Julián Marías y el compromiso con la verdad

Este libro de Ernesto Baltar constituye un magnífico retrato de los tres papeles que desempeñó ese español llamado Julián Marías a lo largo de su fecunda vida: Marías fue un personaje público y un escritor profesional, un filósofo persuasivo, original y profundo, y, casi sobre todo, un ciudadano ejemplar.

Al hilo de la larga vida de Marías, Ernesto Baltar va desgranando las ideas del filósofo, y muestra su íntima trabazón con las experiencias vividas: desde una infancia de familia feliz a una juventud estudiosa y esperanzada, muy pronto rota por nuestra larga guerra, luego una especie muy absurda de exilio interior, que le impidió ser el profesor universitario que estaba llamado a ser, en ausencia de lo cual se vio impelido a una actividad incesante, con continuos viajes, que habría arruinado la vocación de pensador a más de uno, pero que no fue capaz de reprimir una curiosidad sostenida y muy perspicaz hacia todo lo que pasaba a su alrededor y que Marías sabía convertir en palabras, en crónicas periodísticas, en artículos de opinión, y en esos más de setenta libros  en los que se enfrentó con muchas de las grandes cuestiones de nuestra época.  

Cualquier lector de la obra de Marías puede percibir en ella su mayor cercanía con la vida común que con las abstracciones, en especial con las más pedantes y tópicas. Baltar muestra cómo Marías siempre se pone en marcha a partir de dos resortes intelectuales que le permitieron avanzar con seguridad: en primer lugar, lo que aprendió con sus maestros y sus lecturas, señaladamente con Ortega, pero no solo con él, y en segundo lugar la fidelidad ejemplar a aquello que entendía su deber, esa conciencia moral que le exigía enfrentarse con las cuestiones que una historia tan convulsa como la del pasado siglo no dejaba de plantearle.  

Baltar concede gran importancia al muy temprano compromiso de Marías con la verdad, a su firme propósito de “no mentir jamás”. Esa decencia moral es un requisito de la verdadera independencia que no está al alcance de nadie que no se empeñe en ello, y por eso Marías pudo juzgar nuestra guerra civil con una mirada limpia, imparcial y valiente, y logró también sobrevivir en una atmósfera intelectual de intolerancia radical, que ahora nos cuesta comprender, para lo que es de sumo interés el análisis de las circunstancias en las que se produjo el suspenso de su tesis doctoral, caso único en la historia universitaria española, al que Baltar dedica unas páginas indispensables.

Pese a tener que vivir de sus conferencias y lectores, Marías nunca se dejó arrastrar ni por la demagogia ni por la moda o el halago al público, estaba convencido de que decir la verdad y mostrarse exigente con los lectores era la mejor forma de ayudar a entender y a juzgar.

A través de las páginas de Baltar, comprendemos muy bien el modo de pensar de Marías, que estuvo muy condicionado por su necesidad de escribir, de vivir de ello, pero de tal forma que el filósofo tuvo la capacidad de aprovechar ese impulso sin dejarse arrastrar por él. No es difícil encontrar en Marías dos tipos de libros, aquellos que nacen de su obligación, de la necesidad de atender a demandas de las que vivía, y los que nacen de incitaciones más de fondo. Lo sorprendente de su caso es que siempre fue capaz de transformar un encargo o una ocasión muy circunstancial en textos en los que brilla su perspicacia y su capacidad de anticipación. Tal vez el ejemplo más notable de esto sea su libro Cara y cruz de la electrónica (cuyo título mismo ya denuncia una cierta edad) en el que Marías plantea con sorprendente claridad muchas de las cosas que se han convertido en debate habitual varias décadas después.

Se podría decir que entre los libros del segundo tipo, hay dos grandes clases, los dedicados a explicar la peculiaridad, las posibilidades y las virtudes de España y de los españoles, y los más metafísicos, las obras en que está su pensamiento más sistemático y especulativo, aunque siempre muy atento a lo inmediato, a lo que es posible entender sin hacer grandes contorsiones intelectuales. En esto siempre fue fiel a la invitación orteguiana a que la claridad sea una cortesía básica de los filósofos. Incluso en su obra más abstracta, Antropología metafísica, Marías nunca pierde el hilo rojo de la experiencia concreta, de lo cotidiano y lo evidente.

Sobre la forma de entender España que propugnó Julián Marías, y sobre sus exigentes consecuencias para él mismo, que las siguió de forma rigurosa, pero, sobre todo, para cualquier español, el análisis que hace Ernesto Baltar es exhaustivo, y nos muestra cómo algunos libros de Marías debieran ser de obligada lectura para nuestros jóvenes compatriotas. Por desgracia, no está siendo así, de forma que se repite con Marías el desentendimiento que hemos dispensado a otro libro excepcional que también nació de la preocupación patriótica de su autor, me refiero al librito de Ramón y Cajal, Reglas y consejos sobre investigación científica. Los tónicos de la voluntad, que debieran leer todos nuestros jóvenes investigadores y que a veces ni se encuentra en las bibliotecas universitarias.

Como recuerda Baltar, “la reivindicación constante por parte de Julián Marías de valores como la libertad, la autenticidad, la esperanza, el optimismo, la amistad, la valentía, el entusiasmo, la serenidad, el amor o la intensidad vital no ha perdido un ápice de su vigencia”, pero es obligación de todos nosotros el preguntar por las razones de que un español tan ejemplar no se haya convertido en un ejemplo moral y nacional, en especial si se tiene en cuenta que no estamos demasiado sobrados de modelos similares.

Por eso hay que felicitarse de que la Fundación Faes haya invitado a Ernesto Baltar a escribir este pequeño gran libro sobre la figura de un ciudadano excepcional, y hay que esperar que su lectura renueve el interés por una obra llena de incitaciones, de originalidad y de culto a la inteligencia, a la verdad que todos podemos compartir, y a la libertad como valor moral básico en la vida personal y en la convivencia ciudadana.

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Prólogo del libro Julián Marías. La concordia sin acuerdo (2021), de Ernesto Baltar. Ed. Gota a gota. Madrid.

Publicado también en Disidentia el 13 de noviembre de 2021, https://disidentia.com/julian-marias-y-el-compromiso-con-la-verdad/

El Ortega/Leibniz de Echeverría

Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, seguida de Del optimismo en Leibniz, Javier Echeverría, Ed., CSIC y Fundación Ortega Marañón, Madrid 2020, ISBN 978-84-00-10730-7, 745 páginas, p.v.p. 45 €.

Los escritos de Ortega y Gasset ocupan miles de páginas bajo centenares de títulos y tienen la rara virtud de no dejar nunca indiferentes a sus lectores ya que abundan los que se abonan al entusiasmo, pero no escasean los que escogen el desdén. Sus escritos son, en apariencia, fáciles de leer, breves por lo general, y pueden parecer de musicalidad más literaria que académica o erudita. Sin embargo, el libro de Ortega y Gasset cuya edición nos ocupamos, puede verse como la gran excepción con que nuestro autor pretendía desautorizar de forma concluyente las críticas envidiosas, que se le hacían de dar gato literario por liebre metafísica. El filósofo madrileño no llegó a ver publicado un texto en el que trabajó intensamente durante 1947 en su exilio lisboeta y que, sin duda, representa uno de sus logros más hondos y elaborados.

La presente edición no es una edición crítica, según Javier Echeverría, ya que reproduce el texto establecido en la edición reciente de las Obras Completas (2009), sino una edición ampliada, pues añade al contenido ahora canónico 587 anotaciones y marginalia del propio Ortega, algunas bastante extensas. Además, los textos orteguianos están precedidos por tres estudios introductorios, ”Ortega en 1947” de Javier de Salas, “El Leibniz de Ortega” de Concha Roldán y “Encuentros de Ortega con Leibniz” de Javier Echeverría que es también autor de 637 notas al píe de los textos inéditos procedentes de los archivos que conserva la Fundación que conserva el legado de Ortega, de forma que este libro se ha convertido en una aportación inexcusable para estudiar su filosofía.

