La insostenible sostenibilidad

A poco se haya reflexionado sobre el lenguaje, se cae en la cuenta de que, cuando el uso de un término se hace extremadamente frecuente, resulta inevitable que comporte una dosis intolerable de equivocidad. Sin embargo, como las palabras no sirven solo para ayudarnos a pensar, sino que poseen otras muchas y maravillosas propiedades, se podría decir que lo que un término pierda en el nivel semántico (es decir, que ya no se sepa bien qué significa), lo acabará ganando en el nivel pragmático (es decir, que nos permita saber mejor quién es el que lo está usando y porqué lo hace).

Los que hayan resistido este pedante primer párrafo, se asombrarán ahora de que todo ello sirva para hablar de ZP, un personaje público al que no se le cae de la boca el término sostenibilidad. Ante la insoportable facundia zetapera, me parece que apenas solo caben dos actitudes básicas: el arrobo de los que profesan una imperecedera identificación con el verbo presidencial, y el estupor de los que se preguntan hasta dónde podrá llegar semejante fenómeno. Pero, en fin, pelillos a la mar: vamos a preguntarnos qué demonio podría querer decir ZP con lo de, por ejemplo, turismo sostenible o economía sostenible, aunque se advierta por adelantado que no quiere decir nada, que se limita a congregar a sus fieles como cuando el pastor silba, o el ama de casa rural convocaba a sus gallinas a la pitanza con cualquier especie de mantra.

No es que sostenibilidad sea un término que no diga nada, es que no puede decir nada. Yo ya sé que esto de que un término no pueda decir lo que se supone que dice, molesta a los infinitos seguidores de Humpty Dumpty, a los que anhelan vivir en algo como el Ingsoc orwelliano e, incluso, a muchísimas gentes cándidas y de buenísima voluntad que piensan que el reino de las palabras no puede tener ni reglas ni secretos, que no necesitamos ingenieros, porque nos sobra con los poetas.

Si sostenible pudiese decir algo referido al futuro eso querría decir que somos capaces de saber ahora lo que sucederá en cualquier luego posible, cosa que solo los muy tontos se atreverían a dar por cierto. Si, por tanto, no resulta posible saber con certeza lo que será y lo que no será, no podremos saber lo que resultará sostenible y lo que no. Como decía William Blake, el poeta inglés, solo podemos saber lo que resulta suficiente cuando aprendemos por propia experiencia lo que es demasiado. No hay duda de que hemos aprendido que hay que ser prudentes con el medio ambiente, pero eso no quiere decir que tengamos ninguna especie de método para averiguar lo que resultará sostenible y lo que no lo será, como no tenemos ningún sistema para predecir con absoluta certeza si un negocio será un éxito o un fracaso, lo que es una verdadera lástima porque, si lo tuviésemos, podríamos ser todos millonarios, lo que no estaría nada mal, si no fuese casi una contradicción en los términos.

El caso es que la palabra sostenibilidad, que es lógicamente insostenible, que realmente no quiere decir nada, ha tenido el éxito que siempre tienen todas las palabras que producen miedo, esas palabras que usan los políticos que temen a la libertad para amedrentar a las graciosas y juguetonas gacelas con la amenaza de una jauría de leones, de los que, aunque casi nadie los haya visto nunca, solo ellos podrán defendernos. No nos extrañemos, por lo tanto, cuando el mismo gobierno que quiere poner inspectores de igualdad, pretenda crear los inspectores de sostenibilidad: entonces sí nos enteraremos de lo que es la insostenibilidad, pero a lo mejor es algo tarde.