Paradojas de la mediocridad

David Jiménez cuenta en su libro, El Director, que explica bastantes cosas sobre la baja calidad intelectual y moral del periodismo español más reciente, que Rodríguez Zapatero le respondió con una réplica  ingeniosa a su alegato sobre “El triunfo de los mediocres”, un texto digital del autor que había circulado con gran éxito atribuido a toda clase de plumas, desde Forges a Vargas Llosa. Jiménez, que en ese momento era director del El Mundo, había escrito cosas tan puestas en razón como las siguientes: “Mediocre es un país donde sus habitantes pasan una media de 134 minutos al día frente a un televisor que muestra principalmente basura. Mediocre es un país que en toda la democracia no ha dado un presidente que hablara inglés o tuviera mínimos conocimientos sobre política internacional. Mediocre es el único país del mundo que, en su sectarismo rancio, ha conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas del terrorismo. Mediocre es un país que ha reformado su sistema educativo trece veces en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo desarrollado. Mediocre es un país que no tiene una sola universidad entre las 150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a exiliarse para sobrevivir”, pero Rodríguez Zapatero le espetó la siguiente pregunta “¿y si es verdad que solo triunfan los mediocres, me puedes explicar cómo has llegado tu a ser director de tu periódico”. 

El reparo de Zapatero era bueno, pero no invalida el juicio de Jiménez, entre otras cosas porque el periodista le podría haber contestado al político que el mejor modo de contrastar la pertinencia del argumento no era su caso sino el del propio Zapatero, pero no debió hacerlo, puesto que no queda constancia del lance. Sin embargo, la objeción zapateril puede servir, por debajo de su forma lógica, para soportar un sólido alegato moral. Me explicaré con una escena histórica. Ramón y Cajal, que podría ser considerado cualquier cosa menos mediocre, cuenta que eran muchos los compañeros de su facultad en Madrid que le impulsaban a que tomara partido contra un catedrático cuyo prestigio social era bastante inmerecido, un caso nada extraño, por cierto, pero don Santiago se negaba a perder el tiempo con aquellas campañas, por justificadas que estuviesen, porque tenía que concentrarse en lo suyo, y su trabajo absorbente y constante fue la manera ejemplar en que se distanció de la mediocridad reinante de manera radical. Hoy día don Santiago es reconocido en el mundo entero mientras nadie, ni siquiera la mayoría de los especialistas en historia de la medicina, recuerdan el nombre del fantoche que excitaba los ímpetus críticos de sus colegas, y, por cierto, tampoco de ninguno de los nombres de aquellos debeladores de la mediocridad.

Es probable que seamos más mediocres de lo que nos gustaría reconocer, pero nada se cura con solo repetirlo porque eso no nos libra del mal: el único remedio es el don Santiago, trabajar sin parar, atreverse a ser excepcional sin perder tiempo pretendiendo lograrlo señalando con el dedo a los que entendemos que son peores que nosotros.

Me parece que esta reflexión tiene una aplicación inmediata a la política, un campo en el que tantos se afanan para mostrar lo malos que son sus rivales, dando por hecho que esa capacidad de denuncia los convierte a ellos en admirables. Es más, muchos llegan a pensar que sus malos resultados se deben a que no han atizado con la debida saña a los demás. Como en esto no andamos faltos de maestros, esos mismos ayatolas se dedican a recordar una y otra vez a los demás lo flojos que son en la denuncia de los males de la patria, y con eso se labran su fama la amplísima cofradía de insultadores con tribuna.

Un caso parecido al alanceo de mediocres se encuentra en la adopción súbita de un tono moderado. Aprender a colocarse en el lado correcto de la historia es una disciplina sencilla, basta con recordar que la mayoría carece de memoria suficiente, y así hemos podido ver al Iglesias más oportunista dando lecciones de moderación a derecha e izquierda, haciendo, de paso, un gran favor a la causa de Sánchez, lo único que parecía importarle en ese momento. 

Son muchos los observadores que tienden a exasperarse con los recientes resultados electorales de España, sea porque consideran que son mediocres, y es verosímil que lo sean, están en la línea de la mayoría de las últimas trece convocatorias, sea porque los españoles no se han dignado dar la mayoría a los que se la concederían a sí mismos sin molestarse en contar. Mejor harían, unos y otros, en tener un espíritu crítico capaz de dejar de ver los defectos ajenos y fijarse en los propios, y, sobre todo, mejor nos irá a todos si en lugar de criticar las respuestas de los electores nos esmerásemos en mejorar las propuestas de los partidos.