Echeverría considera que La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva es “una gran obra filosófica, quizá la más profunda de Ortega” y “una de las grandes obras de la filosofía en lengua española del siglo XX”. La monumental edición de Echeverría, su minuciosa investigación de las fuentes y las abundantes variantes y excursiones orteguianas aportadas confirman con rotundidad la pertinencia de la intención manifestada por el filósofo.

El estudio introductorio de Echeverría, y las notas al píe a los originales de Ortega sobre Leibniz hasta ahora inéditos,  desnudan la nervadura del trabajo orteguiano y establecen con precisión el principalísimo lugar que la lectura y confrontación con Leibniz ocupan en la biografía intelectual  del autor. Esta edición no solo permite entender mejor el importante texto de Ortega, sino que aporta algo que, en cierto modo, es más revelador, porque se nos “muestra a un Ortega que, además de escritor, lector, editor, profesor, conferenciante, empresario y líder intelectual, político y social, es un investigador, que practica el oficio de investigar científicamente fuentes primarias y secundarias” una imagen no siempre ha ido asociada a la figura de Ortega. El trabajo de  Javier Echeverría es exhaustivo, pues documenta con claridad las fuentes del texto original, corrige con frecuencia los posibles errores de las referencias bibliográficas en las notas de Ortega, y apunta horizontes de interpretación que, sin sus aportaciones, sería aventurado sostener.

La idea de principio en Leibniz se ha considerado con frecuencia como un texto inconcluso, y, sobre todo, como un trabajo con dos partes nítidamente distintas, más yuxtapuestas que coherentes. Echeverría apunta numerosas vías para entender con claridad el asunto: en primer lugar, sostiene la tesis de que Ortega pensaba en escribir más ampliamente sobre el tema del libro, y que parte de las notas que ahora se publican estaban destinadas a tal propósito. Pero, además, sugiere que la afinidad de Ortega con Leibniz iba más allá del interés en un estudio sistemático del gran filósofo, porque Ortega se identifica con las ideas y sugerencias de Leibniz y lo lee de la manera más atrevida y creativa. El Ortega de 1947 se muestra, por otra parte, muy lejos de las críticas que hiciese en 1924 al racionalismo del alemán. Echeverría sugiere que Ortega ha visto en el filósofo de Hannover un apoyo en el que poder ampararse para exponer con fundamento sus ideas más de fondo, una especie de alter ego según la observación de Concha Roldán.

Esto explicaría en parte que Ortega no hubiese visto especial inconveniente en cambiar el rumbo de su libro a partir de su parágrafo 26, para enzarzarse en polémicas más contemporáneas, “puesto que su proyecto inicial consistía en contrastar su filosofía con el modo de pensar leibniciano, con cuyo perspectivismo coincidía, pero cuyo logicismo y teleologismo rechazaba”. De este modo, Ortega pudo pasar a enfrentarse con otras cuestiones, lejanas de cualquier estudio sobre el principialismo, pero esenciales a su propia filosofía que Ortega entendía muy relacionada con la metafísica leibniciana. Echeverría afirma que “Ortega vio en Leibniz a un precursor de su propia teoría de la razón vital” y que entender a las mónadas como principios vitales “es uno de los descubrimientos que Ortega hizo durante la década de 1920”. Para Echeverría, Leibniz fue el compañero ideal del pensar orteguiano, a quien recurre para convertirse en un pensador más profundo, cuando, a partir de 1932 Ortega deja de lado su dedicación al liderazgo intelectual y cultural de España y, como recuerda Jaime de Salas, se da cuenta de que tiene que dedicarse a la “forja de libros”.

Echeverría es un gran conocedor de la filosofía leibniciana y se ha convertido en autoridad muy poco discutible al interpretar a Ortega. En su texto y en las notas hay toda una serie de interesantísimas sugerencias sobre la filosofía de Ortega, un pensamiento que a veces parece hacer suyo.  En ocasiones, incluso, algunas ráfagas de su trabajo recuerdan el estilo alusivo y elusivo del maestro como cuando afirma que “profundizar en esta idea leibniciana me llevaría muy lejos” o que “esta cuestión también merecería un estudio más detallado”, expresiones con las que cualquier lector de Ortega habrá tropezado en numerosas ocasiones.

Pese a la importancia de sus aportaciones, Echeverría se empeña en desempeñar un papel secundario, de comentarista erudito, aunque no consiga evitar del todo que asome su simpatía y familiaridad, pero también sus enmiendas, hacia la dupla de pensadores con cuyos textos está trabajando. Indicativo de la intensidad del trabajo de Echeverría es que apenas haya una decena de páginas sin sus notas en los centenares que ocupan los textos inéditos de Ortega, y cabe considerar como muy significativo que esas ausencia se den, casi siempre, ante afirmaciones orteguianas muy de fondo.

Echeverría aduce profusión de argumentos para demostrar que la obra de Ernst Cassirer, a quien Ortega conoció en Marburgo, ha sido esencial para la composición del libro, lo que prueba que pese a la cercanía posterior de Ortega a Husserl pervivió en nuestro filósofo una influencia inicial de fondo neokantiano. El nombre de Cassirer no aparece en el texto ya publicado, pero Echeverría no ve en esta ausencia de citas a Cassirer nada reprochable, sino un argumento adicional a la tesis de que Ortega pensaba volver a escribir sobre Leibniz: “A mi modo de ver, no se trata de un olvido por parte de Ortega, ni mucho menos de una ocultación. Esa ausencia se debe a que Cassirer iba a ser un autor de referencia en las otras dos partes previstas por Ortega”.

Al poner de manifiesto el “modo de trabajar de Ortega”, cuando éste escribía para sí mismo en márgenes y en papeles sueltos, se desvela una forma de pensar distinguible de la pública, y Echeverría emplea este Ortega poco conocido para actualizar a Ortega, para mostrar una figura de su pensamiento más ambiciosa y honda de lo que suele ser habitual.

El hecho de que Ortega criticase a Leibniz por no percibir la condición histórica de la razón le sirve a Echeverría para volver esa objeción contra el propio Ortega que no aplicó tal perspectiva al estudio de Leibniz, ni tampoco a sí mismo. De este modo, nos topamos con el fondo más novedoso de las ideas orteguianas de Echeverría, que le ocupan el último apartado de su estudio introductorio. Echeverría afirma que el Leibniz que más debiera haber interesado a Ortega, “conforme a su propio lema: el hombre no tiene naturaleza, tiene historia”, no es “un autor dado” sino alguien vivo y cambiante, porque “Leibniz es, ante todo, historia” afirmación que debería haber sido básica a la hora de escribir un libro sobre Leibniz.

Echeverría dice que “Leibniz tuvo muy clara esa modalidad de existencia post mortem, por eso dijo en los Principios de la Naturaleza y de la Gracia que las almas, al morir, pasan a otro teatro”. Ortega no prestó atención a que, puesto que las mónadas son conaciones, (una aportación orteguiana) el Leibniz que dejó miles de manuscritos inéditos “pasará a actuar en nuevos teatros filosóficos y científicos”.  Leibniz fue “la principal circunstancia intelectual de Ortega” durante 1947, y se generó un Ortega/Leibniz que, de algún modo, renueva a ambos, porque toda publicación contribuye a un in fieri, que crea una tarea siempre sin acabar.

Esta edición nos sugiere  que hay un Ortega que ha de ser continuado, que vio en Leibniz gérmenes de ideas aún por desarrollar, como, por ejemplo, el que el principio de continuidad afecte muy estrechamente a nuestra concepciones sobre el error y la verdad, y a Echeverría le  parece que hay ahí “una cuestión por investigar”, de modo que intenta que su trabajo de esforzada erudición pueda servir de plataforma para nuevas y atrevidas excursiones por la senda Leibniz/Ortega.

