Una nueva querella contra Bono por cohecho continuado



El pasado 9 de febrero, la asociación Justitia et Veritas presentó ante el Tribunal Supremo una querella contra José Bono, Presidente del Congreso de los Diputados, por un presunto delito continuado de cohecho durante el desempeño de sus cargos como presidente de la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha, y como ministro de Defensa, así como por falsificación de documentos públicos y, presumiblemente, por delito fiscal, querella que alcanza a su esposa Ana Rodríguez Mosquera, como presunta cooperadora necesaria de los referidos delitos.
La querella es impresionante por una doble razón, por la minuciosidad de los datos que aporta y por la claridad de su argumentación jurídica que pone de manifiesto, con toda nitidez, algo que es fácil de percibir a primera vista, a saber, que resulta inexplicable el extraordinario incremento del patrimonio del citado político y que, en consecuencia, hay píe para pensar que esa habilidad para amasar una auténtica fortuna, por más que trate de ocultarse, hace pensar en que han de estar presentes en la historia de este enriquecimiento una abundancia de fuentes no conformes ni con la legalidad, ni con lo que se suele considerar una conducta decente.
La querella empieza por hacer un recuento exhaustivo de lo que se conoce públicamente como propiedad patrimonial de Bono y su familia, un conjunto de bienes que alcanza una valoración multimillonaria, enteramente fuera del alcance de las posibilidades de un político honesto que no tenga de partida, como Bono no tenía, un patrimonio de gran magnitud. El texto de la querella repasa con minuciosidad las sucesivas explicaciones y documentos que la familia Bono ha utilizado de manera oficial, conforme a lo estipulado en la legislación vigente, para dar cuenta de su situación patrimonial, poniendo de manifiesto las falsedades, ocultaciones, incoherencias y contradicciones que se encuentran tras una maraña de documentos presuntamente explicativos, que se puede pretender que confundan al lego, pero que no alcanzan a dar razón suficiente de un enriquecimiento tan obvio como sospechosamente legítimo.
El texto de la querella se detiene ante algunos hechos extraordinarios en la vida económica de Bono, como una generosa abundancia de regalos, un insólito contrato de edición por unas Memorias aún sin publicar, las sorprendentes permutas siempre beneficiosas para el patrimonio de la familia y un variopinto conjunto de circunstancias no menos sorprendentes. Todo ello habrá de ser considerado por el Supremo a la luz de la reciente sentencia, de 12 de mayo de 2010, que resolvió un recurso de casación interpuesto contra el sobreseimiento de la causa seguida contra el presidente de la Generalidad, en la que se establece que “para el cohecho pasivo impropio basta con la aceptación de un regalo entregado en consideración a la función o cargo desempeñado”.
La querella va a servir para que podamos saber si las continuas protestas de inocencia de Bono tienen alguna base o si, por el contrario, aciertan quienes sostienen que, por depurada que sea la apariencia y la técnica del enriquecimiento ilícito, su conducta ha sido delictiva. Es escandaloso que un político en activo use de su poder para obtener ventajas de las que carecen el común de los mortales, para ocultar tras una demagogia populista una continuada conducta inspirada, por encima de todo, en la toma de decisiones que conduzcan directamente al beneficio propio y al enriquecimiento familiar.

Un paraíso fiscal

Como todo el mundo sabe, son razones fundamentalmente prácticas las que explican la propensión de los llamados paraísos fiscales a establecerse en territorios insulares. Las Baleares no gozaban, hasta la fecha, de esa sospechosa fama paradisíaca, pero vistas las informaciones que está arracimado La Gaceta, pronto habrá que cambiar de idea. Baleares está siendo un paraíso fiscal para su personal judicial, una modalidad nueva de paraíso, pero una de las más seguras y, en teoría, más al abrigo de la suspicacia de las leyes, pues quienes las aplican se encargan de que nadie investigue a los fiscales y/o jueces que agreden los intereses del común, del fisco que dicen y debieran defender. Nada menos que tres fiscales de Baleares, Pedro Horrach, Juan Carrau y Adrián Salazar, son titulares de patrimonios sospechosos en la medida en que recurrieron a una conducta absolutamente impropia cual es la de consignar en documento público un valor para su predios muy por debajo de su valor de mercado. Una conducta enteramente similar ha sido uno de los motivos por los que estos mismos señores empapelaron de manera inequívoca al señor Matas que, para su desgracia, no ostentaba la condición de fiscal.

Ante la pública evidencia de estas irregularidades, un presunto delito fiscal, faltas tipificadas como graves en el estatuto profesional, el fiscal jefe de Baleares, Bartolomeu Barceló, ha tenido la ocurrencia de argumentar que no piensa llevar a cabo ningún tipo de actuación porque, a su sospechosos entender, las astucias fiscales de sus colegas constituyen únicamente “una cuestión privada y personal”. Con doctrinas como esa es como se consolida la fama paradisíaca de las Islas: basta con ser fiscal para que nadie te moleste por birlar 3.966 euros a la hacienda pública cuando te compras un ático en Palma, como hizo el fiscal jefe anticorrupción, Juan Carrau, el hombre adecuado en el lugar preciso, o por aplicar un bajonazo de apenas un millón de euros el valor declarado por un chaletito en Calviá, como hizo Adrián Salazar, fiscal antidroga.