Los partidos tienden a tratar a sus electores no como ciudadanos capaces de discernir, sino como clientes entregados a una marca. Los partidos siguen pensando no en que los electores voten a X sino en que sean de X y por eso han vertido tantos ardores en la defensa de lo que llaman voto útil, en reclamar el voto en lugar de ganarlo.

He citado repetidas veces una sentencia sutil de Bertrand Russell, un tipo muy poco convencional, que decía que en una democracia los elegidos nunca pueden ser peores que sus electores pues si lo fuesen, entonces, por reductio ad absurdum, los electores serían todavía peores al haberlos elegido. Basta, pues, de criticar a los electores mediocres por votar como lo hacen, y trabajemos unos y otros porque no tarde en llegar el momento en que las elecciones sirvan para algo más que para repartir la tarta, aunque por supuesto hacerlo de manera pacífica sea bastante mejor que a tiro limpio, es decir que empiecen a servir para que electores y elegidos abandonen la rutina de las consignas y los sobreentendidos y se decidan a hablar y a debatir sobre problemas reales y no sobre fantasmas, sobre esperanzas razonables y no sobre miedos infundados.

Esta recomendación creo que vale para todo el mundo, pero es muy aplicable, en especial, a lo que entendemos por derechas que empiezan a ser harto proclives a calificar a sus competidores de mediocres, cobardes, tránsfugas o veletas, en lugar de ejercitarse en desvelar los mitos políticos que les condenan a perder las elecciones incluso cuando la sociedad española empieza a despertarse, poco a poco, por supuesto, del sueño paternalista y socialdemócrata para darse cuenta de que no es verdad que por el mar corran las libres y por el monte las sardinas, como rezaba la letra irónica y sabia de la vieja canción infantil. Los españoles podemos ser mediocres, pero no del todo gilipollas, y hace falta que nuestros líderes se empeñen en emular a Ramón y Cajal en lugar de pasarse tanto tiempo viendo “Supercagantes”, “Gran Cuñado 7”, “Juego de cromos”, o cualquiera de esos programas que tanto hacen por embotar la sensibilidad y entorpecer las meninges del personal desde las teles protegidas por los gobiernos para que nada se desmande en su granja, para acrecentar esa mediocridad inducida que les trae tan pingües rentas.

Publicado en Disidentia el 4 de mayo de 2019

La derecha al pairo

Las elecciones recientes han colocado a los partidos que de manera convencional se consideran de centro y de derecha en una situación que no parece estable, que, en cualquier caso, no sería inteligente mantener. El resultado electoral ha sido muy frustrante para el PP, que a buen seguro no esperaba nada parecido. Desde 1996, el PP ha venido disfrutando de una mayoría cómoda, con claras opciones de vencer al PSOE (lo hizo en cinco de las ocho convocatorias que ha habido), pero su deterioro electoral, que comenzó en 2011, se ha acelerado de tal manera que ha perdido casi la mitad de los votos obtenidos en 2016, cuando ya se encontraba en una situación muy comprometida. En esa fecha, como en 2015, cuando su descenso fue más brusco, el alivio llegó de la mano del desastre del PSOE, que ahora parece haber recuperado el resuello, pero sin exagerar, porque solo ha conseguido superar el porcentaje desastroso de las dos últimas elecciones, con el tercer peor resultado de su historia.

El escenario para el centro y la derecha aparece mucho más complicado que el de la izquierda donde el PSOE ha domesticado a un Podemos bastante más bisoño de lo que aparentaba. Para el PP, en particular, el panorama es harto complicado, pero debería aspirar a recuperar la hegemonía perdida, como lo ha hecho el PSOE. No será fácil, pero no es imposible. El PP tiene los mismos defectos que los demás partidos, pero los ha exagerado con un exceso de confianza en sus posibilidades y tiene que encontrar solución a su problema mediante un análisis crítico muy exigente, porque sus dolencias no son de las que se pasan con la primavera.