Es virtualmente imposible que un trabajo tan extenso y pormenorizado como el que comentamos no contenga erratas y que no necesite rectificaciones que, seguramente, se harán en una segunda edición, pero ninguna de ellas puede empañar la calidad y el éxito que supone haber recuperado un centón de textos orteguianos sobre cuestiones cardinales de la metafísica y haber construido sobre ellos una imagen ambiciosa, renovada e incitante del pensamiento de Ortega, de su invitación y aportaciones a la mejor filosofía.

José Luis González Quirós es filósofo, su último libro (de próxima publicación) es La virtud de la política.

publicado previamente en Revista de Libros, https://www.revistadelibros.com/blogs/blog-rdl/el-ortega-leibniz-de-javier-echeverria

Adolfo Suárez

Se cumplen ahora cuarenta años del discurso con el que Adolfo Suárez comunicaba a los españoles que había presentado su dimisión irrevocable al Rey porque el desgaste sufrido en cinco años de muy intensa actividad política había deteriorado su imagen y algunos lo presentaban como un obstáculo en la consolidación de la democracia que él, como nadie, había contribuido a poner en píe. Jorge Trías ha recordado en un excelente artículo de ABC los factores principales que hicieron imposible su continuidad, los golpes que tuvo que soportar mientras pudo.

Al recordar lo que fue, sin duda, un trauma fundacional, la extraña salida del escenario de uno de los grandes protagonistas de la transición, se hace necesario enmarcar esa escena en ciertas consideraciones que pueden contribuir a entender algunas de las graves dificultades con las que se enfrenta la política española. Y hay que hacerlo así para desmentir una convicción muy extendida y de escasa lógica, aquella que da en suponer que por haber partido de una democracia «imperfecta» hemos estado obligados a  estropearla más… en lugar de procurar mejorarla.  Así es corriente atribuir a la transición errores y deficiencias que tienen su causa en acontecimientos políticos posteriores, porque nada impedía que los errores iniciales, supuestos o reales, se pudieran subsanar, no ha sido irremediable agravarlos.

Como se trata de un asunto que sobrepasa de largo la capacidad de una columna de opinión, me limitaré a analizar un único problema que estuvo presente en la dimisión de Suárez y que, agravado, continúa condicionando la vida política española. La dimisión de Suárez se ha solido atribuir al “desastre” de la UCD, a sus querellas internas, a su división, a su condición caótica. Es verdad que Suárez no tuvo apoyos suficientes en su partido, y que algunos de sus “barones”, como se empezaron a llamar entonces, llegaron a entender que la desaparición política de Suárez era esencial.  Pero Suárez dimitió porque se encontró desasistido por el Rey que era quien le había nombrado, pensaba que el Rey le animaría a continuar, como había hecho otras veces, y la frialdad con que D. Juan Carlos escuchó sus razones no le dejaba otra salida. Hubo en ese momento un distanciamiento efectivo y grande que era reflejo no del barullo de la UCD sino de la necesidad que el Rey sentía de acelerar la llegada del PSOE al poder para consolidar la Monarquía.  

El Rey abrigaba un propósito claro, pero para cumplirlo era necesario que la UCD perdiese unas elecciones porque ya había ganado dos;  el Rey tenía una comprensible prisa en que gobernasen los socialistas y Suárez siempre supo que ese era el final lógico del asunto, y jamás se opuso a ello. Tal vez fue el primer «exceso» del Rey, por comprensible que parezca, que lo parece.

Una prueba de que el Gobierno de Suárez era algo más que un gobierno de partido es que «condonó» las deudas municipales para permitir que los nuevos ayuntamientos democráticos, que de modo muy presumible iban a caer en manos del PSOE pudieran hacer política sin obstáculos. Ningún Gobierno de partido lo habría hecho. Esa tensión entre ser la mano derecha del Rey y el líder de un partido fue insoportable, era un imposible metafísico y produjo la distancia emocional entre el Rey el presidente que precipitó su dimisión. Una prueba de ello es que en el BOE en que figura la concesión del Ducado a Suárez no hubo preámbulo justificativo, porque Zarzuela al firmarlo eliminó la exposición de motivos, que era una apología de la labor política de Suárez, que había preparado el Ministerio de Presidencia.

Suárez fue perseguido por todos, se convirtió en blanco de todas las iras, una persecución de la que, por cierto, no puede excusarse el PSOE, que tenía unas incontenibles prisas por llegar al poder y no se caracterizó por hacer una oposición, digamos, moderada. Bastará recordar el escándalo parlamentario montado por el encontronazo con la policía de Jaime Blanco en Cantabria, los exabruptos contra Suárez («tahúr del Misisipi»), por no mencionar la «operación Armada» o, después, el asunto de la colza.

La UCD pagó el pato de todas esas circunstancias y no pudo llegar a consolidarse como partido. Parte del problema estaba en que Adolfo no quería ni podía ni sabía ser un hombre de partido, mientras que algunos barones, y las bases, sí querían hacer un partido, pero no hubo manera de arreglarlo y ambos se prestaron a pasar a la historia. La consecuencia última de ese fracaso en la consolidación de un partido democrático de centro derecha es que hubo que darle el testigo de la oposición a Fraga, que tampoco creía en nada que se pareciera a un partido democrático al estilo europeo, y hasta hoy ese partido no ha llegado nunca a existir con el debido vigor, de modo que el PSOE, o quien se haga con él, no ha tenido un partido de verdad capaz de hacer oposición a su altura. Ha habido «líderes», pero no partido.

Es una afirmación que puede extrañar a muchos, pero responde a una realidad muy clara. Ni la AP ni el PP pasarían la prueba en un supuesto examen de idoneidad organizativa como partidos. No celebran congresos con asiduidad, no debaten nada en su interior, su organización es opaca y administrativa, y por eso se ha podido encarnar en ella una corrupción vergonzosa y muy difícil de combatir. Siempre que se han enfrentado con un tema candente, con una cuestión que podía dividir a sus muy diversos electores, su opción, llevada al paroxismo con Rajoy, ha sido evitarla, en lugar de tratar de encontrar un acuerdo político mediante la negociación, el debate interno y la participación activa de todos los sectores que forman un auténtico partido. Tal es la única manera en que los grandes partidos pueden subsistir, no siempre con éxito, pero siempre con la misma fórmula: elaborar con participación abierta a todo el partido una doctrina común que sirva de acuerdo a todos y pueda cosechar el éxito electoral cuando se acierte a expresar los deseos y los compromisos de una mayoría política

Como se sabe desde hace mucho tiempo, los partidos tienden a ser oligárquicos en lugar de democráticos, pero lo que constituye un error mayúsculo es no arbitrar los sistemas para que esas tendencias puedan corregirse y se logre articular un nivel alto de participación ciudadana y de renovación política. Es necesario, por ejemplo, evitar que la elección de los órganos de gobierno y de los candidatos electorales esté controlada de manera férrea e ilegal, desde arriba, que no tenga nada que ver con un proceso de selección de los más aptos; ese  proceso castrador lleva trazas empeorar al multiplicarse  en muchas autonomías rompiendo en buena medida la tradicional unidad en torno al líder nacional que era indiscutible.

En el centro derecha el falso argumento de que fue el guirigay de la UCD el causante de su desaparición se ha empleado como argumento para justificar el cesarismo, pero cualquiera puede ver que esa tentación es ahora mismo ridícula, y que incluso un individuo tan dotado como Trump acaba siendo víctima de esas dinámicas destructivas de cualquier partido. Suárez dio pasos ciertos y valientes hacia la libertad y la democracia, pero queda mucho por recorrer como para poder presumir de nada.

