha remolcado por una 252


Una 252 con varias locomotoras para desguazar en Valencia

Los periódicos se han hecho eco, lo que es inusual, de una noticia ferroviaria, la última circulación de un Talgo III, aquel maravilloso tren rojo y plata que nos sacaba del universo gris del ferrocarril de los años cincuenta, sesenta y setenta. Se trataba de un tren magnífico, de una auténtica novedad en la tecnología ferroviaria, por entonces tan conservadora. Hay que alegrarse de esta mención a un tren, aunque sea una excepción a la regla de ignorancia ferroviaria en que vive la opinión pública española que, por esta vez, se ha infringido porque la noticia ha permitido a los plumillas soltarse un poco el pelo con la nostalgia y hacer algo de literatura, que es lo que les gusta.

La noticia debiera servir, sin embargo, para echar un vistazo sobre la situación del ferrocarril en España. Sería deseable que las extensiones del AVE, más lentas y escasas de lo que la propaganda indica, y la mejora de los servicios de cercanías, siempre insuficientes, no ocultaran otros aspectos menos brillantes de la gestión pública del ferrocarril.

Con la conversión de la práctica totalidad de los trenes de pasajeros en automotores de uno u otro tipo, las locomotoras están desapareciendo de nuestras vías. Apenas quedan ya trenes convencionales lo que, aparte de irritar a los nostálgicos, pone de manifiesto lo mala planificación de Renfe en la adquisición de locomotoras. Alrededor de 70 magníficas locomotoras de alta potencia diseñadas para el transporte de pasajeros a alta velocidad, las de la serie 252, se están quedando prácticamente sin trabajo porque los trenes que servían están desapareciendo o se están sustituyendo por automotores. Esto es precisamente lo que ha pasado con el último Talgo IV del que habla la noticia que comentamos.

Los automotores eléctricos de alta velocidad, aunque son, sin duda, más modernos y más rápidos, no se han incorporado al servicio siguiendo criterios de buen rendimiento de las inversiones previas. A pesar de la crisis brutal que padecemos, en esto, como en lo de Garoña, nos seguimos comportando como si fuésemos nuevos ricos, como insensatos.

Mención aparte merece el auténtico holocausto del transporte de mercancías, prácticamente en extinción cuando son muchas las razones que se podrían dar para empeñarnos en su crecimiento y en su modernización. De esto nunca habla ni la Renfe ni el Ministerio de Fomento, no parece que lo consideren un problema; decididamente, Renfe no sabeo no quiere hacerlo y, a lo que parece, tampoco está dispuesta a que lo hagan otros porque, en hábil connivencia con ADIF, ambos dependiendo del Gobierno, se las arreglan para que no exista competencia en un campo en el que el único panorama posible se asemeja cada vez más a la ruina.

Para mejorar el transporte de mercancías, Renfe ha comprado más de 100 locomotoras nuevas, la serie 253, lo que difícilmente puede considerarse un acierto inversor, pero apenas sabe cómo irlas poniendo en servicio porque el transporte de mercancías agoniza. Al tiempo que sale de compras como si fuese una empresa que reparte suculentos dividendos y cuyo valor crece en Bolsa, desguaza decenas de locomotoras 269 en cuya modernización y puesta a punto se habían invertido muchos millones, pero tampoco autoriza su venta a otros operadores, no vaya a ser que la competencia ponga su desidia demasiado al descubierto. A Renfe no le gustan las mercancías, lo que es algo así como si a un bibliotecario no le gustasen los libros.

Alguien debería preocuparse de esto en el parlamento español, para que la opinión pública pudiese dejar de ver en el tren sin la doble anteojera de la nostalgia del pasado y del brillo, que en ocasiones pudiera ser equívoco, de la alta velocidad. Entonces podríamos plantear en serio un proyecto inteligente y a largo plazo para nuestros ferrocarriles.