Que el rajoyismo es el culpable del 99% de su descalabro solo se puede ignorar si se atiende al erróneo intento de Casado de recuperar, de algún modo, una figura política que ha sido letal para el partido. Al hacerlo, Casado ha continuado, de forma inconsciente, uno de los hábitos peores del rajoyismo, la negación de la realidad, la confianza ciega en que los españoles estaban tan contentos con el PP como lo estaban, sin excepción, los miembros de sus numerosas e irrelevantes ejecutivas, más empleados de cierto postín que políticos en activo. La manera en que Casado ha manejado las listas, por ejemplo, le ha supuesto un fardo adicional a la insoportable carga heredada.

Casado debe enfrentarse ahora a una situación extremadamente difícil y, si no acierta a manejarla, pasará a la historia como un paréntesis doloroso. Su empleo del argumento del voto útil está a punto de volverse en su contra, además de no haberle servido para nada.  Sin embargo, Casado y el PP tienen la obligación de recuperar el espacio dividido y solo lo podrán hacer si aciertan a diagnosticar cuál es la clave de que casi siete millones de españoles que votaron en 2011 al PP hayan dejado de hacerlo. Casado ha acertado al decir que hay que reconstruir el partido piedra a piedra, y eso exige encontrar unos cimientos muy firmes y seguros.

Hay dos actitudes muy de fondo que, en mi opinión, han deteriorado la credibilidad del partido, porque el desenganche de sus votantes tiene un componente mucho más sentimental que político, y por eso han resultado irrelevantes, y seguirán siéndolo, los amagos de cambiar de orientación. La inmensa mayoría de los votantes del PP le han negado su voto no porque lo vean más a la derecha o menos, sino porque han llegado a verlo como una organización que ha ido a lo suyo, más como un sindicato de beneficiados que como un órgano de representación y participación de los ciudadanos que prefieren asumir la responsabilidad de sus vidas a depender de la supuesta benevolencia de los políticos. El PP no volverá a ser lo que pudo haber sido hasta que no comprenda que tiene que llegar a ser un partido distinto, un objetivo en el que no le costará demasiado sacar ventaja a sus rivales que practican formas más o menos disimuladas de cesarismo.

El segundo error de fondo del PP tiene que ver con la forma que ha adquirido su belicosidad, en parte por una contaminación absurda de la izquierda. La izquierda puede vivir de la crítica, pero la derecha tendría que aprender a vivir de la esperanza que susciten unas propuestas bien arraigadas en la experiencia y expectativas de los electores. El PP no puede aspirar a ganar diciendo lo malvados que son sus adversarios, sino convenciendo de que sus propuestas, y sus prácticas, son mejores que las ajenas. Los españoles no creen que Sánchez sea un genio, ni siquiera del mal, y no entienden que el PP haya entrado en campaña con el ceño del que ha perdido y con el único objetivo de derrotar a Sánchez. El fútbol de ataque no tiene que ser leñero, sino alegre, creativo, corajudo y tenaz, aunque no siempre lleve al triunfo, porque alguna vez tienen que ganar los demás, y los socialistas estaban esperando su turno. Los electores no han creído que Sánchez sea un tipo peligroso para España: ven que los rebeldes están siendo juzgados, y saben que el PSOE nunca será nada sin los votos catalanes, así que es el más interesado en que no haya ninguna ruptura de España, que, además, es imposible, no se ha conseguido ni con Rajoy. El intento de apropiarse de la Constitución ha sido otro error de bulto que no da ni medio voto, además de ser un cordón sanitario al revés. No hay que imitar todos los errores de Ciudadanos.

Rajoy confundió el deseo de calma de los españoles, que no quieren que los políticos les compliquen la vida ni los lleven a profundizar en querellas más o menos absurdas, con una pasividad suicida, porque tampoco quieren que los políticos se achanten cuando cualquiera se burle de la ley y las instituciones y desprecie, con ello, la voluntad de concordia de la mejor España de los últimos siglos. El PP no ha sabido disculparse de errores tan burdos y ha confiado sin motivo alguno en que le perdonarían tamaños deslices, es evidente que no ha sido así.