Santa Maradona y el infierno

La muerte del astro argentino nos está brindando de manera machacona, como solo saben hacerlo los medios cuando encuentran algo de verdad popular, una serie de imágenes de enorme contraste, desde la repetición de sus goles más inverosímiles, hasta las muchedumbres enloquecidas y dolorosas que lloran por el futbolista pero que, con bastante seguridad, sienten un dolor que nada tiene que ver con el fútbol, el de la desesperación, el fracaso y la histeria. El repaso a una vida vivida frente al espejo de la muchedumbre nos está dejando también escenas y testimonios de gran contraste, desde la foto con Castro o con Maduro hasta los detalles de cariño y ternura que prodigaba un hombre bueno y desorientado, roto.
Empecemos por el fútbol que, como dice Ancelotti es lo más importante de las cosas que no lo son, aunque yo creo que se queda corto: Maradona no era un futbolista, era otra cosa, un mago del balón, un hombre pegado a una pelota, como dice la canción de Calamaro. El segundo gol a Inglaterra en el Mundial 86 es un gol que nadie podría meter, porque para hacer algo parecido, y seguiría siendo un gol de primera, se necesitarían no menos de tres buenos delanteros. En este aspecto me parece que Diego estaba a años luz de cualquier otro, pero tanto Di Stefano, como Pelé, Cruyf o Messi han sido mejores futbolistas que él. Si en el pasto, como decía don Alfredo, coincidiesen varios Maradonas, aquello no sería fútbol, sería otra cosa, y es posible que nos acabase aburriendo, porque en el fútbol se necesita agonismo, no milagros y Maradona, en su plenitud, pertenecía al gremio de lo ultranatural, tal vez por eso se le ha llamado dios, pero no del fútbol sino de algo más metafísico, tal vez de lo imposible.

Ahí, en su extraordinaria distinción, reside, me parece, el fundamento de su lado mítico, su conversión en un modelo, un papel que él no pudo soportar y que le acabó destruyendo. No se trata de un defecto, se trata de una imposibilidad, no cabe que alguien tan dotado de un don sobrenatural y tan inimitable sea modelo de nada. Por eso la gente, en especial en Argentina, claro está, se agarró a Maradona como se agarraría a cualquier milagro, pero el prodigio de Maradona no se podía repetir ni propagar, no podía educar ni enseñar a nadie. Supongo que los especialistas tendrán mil explicaciones, pero no me creo capaz de comprender lo que pasaba por su alma atormentada cuando pensaba que él mismo ya no existía, que ya no era el que fue mientras la gente le seguía idolatrando, cuando se veía en una vida confusa, atropellada y aparatosa que nada tenía que ver con su magia.

Santa Maradona priez pour moi, repetía la canción de Manu Chao que creo refleja el sentimiento de esperanza que proporciona ese fútbol de masas en el que Maradona era desde luego un dios, alguien irreal. El contraste está en que en el fútbol normal, en el que no hay Maradonas, casi siempre se vuelve con alguna decepción a la realidad que sigue fuera de la borrachera forofa. Hay que tener en cuenta que el fútbol no es solo un deporte, hay por lo menos tres mundos en el fútbol, el que se juega, el que se imagina y el que explotan con avaricia y mezquindad los medios, y Maradona fue un ser excepcional en cualquiera de los tres, ha dado mucha vida a muchísimas personas, pero no ha sido capaz de alcanzar una vida plena ni de lejos asimilable a su condición gloriosa, es un santo que ha acabado en los infiernos, y esa condena es la que más debe doler a los muchos que le lloran.

Cuando vemos las imágenes del entierro en Buenos Aires se hace difícil no caer en la cuenta de que la muerte anunciada de Maradona no solo es la muerte de un dios, sino que significa, en este año 2020 tan desdichado, una especie de burla del destino, y que para muchos será la demostración de que no hay esperanza. Han abundado las comparaciones con Evita Perón, otro hito emocional y salvaje de la historia popular de Argentina, y no me parece que esté muy descaminada la analogía, aunque los argentinos son quienes pueden decir lo que fuere al respecto. Los demás podemos decir que Maradona fue un destello glorioso, pero que no se puede convertir en una religión, que no ha sido capaz ni siquiera de salvar su vida, aunque no creo que esta constatación tan de realismo sucio, pueda circular en Argentina, al menos de momento.

Da que pensar que muchos hayan arriesgado su vida, con la que está cayendo con el virus, para llorar y desgarrarse con la muerte de Diego, por eso es razonable pensar que no lloraban por un futbolista sino por un símbolo que, aunque pareciese derrotado, todavía estaba vivo. Las querellas que se anuncian, la herencia, la atención médica, hacen prever un largo desengaño, un destrozo brutal del ángel caído. Sería penoso que la muerte de Maradona significase un atraso argentino, incluso una dimisión de esa pasión nacional que es el fútbol, algo poco probable, porque, librado ya de sus penas, Maradona tratará de que sus hermanos vuelvan al fútbol con la pasión que suelen emplear y que comprendan que ese extraordinario deporte puede sobrevivir sin Maradona, pero ni el fútbol ni Argentina saldrán adelante sin esfuerzo, sin imaginación y sin ganas de vivir y de ganar, aunque sea sin milagros y, por supuesto, sin Diego, que ya vive para siempre en el mito y la gloria.

Publicado en Disidentia, https://disidentia.com/santa-maradona-y-el-infierno/

Sobre cálculos y relatos

Publicado en Disidentia el 24 de octubre de 2020

La relación política que se puede establecer entre un cálculo y un relato tiene mucho que ver con una maravillosa conseja que Don Quijote le dio al buen Sancho a punto de convertirse en gobernante y que resultará corrosiva para muchos de los que ya quisieran tener la sabiduría de Sancho, no digo ya la de Alonso Quijano: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia”. Esta hermosa exhortación aparece en una gavilla de recomendaciones que el caballero manchego le sugiere a quien está a punto de hacerse Gobernador sin mayor mérito, una situación que espero no nos resulte incomprensible, visto lo visto.

La izquierda española propugna la igualdad, y con ese argumento suele montar un relato muy popular, porque siempre son más los de abajo que los de arriba, pero el truco está en que, salvo a la hora de hacer inversiones inmobiliarias, sus líderes no tienen mayor interés en que se pueda hacer un mínimo cálculo de la relación entre costes y beneficios. Apoyan siempre, por ejemplo, a los sindicatos, que están contra la patronal (muchos de abajo contra pocos de arriba), pero no se paran a ver si esa lucha tan bien contada produce los efectos que se supone y no muy otros, si sirve para introducir varias brechas entre, por ejemplo, los trabajadores bien situados y los jóvenes que buscan empleo, o entre los que tienen empleo y los parados. Para explicar eso siempre se le puede echar la culpa a alguien, ya saben quién. Apoyan la universidad para todos y las tasas gratuitas, pero no quieren saber nada de la calidad universitaria, ni del enorme fracaso personal que espera a quien haya obtenido una titulación más o menos a la moda y deba acabar en la caja de un supermercado, siendo como es muy poco probable que te saquen de allí para ocupar un ministerio, por ejemplo.

Por eso me refería a la relación entre injusticias y dádivas, porque no es una idea que solo quepa aplicar a los jueces venales, sino a todos los que se resisten a someter a un control inteligente y honesto el resultado de las políticas que proponen, como si no supieran que de principios excelsos se pueden derivar consecuencias desastrosas. Gran parte de los relatos políticos operan como trampantojos que buscan apartar de nuestra mirada lo que en verdad se ofrece a la vista detrás del artificio, a poco que se tenga algo de espíritu crítico y se sepa dudar de la apariencia que se nos quiere imponer.

Decía Pío Baroja que la literatura se diferenciaba de la vida en que la literatura escoge y la vida no. Por eso la izquierda le echa mucha literatura a sus políticas y suele tener más adeptos entre los poetas (que casi nunca piensan ser malos) que entre los que se han acostumbrado a manejar ideas que no significan lo que a uno se le antoje. No es ningún secreto que el negocio político de la izquierda se rige por la norma de comprar por el valor real y vender por la imagen, procedimiento que explica con precisión que el comunismo todavía tenga adeptos, pues se vende por lo que dice intentar sin que nadie cuestione lo que realmente ha costado, o, dicho de otra manera, los asesinados por el Ché, por poner un símbolo reciente, no han muerto en realidad, porque han sido como “esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie nunca” que decía Cortázar, que, oiga, no era ningún facha.

