Como todos los políticos dotados para la promesa, Obama ha sufrido su primer revés de una manera escasamente poética. Ha bastado que dijese unas obviedades sobre la perversidad de la Banca, para que el rayo sobre el que cabalgaba se haya convertido en una mula, trotona y con malas pulgas. Por si fuera poco, los demócratas han perdido en casa un escaño senatorial muy simbólico. Ahora dice que no se rinde. Es admirable la perseverancia en el motivo, la fe idealista, pero suele ser incompatible con una democracia avisada y reservona, como lo son todas las que funcionan bien.
En una república imperial, el presidente puede aspirar a ser un buen gestor, a que se le recuerde como una persona en la que se podía confiar y que no estropeó nada innecesariamente, pero para hacer cambios históricos, para ser un Lincoln, no basta con quererlo, hay que tener, además, mucha suerte. Resulta que los americanos estaban preocupados con la economía y llamaron a un mago de la palabra a ver si la cosa cambiaba de color, pero, un año después, la situación sigue oscura y extrañamente inmune al verbo presidencial.
Todos deseamos lo mejor para Obama, porque algo nos tocara, supongo, pero el contraste entre su halo promisorio y su balance empieza a ser hiriente, y hay gente que no aguanta estos contrastes. Ahora comienza un segundo año de mandato con un Obama que ya sabe que el mundo le hace un caso regular, pero que ha debido aprender a manejar los mandos del portaviones americano con cierta soltura. Si sus nuevas recetas vuelven a ser poéticas, mejor nos recogemos y esperamos al siguiente, pero si, con suerte, acierta a tomar algunas decisiones sensatas, y empieza a hacer poesía cotidiana, podría haber Obama para rato.