El porvenir del centroderecha no depende ahora solo del PP, pero el PP puede seguir siendo decisivo para determinarlo, porque solo ese partido ha mostrado en sus mejores momentos un valor político indiscutible para ser alternativa de Gobierno. Tiene que disculparse con los que le han abandonado, y detectar con claridad cuáles han sido los motivos que les han llevado a hacerlo, pero, hasta ahora, ha dado la impresión de empecinarse en confundir los efectos, la ruptura de la unidad, con las causas que la han hecho posible, y se ha dedicado a reñir a los electores en lugar de ser humilde, aprender la lección y empezar de nuevo a ganarse el afecto de tantos millones de españoles que otras veces han confiado en él. No es un problema de estética, o de estar más o menos a la derecha o hacia el centro. En la medida en que asuma como única orientación esas coordenadas, volverá a dar la sensación de querer por encima de todo el voto, de un oportunismo sin corazón y con poca cabeza, de querer servirse de los electores en lugar de ponerse a su servicio.

El PP tendría que dejar de hablar de una España en riesgo de romperse, para hablar de la España admirable que se resiste a fracasar, y que no quiere ser una España de privilegios y desigualdades, sino competitiva y abierta. Tiene que hablar de reconciliación y de concordia, mostrar que no hace falta azuzar el descontento de unos y de otros, el desequilibrio y la inestabilidad territorial que perjudica a todos, y que el PP no quiere sacar gasolina de esa manera, que no quiere emular el tremendismo que siempre utiliza la izquierda. El PP tiene que dejar de ser el mensajero del miedo y convertirse en una opción prometedora, tiene que volver a pedir el voto por razones positivas, como se hizo en 1996, y no por miedos o supuestas utilidades, convenciendo a los españoles de que habría que votar al PP aunque el PSOE fuese bueno, por la sencilla razón de que se tienen mejores  propuestas  para la España de la tercera década del XXI, en una Europa decaída y en un mundo muy distinto, y que esas son las ideas más atractivas, las que pueden volver a poner en píe a un país más libre, próspero, solidario y orgulloso de sí mismo.

Si el PP sabe convertirse en el partido de las libertades, de la creencia en que todos tenemos derecho a vivir conforme a nuestras creencias y opciones, el partido al que votan los que creen más en sí mismos que en las decisiones que sobre ellos puedan tomar otros, recuperará su espacio y volverá a estar en condiciones de ganar.

Mientras persista la sensación de que el PP está molesto porque le han robado la cartera, y no asome su voluntad de construir y de hacer una política de crecimiento, concordia y bienestar para todos, el PP será rehén de sus dos laterales. Pero para conseguir todo eso, el PP tiene que volver a ser lo que dejó de ser bajo la batuta de Rajoy, la casa común de conservadores y liberales, el partido en el que puedan debatir y acordar las mejores políticas, es decir una fuerza que no se empeñe en ser una derecha sin complejos, por emplear la manida expresión, sino una derecha con ideas, muy pegada a la realidad, con una vocación mayoritaria, un partido de patriotas honrados sin nacionalismos de gutapercha, capaz de proponer políticas equilibradas e inteligentes, de suscitar de nuevo adhesiones y esperanzas. Solo así dejará de ser percibido como una incómoda camisa de fuerza que se quiere imponer sin demasiadas razones, y solo entonces la izquierda dejará de tener pase de cortesía para ganar las elecciones sin mayor esfuerzo.

Publicado en El Español el 3 de mayo de 2019

Malos y mejores

El Marqués de Tamarón me ha hecho el honor de incluirme en una selección de amigos a los que pedía responder a una cuestión difícil: qué autores consideraban sobrevalorados y cuáles contaban, por el contrario, con una estimación por debajo de su valía. Me lo pensé bastante antes de contestar, porque no es nada fácil defender un criterio que esté, como ha de ser dada la pregunta, contra los cannes mayoritarios. Como tengo algo de iconoclasta, hice una lista bastante amplia y luego fui escogiendo lo que me parecía menos personal, lo que creí podría fundarse en criterios fáciles de compartir, lo que seguramente iba un poco en contra de la intención, pero es lo que hice.

Pueden ver las distintas respuestas aquí, para mi sorpresa, no sé si fundada, había bastantes coincidencias.