En estos días de pandemia estamos asistiendo a un verdadero combate entre cálculos y relatos dirigido desde el bunker narrativo de Moncloa. Como se sabe, los cálculos van perdiendo, porque ni siquiera sabemos el número de muertos, como para ponernos a comparar coeficientes y a evaluar políticas, esa cosa rara que han pedio los de una revista extranjera que es casi seguro que trabajan para la industria farmacéutica. Así que van venciendo los relatos, que, por descontado, son más libres y creativos.

Como la literatura contemporánea ha superado las limitaciones de la preceptiva clásica , no les resulta demasiado difícil enhebrar en el mismo rollo la portentosa declamación presidencial de hace unos meses, “Hemos vencido al virus”, con la prudente advertencia de ayer mismo “La situación es grave, los próximos meses serán muy duros”, y, dado que no nos vamos a poner estrechos  con esta literatura tan bien intencionada, nadie echará en falta el capítulo en que se explica el paso de la rotunda victoria a la absoluta impotencia, así que quedamos advertidos y que nadie diga que no se había visto venir y que nos ha pillado desprevenidos. Ya saben las Comunidades autónomas que es cosa suya, y que de haber alguna otra responsabilidad, siempre menor, será de la oposición que no deja gobernar como es debido.

Si preguntamos a alguno de los que crean el relato que nos están endosando dirán que, en efecto, si hay alguna desviación de la justa medida, se deberá a la misericordia, no al peso de ninguna dádiva. Eso de las dádivas es corrupción, y ya se ha demostrado con toda la claridad judicial del mundo que la corrupción y la izquierda son incompatibles. Solo pensar que un líder de izquierda pueda hacer una denuncia falsa con el ánimo de desprestigiar a nadie, a la policía, por ejemplo, será pronto incluido en uno de esos delitos contra la correcta memoria del glorioso pasado de unos y el asqueroso fascismo de todos los demás que cualquiera de estos días se regulará por el Ministerio de Igualdad, vaya nombrecito sin pretensiones y sin el menor pudor orwelliano, que seguro encontrará un hueco entre tantas reuniones que celebra para luchar contra los males estructurales, no se vayan a creer que pierden el tiempo con anécdotas.

Antes, cuando escribir una novela suponía esfuerzo y años, tenía sentido que los estudiantes estudiasen, pero para hacer un tweet no se necesita ni codos ni ortografía, así que para que se va a suspender a los alumnos con problemas de adaptación curricular (¡pobrecillos!), si lo importante es que se emocionen y se  diviertan, como dice José Antonio Gabelas. Como es natural los nuevos estudiantes no necesitarán saber matemáticas, sino aprender a obedecer y repetir los relatos pertinentes como antes se sabía el Padre nuestro. Ya dijo Orwell que poder decir que dos y dos son cuatro es el principio de la liberación, pero hay que saber sumar, no basta con repetirlo de memoria, como si fuera un ensalmo del tipo de socialismo es libertad y similares. De seguir como vamos, cabe temer que en algún momento deje de haber elecciones libres (ha pasado en otros lugares), aunque solo sea porque eso exige mucha contabilidad, además de que no estaría mal prohibir a la gente que se equivoque.

Un presidente resiliente

Publicado en Disidentia el 31 de octubre de 2020

Cualquiera que recuerde, aunque no sea de un tirón, el muy sarcástico soneto de Quevedo (“Quien quisiere ser culto en sólo un día,/ La jeri (aprenderá) gonza siguiente: / Fulgores, arrogar, joven, presiente / Candor, construye, métrica armonía/…”) se asombrará de que las palabras que el genio de Quevedo consideraba ridículas, se han incorporado, con pocas excepciones, al lenguaje común, lo que produce algún temor, porque vendría a significar que en asuntos de voquibles, como los llamaba Sancho, los pedantes le han ganado la batalla al enorme poeta madrileño. Es como si en un par de décadas términos como resiliencia, gobernanza, fake, asap, call, influencer, edil, expertise, o empoderar hicieran desaparecer del habla común, palabras tan transparentes y útiles como mentira, buen gobierno, conversación, concejal, gilipollas, pericia o reconocimiento, ya me entienden, que tampoco quiero faltar a nadie.

Usar palabras rimbombantes, esdrújulas o inusuales, suele servir para aparentar un saber especial, un dominio de las cosas al que no alcanza el común de los mortales, o haber hecho cursos de extrañas materias transversales en algún garito de prestigio. Por otra parte, el habla evoluciona y no tiene mucho sentido empeñarse en detener la evolución del lenguaje, eso que ha hecho que ya no hablemos latín, pero no debiéramos dejar de advertir en el manejo del lenguaje, en especial en manos de los políticos, ciertas trapacerías y una clara voluntad de controlar a los ciudadanos pretendiendo imponerles expresiones de su preferencia. Como ejemplo me bastará mencionar el tono, humilde y sentido, con el que Pedro Sánchez rogó a los españoles que no llamásemos toque de queda, a lo que, según él, era una restricción de movilidad nocturna, expresión cuya ridiculez muestra con elocuencia que ha sido diseñada en alguna covachuela dedicada a conseguir que llamemos a las cosas con el nombre que quiere el presidente. Déjenme anotar lo consolador que resulta comprobar que los asesores de  Moncloa se lo curran y son astutos, porque visto que no saben qué hacer con la pandemia han apartado a su señorito de la brega contra el virus, y le están cubriendo con astucia y maestría las espaldas en el laberinto lingüístico, porque saben muy bien que la lengua es compañera del imperio y Sánchez, que ya dio muestras de enorme dominio de diversas lenguas en su afamada tesis doctoral, no se va a conformar con menos.

Así pues, tenemos un presidente resiliente, un tipo muy capaz de ausentarse del Parlamento (al que él tal vez querría llamar trono discursivo del presidente o lar de peroratas) cuando le va a responder el líder de la oposición, con la misma elegancia que lo hizo Rajoy cuando se fue de copas a celebrar el final feliz de su mandato con tanto bien para todos.  Resiliente es la forma influencer de decir capacidad de recuperación, es un préstamo latino que aparece recuperado en inglés por Francis Bacon (en este enlace se puede ver su historia) y que tiene una doble ventaja para políticos con ganas de figurar, el ser de muy escaso uso en español y proporcionar al que lo escucha una vivida sensación de que no sabe, y debía saber, de qué le están hablando. Es claro que a Sánchez le gusta bastante, lo ha escrito en inglés en las paredes que le sirven de fondo para presentaciones muy cool, pero no se sabe si es porque piensa que él mismo es muy resiliente, o porque está convencido de que lo vamos a tener que usar con abundancia cuando tengamos que recuperarnos del desastre al que nos está llevando, eso sí, con muy buenas maneras. El hecho de que el DRAE ya lo registre con una doble acepción, adaptarse a la adversidad, y que un material o un sistema pueda recuperar el estado inicial cuando cese la perturbación a la que se ve sometido, me hace pensar que el presidente está velando por nuestro bienestar futuro.