¿Qué hará Pumpido ante un asunto tan incómodo? ¿Se consolará comprobando la fidelidad y la astucia de sus fiscales o les aplicará la ley común? Ya sabemos, por las noticias del caso Malaya, que al fiscal general le preocupa la buena fama de los fiscales, empezando por la suya propia, de manera que es muy probable que decida no ampliar el escándalo dejando que se impute a individuos tan solícitos, pero que no se confunda pensando que este caso vaya a caer pronto en el olvido, porque hay materia suficiente como para que, en algún momento, un juez decente acabe por tomar cartas en un asunto tan desagradable y que ensucia la buena fama de la justicia balear, y, más aún, después de haberse sabido, como publicó recientemente La Gaceta, que también el juez que instruyó el caso contra Matas obtuvo en el Banco una tasación que multiplicaba por dos el valor declarado de la por su casa. En interés de la justicia habría que depurar con la máxima rapidez este estatuto de exención de las obligaciones con la hacienda pública que parece afectar a un sector muy específico del personal judicial de Baleares.

¿Qué hace mientras tanto el PP balear? Nada. Afectado, al parecer, por la conducta poco ejemplar de Matas, parece estarse olvidando de que combatir la corrupción, pues no se trata de otra cosa, es una obligación inexcusable de cualquier partido que pretenda ser decente, sin miedo alguno a lo que se pueda decir, y sin olvidar que el silencio es una forma muy precisa y cobarde de complicidad.

La fiscalía y el embudo

La Fiscalía de Baleares, que ha propiciado tantas oportunidades para poner de manifiesto los supuestos escándalos y corrupciones de políticos del PP, que ha perseguido con tanto espectáculo y eficacia aparente sus cacareadas fechorías, está en manos de un personaje que no está más allá de toda sospecha, sino que todo indica que, al amparo de su posición, ha podido traspasar, hasta la fecha con total impunidad, las fronteras de la licitud y la legalidad con diversas actuaciones extremadamente discutibles, en unos casos curiosamente similares a las que han dado píe a la persecución de otros, en otros distintas pero no menos inadecuadas, y presumiblemente delictivas.
Según ha desvelado La Gaceta, no solo falseó los datos referidos a sus propiedades inmobiliarias, con la intención de pagar menos impuestos, una conducta que, si nunca es defendible, resulta gravemente escandalosa en el encargado de vigilar el cumplimiento de la ley, sino que ha hecho uso de los recursos de comunicación de que dispone como autoridad pública, para llevar a cabo actividades mercantiles que el estatuto fiscal, con perfecto sentido, considera ilícitas para sus miembros, tanto si las llevan a cabo por sí mismos o por interposición de terceras personas. No queremos negarle al señor Horrach su derecho a hacer pingües negocios en sitios de tan acrisolada legalidad y seguridad jurídica como Panamá; efectivamente, el señor Horrach tiene derecho a ser un águila comprando y vendiendo propiedades en condiciones ventajosas para su patrimonio, pero no tiene derecho alguno a hacerlo al tiempo que ejerce como fiscal anti-corrupción en Baleares, y mientras persigue con hipocresía digna de mejor causa a quienes no hacen cosas muy distintas a las que él ha hecho.
Se trata de un caso de burla de la ley absolutamente impropio en una persona especialmente obligada a la ejemplaridad y al cumplimiento escrupuloso de las leyes y de cuantas disposiciones se hayan establecido para garantizar el correcto cumplimiento de sus funciones y su absoluta imparcialidad hacia todos los ciudadanos.
Es interesante preguntarse qué piensan hacer sus superiores ante la gravedad de los hechos sacados a la luz. El Fiscal general del Estado debería tomar inmediatas cartas en el asunto para tratar de restablecer la confianza de los ciudadanos en las acciones de la fiscalía, aunque nos tememos que se pueda refugiar, como ha hecho en los numerosos casos que han afectado al señor Bono, en la curiosa disculpa de que la prosperidad personal y las riquezas no son indicio suficiente para suponer una investigación de los fiscales, curiosa no porque sea incorrecta, que no lo es, sino porque, tanto en el caso de Bono, como el del fiscal Horrach constituye una salida en falso, ya que no se sospecha de ellos por su patrimonio, sino por la inverosimilitud de lograrlo por medios lícitos, en el caso del todavía presidente del Congreso, y por las irregularidades cometidas por el fiscal balear para ahorrarse unos miles de euros, o para gestionar desde la comodidad de su cargo público diversos negocios ultramarinos en Panamá o Argentina. Las andanzas del fiscal anticorrupción constituyen actividades cuya incompatibilidad está pre­vista en la Ley 50/1981 que regula el estatuto del ministerio fiscal, y suponen una falta muy grave que puede llevar a la definitiva separación del servicio.
Por muchísimo menos que esto hay jueces y fiscales que han sido perseguidos, castigados y expulsados; si fuésemos optimistas esperaríamos que se haga justicia con este personaje, pero nos tememos que sus servicios a la causa acaben por cubrir con un manto de hipocresía sus escandalosas flaquezas.
[Editorial de La Gaceta]