Por una política más reflexiva y autocrítica

 

Las razones de la crisis profunda en que se encuentra la política española no deben buscarse tanto en el duro ajuste económico del 2008, como en el año 2004. Un atentado salvaje que condicionó fuertemente las elecciones inmediatas no podía dejarlo todo igual, y, en cualquier caso, lo que ha venido después no ha sabido estabilizar la situación de una manera razonable. El PP de Rajoy intentó encontrar un camino original, trató de camuflarse para hacerse aceptable por la izquierda que estuvo a punto de identificar al PP de Aznar como la negación de la democracia, pero equivocó el diagnóstico y el tratamiento, pese a que los disparates previos de Zapatero le habían dado una oportunidad histórica bastante obvia. Al encomendarse a una especie de tecnocracia sin el menor aliento político, Rajoy permitió que el PP se desangrara, lentamente al principio, a borbotones después, por el centro y por la derecha. El PSOE no ha salido mejor parado en estos 15 años, pero recuperó la Moncloa con una fórmula excepcional y acaba de convocar las elecciones más inciertas desde 1977 al no poder mantenerse en el Gobierno.

Ahora,  muchos pronósticos coinciden en que podría pasar con las elecciones del 28 de abril lo que ocurrió con las dos anteriores: que no se obtenga una fórmula parlamentaria estable. Es, en todo caso, llamativo que ante una situación tan comprometida las fuerzas políticas principales, que siguen siendo el PP y el PSOE, sean tan incapaces de autocrítica y se arriesguen a un agravamiento del cainismo que, en esta ocasión, está exacerbado, además, por sus discrepancias en el tratamiento de la amenaza más grave sostenida y difícil al orden constitucional.

Todo parece indicar que la lucha electoral va a ser, una vez más, a cara de perro, solo que los canes contendientes ya no son solo dos y, además, hay fieras deseosas de sacar tajada de esa destructiva bronca política, y perdóneseme la metáfora porque, desgraciadamente para la mayoría de los españoles, es bastante adecuada. En un momento en el que la inmensa mayoría de los ciudadanos querría que los políticos permaneciesen unidos en cuestiones muy básicas, como la unidad nacional y la igualdad esencial de todos los españoles, los partidos van a disputarse la mayoría olvidándose de que, antes que sus intereses, debiera estar el de todos, el destino común. Ni PSOE ni PP debieran ignorar que su agresividad tiene que encontrar un límite en el pacto histórico que los dos grandes bloques políticos pusieron en píe hace cuatro décadas, aunque el PSOE haya sido el primero en ponerlo en riesgo gracias a las intuiciones republicanistas de Zapatero.

Como acaba de demostrar el discurso de Junqueras frente al Tribunal Supremo, los políticos suelen resistirse a aceptar la realidad, y lo hacen porque la realidad no es obediente a sus deseos.  La férrea determinación en imponer sus ideas facilita que sean cínicos con sus errores, y los lleva a apartarse del sentir común que, aunque esté ideologizado y sea diverso, nunca es tan extremado.   Los partidos se convierten en problema en lugar de ser parte de la solución cuando fuerzan sus análisis tratando de primar las emociones sobre la razón, las imágenes sobre las cosas. El PSOE, por ejemplo, se empeña en mostrar las ventajas de un diálogo ahora imposible con los supremacistas catalanes que no saben cómo abandonar un proyecto tan quimérico como peligroso, y Pedro Sánchez ha tratado de ocultar esa sumisión vergonzosa como si fuera precio que habría que pagar para imponer sus políticas sociales, cuando la mayoría de los ciudadanos ya están al cabo de la calle de que, además de su nula eficacia para combatir la desigualdad, sus bolsillos las pagan muy caras, y de ahí la pérdida del predominio sociológico, que no del cultural, de las opciones de izquierda. El PP, por su parte, habla ahora de Cataluña como si Rajoy no hubiera consentido dos referéndums ilegales sin atreverse a hacer nada para interrumpir el amable diálogo de la vicepresidenta con Junqueras, mientras que pregona la vuelta de un PP auténtico que, de momento, no tiene otra cara que una serie de ocurrencias sueltas al ritmo del entusiasmado activismo de Casado.

Los líderes de los grandes partidos son ahora mismo muy jóvenes, y eso podría ser una gran ventaja, pero si en su política del día a día se esfuerzan por ser adanistas, por actuar como si el pasado no existiera, y no tratan de corregir los errores que han llevado a sus partidos a perder gran parte de sus electores, será bastante inútil el esfuerzo que hagan por recuperar las adhesiones perdidas.