Volvamos al toque de queda que no agrada a la fina sensibilidad, democrática, por supuesto, del inquilino de la Moncloa (o de La Mareta en Lanzarote en períodos de asueto). Hay que notar que esa expresión habría cuadrado muy bien con la primera ola del virus, cuando Sánchez nos convocaba valientemente a una guerra contra el bichito de la que saldríamos vencedores, como salimos y Sánchez proclamó con garbo. Ahora es distinto, estamos en tiempos de cogobernanza y Sánchez no quiere restarles protagonismo a los diecisiete presidentes, que son más y tienen los medios adecuados para una segunda ola de la hispandemia que ya no es épica sino casi rutinaria, en la que no se necesitan aires marciales sino pequeñas y delicadas restricciones de la movilidad, nocturnas, por supuesto, que hay que administrar con tacto y de la manera más civil que se pueda. Sánchez no quiere robar protagonismo a nadie, y no se va a poner a discutir menudencias con ninguna Ayuso que quiera crecer a costa de su resiliencia, su prestigio inmarcesible y la fama universal de su capacidad de liderazgo. Esta claro que el presidente no quiere que dramaticemos, que está dispuesto a que esta nueva normalidad que nos regaló en abril con desescalada y control de contagios no se nos convierta en un motivo de tormento. Ahora ya no toca marcialidad, sino un discreto estoicismo.

Ha habido desescalada, pero me preocupa lo que pueda pensar Sánchez sobre lo que significa control de contagios, porque de eso no ha habido ni media mitad de lo prometido. Sánchez dijo que habíamos vencido al virus, y tiendo a sospechar que estuvo un poco descuidado, que su bonhomía le llevo a pasarse de optimista. Abascal piensa que el virus es comunista, no creo que Sánchez llegue a tanto, sobre todo después de dormir con Podemos, pero me temo que esté muy disgustado con este espécimen que le ha hecho faltar a su palabra de manera tan descortés.

Pese al resbalón que ha supuesto una victoria tan poco consistente y duradera sobre la hispandemia, estoy convencido de que la legislatura con Sánchez en Moncloa nos reserva todavía jornadas de gloria, porque un tipo que, además de resiliente, es tan cuidadoso con las expresiones y los vocablos, y se muestra tan persuasivo y modesto a la hora de corregir nuestras tendencias a la exageración y al dramatismo, conserva en plenitud la posibilidad de un brillante porvenir.  Además, se puede marchar del Congreso cuando le dé la gana con la seguridad absoluta de que nadie le va a montar una censura que le obligue a trabajarse un poco el cargo, y que ni Calvo ni Iglesias van a depositar el bolso en su escaño. Puede que tenga algunas dudas de lo que le pueda caer por el frente norte, es decir por Europa, que lo otro lo tiene amarrado, pero es bastante probable que esté muy convencido de que podrá encontrar la manera de atar esas moscas por el rabo.

El trumpismo español

Publicado en Disidentia el 7 de noviembre de 2020

Cuando se puedan empezar a leer estas líneas es posible que ya se sepa si Biden ha derrotado a Trump, aunque Trump no se le crea, pero lo interesante es que el trumpismo puede no haberse terminado. Para ver qué puede ser el trumpismo, convendría examinar el asunto en un doble frente, ex datis y ex conceptis, con perdón. Empezaremos con los datos, porque son impactantes: a pesar del Covid, Trump ha tenido 5 millones de votos más que en 2016, con un 48% del voto popular (es el tercer candidato más votado en la historia de su país). Una parte muy importante de los electores, también negros e hispanos, en especial cubanos, piensan que su gestión mejoró la economía y que viven mejor, algunos creen incluso que gestionó bien la pandemia. Todo esto autoriza a pensar que, aunque pierda, Trump va a intentar controlar el partido republicano, de forma que el trumpismo podría tener larga vida.  

Para valorar el trumpismo a partir de ideas políticas, habría que partir de que nadie como él ha dividido tanto a la sociedad norteamericana, hasta el punto de que un mal candidato como Biden ha obtenido en mayor número de votos de la historia, tanto en porcentaje como en cifras absolutas. Es más que probable que Trump no respete la tradición de reconocer con elegancia haber sido derrotado, y por supuesto, se va a dedicar a poner a Biden y a Harris como chupa de dómine, cosa que ningún presidente ha hecho nunca con su sucesor, entre otras cosas porque nadie ha tenido la legión de hooligans que tiene Trump. Es decir, todo parece indicar que el trumpismo es una especie política que menosprecia valores básicos de las democracias (ecuanimidad, respeto a las instituciones, a la ley y a la libertad de opinión, etc.) y que es un partidario feroz de cualquier ley del embudo.

¿Y qué tiene que ver todo esto con España? Pues en mi opinión, aquí tenemos una especie de trumpismo dividido, con la salvedad de que ninguna de sus cabezas más visibles, que ahora mencionaré llega, ni de muy lejos, a tener el volumen de seguidores del trumpismo verdadero, que es el de los EEUU.

En España, el trumpismo material y de fondo, el que se caracteriza porque la democracia vale si ganan los míos y, si no, no vale nada, es mucho más fuerte en la izquierda que en la derecha, mientras que el trumpismo caracterizado por las baladronadas y el gusto por lo extremoso sí tiene asiento en sectores muy a la derecha y muy a la izquierda.

Muchos de los españoles que han visto en Trump al mismísimo diablo, no caen en la cuenta de que el tipo de atentados a la democracia que ha perpetrado se corresponde bastante bien con los que aquí propugna una buena parte de las izquierdas. ¿Alguien duda de que Trump habría hecho, si hubiere podido, una reforma del poder judicial para aproximarlo a su mayoría política, de que habría prohibido la enseñanza del español donde le conviniere, de que habría declarado un estado de alarma sin control de las cámaras, o de que habría montado una agencia en la Casa Blanca para «luchar contra la desinformación» y colocar a modo sus versiones alternativas a cualquier verdad? Trump, de hecho, ha indultado a sus amigos condenados tras juicio justo, como algunos pretenden hacer aquí, ha visto con simpatía a grupos radicales armados, como se hace por aquí, pero no ha llegado a sustituir a los parlamentarios por enviados de la Casa Blanca cuando se trata de discutir asuntos que competen al legislativo, como en la mencionada elección de los miembros del CGPJ.

A Trump se le reprocha, con razón, sus amistades peligrosas, pero aquí tenemos a gente que ha trabajado para Maduro decidiendo nuestro futuro y a tipos monederos que gritan más que hablar para enseñarnos a los ignorantes las verdades de la verdadera democracia, que es la de Cuba, Venezuela, Corea del norte, y, ya puestos, hasta la de Irán. Nuestros antitrumpistas se escandalizan a hora y a deshora de los muertos por la pandemia en EEUU, sin caer en el detalle, de que, a día de hoy, y en muertos por millón (727) están por debajo de España (823) y eso sin reparar que nuestra contabilidad oficial está muy bajo sospecha. El jefe médico de la lucha en EEUU contra la pandemia, el Dr. Fauci, se ha enfrentado en numerosas ocasiones a Trump y a la Casa Blanca, siempre que desde allí se han dicho tonterías, pero todavía estoy esperando a que el tal Simón diga algo que pueda molestar a Moncloa, a Illa o a su delicuescente equipo de científicos.

El presidente del gobierno español es, desde luego, mucho más correcto que Trump, y eso es de agradecer, pero Trump no ha tenido que fingir ser doctor, ni se ha atrevido a decir que había vencido al virus, aunque, sin duda, ha dicho muchas tonterías, pero no esa, que es la más gorda. Como ha escrito Andrés Trapiello está haciendo abuso de los esdrújulos con cuantas palabras puede  (sólidaridad, réparación, cómprometer, résponsabilidad, tránsversal, périmetrar) tal vez porque sus recursos oratorios no le permiten otros vuelos, pero su trumpismo no es tremendista sino de fondo, le importa una higa saltarse la literalidad de las leyes o los límites del presupuesto porque sabe muy bien que el Parlamento no le va a revocar, porque la mayoría Frankestein está encantada de conocerse y no se ha visto en otra igual en su vida. A él le va muy bien con esto y es muy generoso con sus colaboradores (su gasto en asesores bate récords casi cada día) y lo bastante cuco como para saber que en España no acaba de tener éxito lo que los asturianos llamamos ser grandón o hacerse el grandón. Es la hormiguita hacendosa que barre todos los días para adentro, que tiene más ministros que nadie y está dispuesto a hacer lo que sea para seguir en Moncloa cuanto convenga, como Trump con la Casa Blanca, así que no duda en ponerle el altavoz al trumpismo gestual de cierta derecha para que los electores, como en la famosa escena de Los Hermanos Marx en las carreras, sepan lo miserables que son esos tipos tan exagerados.

