A una semana de la hazaña española parecen haberse desvanecido los ecos de esa admirable victoria, de una extraordinaria prueba de unión y de eficacia de los sentimientos y las energías comunes a todos los españoles. Los políticos se han encargado de volvernos al estado de anomalía, al enfrentamiento y la división que solo a ellos interesa. Yo sé de sobra que fútbol es fútbol, y que hay un riesgo enorme de meterse en un charco si se trata de sacar conclusiones políticas apresuradas, pero tampoco se puede ignorar que, como decía Lenín, la política empieza inevitablemente cuando aparecen las multitudes, y apenas es posible recordar algún suceso más multitudinario que el que vivieron el domingo nuestras calles y plazas.
Los españoles no teníamos, en realidad, ningún problema con el fútbol: muchos de nuestros equipos han ganado torneos de primerísimo nivel y están a la cabeza mundial en casi todos los aspectos de este deporte. La cosa parecía distinta, sin embargo, cuando jugaba el equipo de España, y un tono de mediocre desfallecimiento, de lamento vergonzante es casi lo único que se nos venía a la cabeza al recordar las pifias y fracasos de nuestra selección en contraste con los éxitos de nuestros rutilantes clubs. La gracia del fútbol de nuestros equipos se convertía en la desgracia nacional de la selección, a veces con los mismos protagonistas, con idénticos ídolos, y un dolor sordo y lacerante se apoderaba de los que eran, a la vez, aficionados y patriotas, porque algo raro parecía pasar con España. Ese panorama comenzó a cambiar hace dos años con el cetro europeo y la evidencia de que Luis había conseguido dotar al equipo nacional de una identidad y ambición inéditas, porque la calidad era evidente en todos y cada uno de sus miembros. El cambio del vitriólico Luis al sosegado Del Bosque pudo parecer que amenazaba al nervio de un equipo en el que el técnico salmantino había introducido algunas ligeras variantes, y el mundo del fútbol, que es pasto de polémicas inagotables, se entregó con pasión a discutir sobre abstrusas doctrinas estratégicas.
El triunfo del pasado domingo se llevó esas metafísicas al limbo, donde debieran permanecer, y nos entregó la maravillosa sorpresa de un equipo que ha sabido sobreponerse a todas las triquiñuelas del fútbol, que ha sabido imponer su indiscutible calidad, su sabia manera de defender y su portentoso domino del balón, para mandar a casa a unos holandeses crecidos, muy buenos y dispuestos a emplear toda clase de recursos, futbolísticos y de cualquier otro tipo.
Su sacrificio ha permitido que, como de repente, muchos hayan recordado su condición de españoles asociada con algo de que sentirse orgullosos, con una victoria más allá de cualquier duda, nítida, limpia, honrada. España ha estallado en gente que lloraba y se abrazaba, que se ponía su bandera con orgullo, es decir que había ocurrido algo realmente extraordinario, una manifestación sensible de la unidad y el brío de una nación que ni es discutible ni está muerta o descompuesta. El maravilloso juego de los nuestros ha hecho que brote con naturalidad, y hasta en los parajes más hostiles, un españolismo limpio, sin vergüenzas, que no excluye a nadie y que cuenta con todos, una realidad que tratan de reprimir, muy en vano, políticos de campanario, personajes mediocres, almas mezquinas y necias incapaces de gozar del placer de compartir, de amar la diversidad, mastuerzos empeñados en uniformar a un paisanaje que se resiste al paso de la oca, pero que vibra con el talento, con los equipos que saben maridar el genio individual y los intereses comunes de todos ellos.
En medio de las celebraciones, de los infinitos abrazos y lágrimas de estos genios del balón, dos de ellos, un catalán de la Pobla de Segur, y un charnego de Tarrasa, se abrazaron y corrieron por el campo con una senyera, con la bandera catalana. Pronto escuche comentarios reticentes en algún medio, pero a mí me pareció un ejemplo hermoso de amor a lo propio, de homenaje a esa Cataluña que ha aportado a un importantísimo número de jugadores al equipo de todos: ¿es que acaso Cataluña no es España? Me pareció admirable que hayan hecho ese gesto con libertad y alegría, reivindicando su doble condición de catalanes y de españoles. No hay nadie que sea sólo español. España es un piélago de diversidad, como suelen serlo, por otra parte, países de extensión similar. El equipo nacional tiene, como no puede ser de otro modo, jugadores asturianos, madrileños, catalanes, navarros, canarios, andaluces… ¿A quién puede extrañarle?
Unos artistas del balón han venido a liberarnos, al tiempo, de nuestros complejos nacional-futbolísticos y nacional-políticos. Tanto el domingo como el lunes se pudo asomar a la calle una España sin complejos, sin rencor, sin masoquismo histórico, una España que no quiere disminuir sino crecer, una España de todos. Se trata de una espectáculo que la mezquindad política habitual no puede consentir, que pugnará por reducir a una ilusión, a una mentira. Las emociones en vena requieren una digestión lenta y sus efectos son más visibles a largo que a corto plazo: evidentemente no van a cesar con esto los absurdos enfrentamientos que promueven los políticos, puesto que de ellos se lucran y muchos quedarían en nada sin ellos, pero, como dijo Iniesta al acabar el partido, todavía no se sabe bien la que han armado.