Hay quienes piensan que la llamada crisis del bipartidismo podría ser una estupenda solución, aunque nunca se explique con demasiada claridad qué es exactamente lo que resolvería, pero parece más lógico caer en la cuenta de que, puesto que las sociedades están casi universalmente divididas en dos grandes tendencias, cuando un sistema como el español, diseñado específicamente para favorecer a dos grandes partidos, se fragmenta, es muy extraño ver en eso otra cosa que la consecuencia de políticas mal pensadas, equívocas, inadecuadas, en suma, irresponsables.  Cualquiera que no viva de la fidelidad a los aparatos comprenderá que es bastante loco imaginar que la profunda decepción de los electores se arregle a base de consignas, de activismo y de cambios de look,  o de repetir tontadas como la de suponer, es un hallazgo de Sánchez, que los separatistas y las derechas son la misma cosa porque se oponen a sus devaneos de audaz resistente.

España necesita ahora de grandes políticos, y estos no pueden existir sin grandes ideas, sin mucha reflexión y sin autocrítica, por más que los partidos se resistan a ello por temor a perder posiciones, pero negarlo es como oponerse a que anochezca, y ahí están los resultados que se pronostican para PSOE y PP, casi a la mitad de lo que tuvieron en momentos mejores. Convertir la unidad de España, que está garantizada por la Constitución, la ley y las instituciones del Estado, en una disputa política puede ser una forma indecorosa de mostrar que no se tiene otra cosa que ofrecer, al tiempo que seguir amenazando con la llegada de la derecha al poder es de una pereza mental y una desvergüenza insoportable.

Lo vio muy claro Duverger hace ya setenta años, los partidos son la única garantía de la libertad política, pero cuando no hacen bien su trabajo se convierten en un factor de estancamiento, y eso es lo que sucede cuando se dejan revestir de un dogmatismo casi religioso que les impide renovarse y atender con seriedad a las demandas de una sociedad tan compleja y cambiante como, por fortuna, es la española de 2019.

Puede ser excesivamente optimista suponer que las próximas elecciones las ganará con suficiencia el partido que mejor corrija los errores que lo han llevado a perder el apoyo mayoritario. Pero si tanto el PSOE como el PP siguen forzando un enfrentamiento radical, creyendo que eso es lo que los españoles desean, cada vez serán más los que miren para otra parte o se queden en su casa.  En su lucha fratricida, cada uno de ellos ha ayudado sin disimulo a las formaciones que han surgido de explotar las debilidades del otro, olvidando los riesgos que el extremismo siempre trae consigo.

En un momento crucial para el porvenir de España, los líderes debieran dar la talla sin entregarse a las estrategias de distracción mediante un enfrentamiento hiperbólico, tendrían que olvidar el miedo y abrir paso a la esperanza para que los españoles puedan rehacer su aprecio a la libertad y a la democracia, un sentimiento que no da la impresión de pasar por su momento más brillante.

 

Publicado en El Español, 23 de febrero de 2019

En recuerdo de Carlos Mellizo, (Madrid 2 de octubre de 1942- Laramie (Wyoming, EEUU) 12 de febrero de 2019)

Reproduzco la necrológica que aparece en el ABC de  20 de febrero de 2019

UN ACADÉMICO EJEMPLAR

 

Carlos era Profesor Emérito Distinguido de Filosofía en la Universidad de Wyoming, donde también enseño Literatura Española desde 1968. Sus trabajos de investigación se han centrado en la filosofía española del Renacimiento, el ensayo contemporáneo y el utilitarismo británico. Madrileño del barrio de Salamanca, tras doctorarse en la Complutense se fue a Inglaterra y luego a Estados Unidos. Allí se casó con Esther Vialpando, una norteamericana de origen español, con la que ha tenido cuatro hijos y siete nietos.