Un apunte más, lo que ha caracterizado a Trump ha sido enfrentarse a los problemas no para tratar de resolverlos sino para convertirlos en escabel de su fama y de su poder político. No le ha interesado la paz social, sino el conflicto, no ha querido apaciguar sino exacerbar, no ha querido escuchar, sino hablar sin parar, no ha estudiado nada distinto a la manera de tensionar la convivencia. Desde mi punto de vista, esa, estrategia, el cuanto peor mejor, es típica de revolucionarios y Trump la ha convertido, por desgracia, en un signo de su acción política. Como es sabido, no le ha seguido todo su partido, pero sí la mayoría, y ese espíritu de guerra cultural, se ha contagiado todavía más a la izquierda del partido demócrata que se había dejado arrastrar por el extremismo intelectual (political correctness, critical race theory, etc.) y que deberá pensar si le va a convenir continuar en ese campo de juego. Lo que es indiscutible es que no resulta edificante ver a tifossi de ambos partidos gritando “con Rivera no” a las puertas de los colegios electorales.   Si la política tiene que ver algo, como creo, con el arte de impedir la guerra, Trump ha sido un político lamentable, por muchos que hayan sido sus aciertos. Y hablando de guerra, aquí disfrutamos del espectáculo de que los mismos que nos dicen, y no les falta alguna razón, que hay que pasar página sobre los crímenes de ETA, que son de ayer, nos recuerdan lo necesario que es revisar los cometidos en la guerra civil, que ya es cosa de bisabuelos.

Trump y los cisnes negros

Hasta ahora todo el mundo creía que las elecciones presidenciales en los Estados Unidos de América eran fiables por completo, que no había fraude, digamos, sistémico, porque nadie puede estar en condiciones de garantizar que entre los casi 150.000.000 de papeletas no haya alguna que se haya emitido de modo irregular. Es decir, predominaba la creencia de que, por poner un ejemplo clásico,” todos los cisnes son blancos”, una verdad cuya exactitud no puede ser probada de manera directa, pero cuya falsedad podría probarse con relativa facilidad con solo encontrar un cisne negro.
Pero llegó noviembre de 2020, los resultados no parecieron ser halagüeños para el presidente que quería renovar mandato y, contra lo que se puede considerar habitual, Trump puso en duda la legalidad de las elecciones, afirmó que encontraría un cisne tan negro como para hacer que el resultado aparente se tambalease, de modo que de tenerse por desfavorable se volviera a su favor. Por cierto, ya hace tiempo que se sabe de la existencia de los cisnes negros, muy raros, en cualquier caso, pero Trump todavía no ha conseguido demostrar que exista el cisne negro que le abra el camino de la Casa Blanca, aunque dicen que está en ello.
¿Por qué es imposible demostrar que en algo tan masivo como las elecciones de los Estados Unidos de América no ha habido fraude y tan fácil, en teoría, mostrar que sí lo ha habido, cuando lo haya habido? Desde Hume se considera válida la idea de que nunca existe una cantidad suficiente de hechos particulares como para deducir con rigor una ley general sobre el caso, es decir que una verdad empírica nunca está del todo verificada. Popper observó que esa idea debía matizarse de varias maneras, pero, en especial que, aunque una verdad empírica no pueda ser probada con rigor lógico, sí es posible mostrar su falsedad con un solo caso contrario. De manera que se pueda afirmar sin el menor asomo de duda que “no todos los cisnes son blancos” con solo encontrar un cisne oscuro.
Claro que todo esto es teoría, porque los cisnes no tratan de engañar a nadie, pero los políticos no son tan ingenuos como esas aves. La verdad es que se supone que si ha habido fraude y ha sido sistémico los autores habrán intentado hacerlo de maneras harto discretas y sofisticadas de forma que va a resultar difícil descubrirlos. Esta idea parece favorecer la sospecha trumpista, pero esa sospecha genérica no proporciona suficiente munición como para que los abogados de Trump hagan verdadero daño. La dificultad mayor está en convencer a los jueces, incluso si fueren trumpistas, de que hay pruebas suficientes como para que las elecciones acaben por tener un resultado distinto al que hasta hora se ha proclamado por muchas partes, incluso entre algunos de los trumpistas de hasta anteayer. Cuando se plantea una duda sobre un sistema tutelado por una administración como la norteaméricana, que a diferencia de otros lugares, y no me gusta señalar, ha mostrado de forma suficiente su carácter apolítico y su independencia partidista, no queda otro remedio que litigar ante los jueces y aportar pruebas que se puedan demostrar no solo concluyentes sino suficientes como para revertir un resultado ajustado pero de inequívoca apariencia. ¿Podría Trump ascender el Everest y con su abrigo? Lo que parece evidente es que, si al final lo intenta, le va a costar trabajo. Es fácil que gane alguna pequeña batalla, pero se antoja muy improbable que logre revertir decenas de miles de votos, que él supone mal contados, en varios Estados.
Buena parte de la prensa norteamericana está tratando a Trump con muy escasa consideración, y ha llegado, incluso, a cortar una retransmisión en la que el presidente en ejercicio explicaba su teoría, lo cual, además de ser una conducta irrespetuosa, inapropiada y poco defendible, habrá servido para enfervorizar a los millones de seguidores de Trump que no acaban de creer que se les haya podido derrotar en campo abierto. Hay varias razones fundamentales para que los que no sean seguidores muy fervorosos de Trump tengan serias dudas sobre la relevancia de sus quejas. La primera es que el sistema electoral, que como todos tiene sus defectos, no ha sido nunca seriamente objetado, de manera que lo razonable es suponer que funcione correctamente; la segunda es la confianza en que cualquier fraude masivo tendría que haberse realizado en medio de una conjura de muchísimas personas, y no parece verosímil que una conjura de ese tipo se pueda montar sin dar lugar a filtraciones y, menos aún que se pueda llevar a cabo sin que los encargados de verificar el sistema, funcionarios y observadores de los partidos, adviertan con claridad que algo está pasando.
Cuando esto llegue a los tribunales, las pruebas de los cisnes negros van a ser muy complicadas porque el perjurio está considerado delito en la legislación penal, y va a ser difícil encontrar personas que juren haber visto ellos en persona lo que otros muchos afirman que no ha existido. En fin, si no es posible demostrar que todos los cisnes son blancos tampoco será posible demostrar que nadie le vaya a dar la razón a Trump, antes de que eso suceda. Veremos, pues, hasta dónde llegan las aguas.
El debate sobre el color de los cisnes y lo improbable que resulta encontrar cisnes que contradigan las expectativas más comunes, tanto cuando lo ocurrido es catastrófico, como cuando se produce un éxito empresarial inesperado, ha dado lugar a una interesante teoría debida al matemático Nassim Taleb. Taleb afirma que los sucesos sorprendentes e imprevistos que tienen un gran impacto parecen dejar de serlo cuando, una vez pasado el trance, se analizan sus causas y las circunstancias de entorno y se acaba afirmando que resultaba razonable la aparición del oscuro ánade, pero eso le parece a Taleb engañoso, y me temo que acierta.
La salida de Trump de la Casa Blanca no parece ningún cisne negro talebiano. Era lo que pronosticaban las encuestas, aunque ha ocurrido con un margen mucho menor, y tenía cierta lógica en la medida en que Trump se ha obstinado en menospreciar las posibilidades de su rival y ha obrado de tal manera que ha conseguido convertirse en el enemigo a batir para una amplísima e inverosímil coalición en su contra, a la que hay que añadir su insensata manera de tratar la pandemia (o de no tratarla), por cierto que está por ver si eso acabará por tener coste electoral en otras latitudes. Por curioso que pueda parecer ha perdido Trump, pero han ganado los republicanos, ha ganado Biden, pero no lo ha hecho el partido demócrata, una organización que se ha descrito como “un conjunto de bandas de enemigos naturales en precario estado de simbiosis”, y, desde luego, no ha habido nada parecido a una marea azul. Si Trump acaba saliendo de la Casa Blanca por su propio píe, tendrá un gigantesco número de seguidores, y es probable que actúe como una apisonadora contra los republicanos, algunos votantes de Biden, que no se le han sometido. Da la impresión de que va a ser una historia que podría haber escrito Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí», solo que el cuento no parece que vaya a ser nada breve en esta ocasión, porque puede haber mucho Trump y para muy largo rato.

Publicado en Disidentia el 14 de noviembre de 2020 https://disidentia.com/trump-y-los-cisnes-negros/

Loa de un gobierno optimista


No sé si es verdad que cada país tiene el gobierno que merece, pero estoy casi del todo seguro de que no nos merecemos el nuestro. Somos un país cenizo y pesimista y no acabamos de darle gracias al cielo por habernos otorgado un gobierno tan aseado, previsor y optimista como el que nos conduce con tino en medio de las más salvajes tormentas. Pondré un par de ejemplos, porque son tales los prejuicios contra Sánchez que no vale con enunciar verdades obvias, hay que concretar:

  1. Acabamos de perder en los espacios infinitos un satélite que había costado unos 200 millones de euros, pero el ministro Duque se ha apresurado a contarnos que la misión ha sido, en realidad, un gran avance de la ciencia española, como se verá a nada que se piense: ¿qué son 200 millones en comparación con el éxito científico de ser capaces de liderar, como ahora se dice, un proyecto espacial de tal envergadura y llevarlo a cabo con éxito? Nada y menos que nada, además lo mismo acabamos encontrando el satélite en algún recóndito lugar, y, por si fuera poco, nos hemos ahorrado el seguro que supondría un pico. A ver si aprendemos de una vez: lo importante es hacer el satélite, que ruede por arriba es cosa de chichinabo y además el cohete se les ha caído a los franceses, y no me gusta señalar.
  • No tenemos vacunas contra la COVID19, pero ya tenemos plan de vacunación, hemos ganado incluso a los alemanes que en esto han estado un poco lentos, la verdad. Una muestra más de que, como dijo Pedro Sánchez, “hemos vencido al virus” y, además, “hemos salido más fuertes”. Con este optimismo y esta capacidad de anticipación, que nadie osaría negar, no me extraña que la jefe de gobierno de Nueva Zelanda haya considerado a Sánchez como una auténtica figura de la gobernanza, un líder casi tan cósmico como Zapatero le parecía a la ministra Pajín, aquella que dijo que “el próximo acontecimiento histórico en el planeta será la coincidencia de Zapatero en la UE y Obama”. Tengo que leer las memorias de Obama, seguro que lo recuerda.

A veces, hay que reconocerlo, el Gobierno se pasa un poco con el optimismo, pero no es por mala idea, es su natural. Fíjense, por ejemplo, en su generosa manera de valorar los votos que recibe para los presupuestos más optimistas de la historia. Los apoya Bildu, y enseguida saben ver un giro constitucionalista en estos chicos con tan mala fama. Se hace una ley de educación en la que está previsto que no se agobie a nadie con exigencias fuera de lugar, y el presidente augura un gran porvenir para la ciencia, la libertad y el espíritu crítico, es decir que mira con luces largas y no con la miopía de los que no ven nada más que negros porvenires. Aquí vamos a llegar a la sociedad del conocimiento sin suspensos, seguro que van a empezar a venir de la China a copiarnos el método.

A veces parece que Sánchez o alguien del Gobierno miente, no es así, es solo el efecto que produce su optimismo al darnos por adelantado las mejores noticias, aunque todavía no se hayan producido. Ejemplo, nos dijeron que las mascarillas no valían para nada, pero es que estaban esperando a tenerlas, y no querían que nos pusiéramos nerviosos. Otro: mucha gente pudo pensar que Ábalos mentía cuando, negó haber recibido a la venezolana Delcy, en compañía de su guardaespaldas, pero, como acaba de sentenciar un juez, solo se encontró de casualidad con ella y la ayudó a llevar caballerosamente sus cuarenta maletas, y no en Barajas, sino siempre fuera del territorio nacional. La aparente mentira fue solo para convencernos de que no hay que ser malpensados, véase como al fin ha quedado todo aclarado.

Una duda que tengo es la de si todo el gobierno es igual de optimista o si Sánchez es algo más optimista que la parte contratante de la segunda parte, es decir que el vicepresidente Iglesias. Reconozcan que no es fácil decidir un asunto tan espinoso. Yo creo que lo que pasa es que Sánchez es un poco más tímido y educado que Iglesias, sin que eso quiera decir que Iglesias no sea persona ilustrada y respetuosa, en absoluto. Para poner ejemplos del optimismo de Iglesias no sabría por dónde empezar, tal vez su palabra de que arreglaría de inmediato el desastre heredado de las residencias de ancianos, reconocerán que no estuvo mal la promesa, y no vamos a ponernos ahora a examinar con cicatería si lo consiguió o no. Iglesias tiene además la virtud de aplicarse de inmediato las ideas que proclama, de ser ejemplar, en suma. Se ha propuesto empoderar a las mujeres, creo que se dice así, y ha empezado por las suyas, no ha tenido el menor temor a colocar a la madre de sus hijos de Ministra de Igualdad, lo que tiene su cosa. En cuanto a proteger a la infancia y la juventud, ya se ve que no se para en discriminar edades, ahí queda su ejemplo protegiendo a una joven colaboradora marroquí para que no tuviera que ver las fotos que ella misma se había hecho.

Volvamos al optimismo, no nos desviemos del asunto.  La vicepresidenta Calvo, por ejemplo, que fue capaz de plantarse en el Vaticano y contar luego con todo detalle lo que había hablado con el cardenal de la cosa, convencida como estaba de que ya lo tenía de su parte: aquí se une el optimismo a la veracidad, doble virtud. O sus optimistas advertencias a la oposición asilvestrada negando que sea momento de enfrentamientos, porque hay que salvar vidas, no se olvide que Sánchez estimó en cuatrocientas mil las salvadas durante el período de encierro y alocuciones, de modo que es lástima que estemos a la cabeza en número de fallecidos por habitante, pero el Gobierno ha hecho mucho levantándonos el ánimo y aplaudiendo su entrega y dedicación sin ninguna falsa modestia.

En el Gobierno hay, sin embargo, un elemento que no es ejemplar en esto del optimismo, claro que no se sienta a la enorme mesa del Consejo de Ministros, es un cargo menor, pero significativo. Me refiero, lo habrán adivinado, al señor Tezanos que es el que se encarga de las encuestas y que no acaba de ver con claridad cómo crece el prestigio y la admiración de todos frente a un Gobierno tan optimista y benéfico. Le pone buenas notas, hasta ahí podíamos llegar, pero no acaba de detectar el entusiasmo popular que provocan las medidas del gobierno en medio de tantas desgracias, detecta que el PSOE va a más, pero no acaba de darnos la gran noticia que se merece un gobierno tan positivo y bienaventurado como el de Sánchez.

Sánchez es un presidente ejemplar, siempre da la cara, va con la verdad por delante, a veces matizada de manera leve por su incorregible optimismo, pero tratando siempre de ayudarnos a llevar la pesada carga de una crisis enorme que él nos enseña a ver como una oportunidad.  ¿Se puede pedir más? En una de sus biografías se le presenta como epítome de la resistencia, la constancia y la más noble y desinteresada ambición. Tenemos mucho que aprender de su optimismo y es seguro que lo echaremos en falta cuando nos falte, aunque puede que eso no pase nunca, no si de él depende. https://disidentia.com/loa-de-un-gobierno-optimista/