Carlos fue, además de un académico ejemplar, una persona muy creativa, un artista vocacional que volcaba su espíritu tocando con enorme gracia el piano o dibujando unos estupendos retratos de los más diversos personajes. De carácter muy jovial, convirtió su hogar americano en posada de españoles, porque se empeñó en que en Laramie hubiese casi todos los veranos un foco de promoción de nuestra cultura, una labor por la que se le otorgó la Cruz de Isabel la Católica. La primera vez que me encontré con él en Wyoming, tras años sin vernos, me sorprendió su capacidad para ser, a la vez, el norteamericano en que se había convertido y el español que nunca dejó de ser. Yo recordaba a un joven inusualmente elegante, y me encontré con un profesor en pantalón corto y que llevaba la raqueta de tenis, en armoniosa compañía con sus libros.

Carlos era de una modestia bastante inusual, era la persona que menos importancia se daba del mundo, y creo que esa cualidad le permitió dedicarse a o que realmente le gustaba, sin la menor preocupación por quedar bien, o alcanzar esos reconocimientos sin los que tantos no saben vivir. Él conocía como nadie el pensamiento inglés y sus traducciones y estudios en ese campo le han granjeado una autoridad indiscutible. Una brillante lista de autores de importancia, como David Hume, John Stuart Mill, John Locke, Edmund Burke, George Berkeley, Thomas Reid, Thomas Hobbes, o Veblen, le deben una presencia muy aseada en nuestra lengua.

Carlos publicó varios libros de ficción, escribía casi sin parar, cuentos, novelas, ensayo y poesía, lo consideraba un lujo y una necesidad, y lo hacía para aprender, no para impresionar a nadie, con una sencillez admirable, con esa humildad profunda del que sabe que de las muy variadas formas de la necedad la más imperdonable es la pretenciosa. Espero no olvidar nunca su sonrisa, su buen humor, su inteligencia y su bondad.

José Luis González Quirós

Elecciones, entre la oportunidad de cambio y el escamoteo

En la vida común advertimos con prontitud que una elección entre términos equívocos es un fraude, pero en la vida política tardamos en advertir el coeficiente de engaño que conllevan las formas en que se nos plantean las alternativas. La razón está, sin duda, en que los partidos políticos gustan de un juego con cartas marcadas, un sufragio que acrezca su poder, aunque resulte, desde el principio o a la postre, en un perjuicio para los intereses generales. Nos guste o no, los partidos son, a la vez, una condición esencial de la democracia, por ser los únicos que garantizan una alternativa viable a un sistema autoritario, y un serio obstáculo a su avance, por lo frecuentemente que acaban imponiendo sus intereses corporativos a los de la Nación.

La forma más corriente que adopta ese juego trucado es la ocultación de información relevante, el éxito de los trucos verbales que serían absolutamente insoportables en cualquier discusión inteligente y que frecuentemente acaban por monopolizar el debate electoral. Que la razón se someta a las pasiones es extremadamente corriente, pero es un método suicida cuando esa tiranía afecta a cuestiones en las que un conocimiento de los problemas y las soluciones certeras resultan indispensables. El ingeniero Morandi hizo un bellísimo puente en Génova, pero los muertos a causa de su hundimiento no hallarán consuelo alguno en la belleza del diseño. No es que la política se pueda reducir a tecnocracia, es justo lo contrario, que la tecnocracia solo puede sepultar a la política cuando se apoya en burdos trampantojos sentimentales.

El presidente del gobierno español ha convocado ayer mismo unas elecciones generales justo para un mes antes de otras (municipales, regionales y europeas) igualmente generales. Sus intereses personales (y no sé si los de su partido) se han pasado por la entrepierna el ahorro de unos centenares de millones de euros que hubiese supuesto una convocatoria en la misma fecha, pero quien ha sido capaz de usar un avión oficial para ir a un concierto pop ¿cómo no han de gastarse unos dineros de nada tratando de sacar algún escaño de propina?

Sánchez ha convocado unas elecciones porque le conviene personalmente, pero, conocedor de su oficio, las atribuye a una conjura de los necios, una inverosímil suma de intereses entre separatistas y partidos de centro derecha. Ha seguido al píe de la letra el consejo de Goebbels para convertir una mentira en verdad.

¿Caerán los partidos de la oposición, los culpables de Sánchez, en el juego trucado, o tratarán de que los ciudadanos comprendan de una buena vez la situación en que nos encontramos, y los rasgos que la definen, para poder decidir en consecuencia? Si ahora mismo se enumeran los términos en que se centra el debate, se verá que hay interés en que apostemos en una especie de trile para decidir si el garbanzo escondido entroniza a Sánchez, a Rivera o a Casado, pero apenas se habla de lo que realmente nos ocurre: de cómo nos aproximamos a una nueva crisis económica con una deuda pública imposible, de cómo las políticas públicas en las que se invierten miles de millones de euros cada mes no contribuyen a reducir las desigualdades sociales, no sirven para combatir o atenuar la despoblación sangrante de una gran parte del territorio nacional, no hacen nada para que tengamos una universidad a la altura de nuestras posibilidades o para que los investigadores puedan aportar su esfuerzo a la mejora común, y, por supuesto, no saben ayudar en nada a la gente joven que se enfrenta a largos años de vida sin empleo, sin vivienda y sin familia en un país cuya población envejece de manera alarmante. Y todo ello mientras seguimos teniendo en Extremadura, en Asturias, en Castilla y hasta en Cataluña, unos ferrocarriles absolutamente indignos porque no requieren las archimillonarias inversiones de que gustan los mejores amigos de los políticos.

Estos problemas nada importan, al parecer no deciden el voto, y no lo hacen porque nadie explica a los españoles con claridad cuáles son los puntos en los que de verdad nos aprieta el zapato. A cambio, Sánchez promete entenderse con los que quieren seguir explotando la debilidad política de los partidos nacionales, para arrimar el ascua al ardiente supremacismo de los separatistas, mientras que los de enfrente hablan de soluciones igualmente tópicas, utópicas, ucrónicas, bastante inaplicables, porque parecen incapaces de abandonar su lengua de madera  para hablar de lo que realmente nos debiera importar y lo que piensan al respecto. No imitan tanto a Goebbels como Sánchez, pero son rehenes, quiero creer, del cínico criterio de Juncker: “los políticos creen saber lo que hay que hacer, pero no saben cómo ser elegidos si lo dicen”, es decir, que también desestiman la inteligencia de los electores.

No cabe esperar nada de Sánchez que se ha mostrado como un auténtico especialista en mantenerse en el alambre, aunque alrededor el mundo se haga trizas. El que sabe sacar colonia del orín no va a ponerse a hacer otra cosa. La pregunta es si cabe esperar que la campaña sirva para que el resto de los partidos de los que sería razonable esperar un deseo de romper el hechizo que suscitan los mantras de la izquierda más oportunista e irresponsable de nuestra reciente historia (“los beneficios sociales”, “acabar con los recortes”, “garantizar nuevos derechos”, “recuperar la memoria” y el innumerable etcétera que constituye habitualmente ese discurso) van a ser capaces de plantear algo distinto a una especie de duelo en O. K. Corral sin el menor atisbo de heroísmo ni de grandeza moral.

Pensar que una política de tremendismo verbal pueda servir para desenmascarar las políticas trapaceras es confundir la velocidad con el tocino. Los españoles ya sabemos que los políticos mienten y exageran, no es necesario esmerarse en convencernos. Lo que esperamos es una oferta que trate de garantizar la convivencia, la libertad y el progreso económico e institucional, y que sepa romper la gigantesca berrera de tópicos, basados en el enfrentamiento y en la creación y engorde de supuestos enemigos del pueblo, para ofrecer una esperanza, ya que no la certeza, de que la política pueda servir para hacer bien lo que se hace tan rematadamente mal.

Los partidos que se enfrentan a Sánchez no perderán nada moderando su discurso e invirtiendo energías en alumbrar verdades que están pudorosamente ocultas. La moderación es algo que atañe al lenguaje, y que busca centrar la atención en lo que se dice, no en quién vocifera, porque es la única manera de transmitir la convicción de que merece la pena votar a quien dice verdades que escasean y a quien intenta que realmente cambien las cosas porque sabe que son muchos los españoles hartos de que siempre se haga la misma política y de que los cambios solo sirvan para que todo siga igual, como da la sensación de que puede estar pasando ya en Andalucía.

En realidad, el colmo del escamoteo estaría en que Sánchez, cuya aventura fue motejada por muchos de los suyos como gobierno Frankenstein, pudiese aparecer como una especie de estadista frente a incompetentes y vociferantes, esa puede ser una de las claves de la presente convocatoria, sin duda la más personal y equívoca de las que se han producido desde 1977.