Episodios Nacionales o del Rey abajo ninguno

No me gusta nada el moralismo a la violeta, la tonta idea de la regeneración, o la analogía bursatil, ¡vaya ejemplo!, de la crisis de valores: son formas de chachara insustancial y, a veces, de intención perversa.  Tal disgusto no impide subrayar cómo abundan las muestras de la espesa selva de mentiras y trampas con las que se administra la sociedad española de ahora mismo, nuestra democracia. 
Los trapicheos zarzueleros, el desastre financiero, la amenaza de ruina de ACS, ¡temblad madridistas!, el presidente del Supremo marbelleando a nuestra costa, todo configura, en fin, el aspecto de una tolerancia con la falsedad y el trinque a la que hay que poner fin. Imagino que nos ayudará la moral luterana de nuestros prestamistas, pero puede que nos hundamos hasta el fondo por el camino. Es posible que no aprendamos, ni así,  lo que realmente nos hace falta, a tragar menos con la indecencia, a dar corte a los chorizos, a ser menos sectarios, algo más valientes y menos sumisos.
Telefónica trata de despabilarse

La España disparatada


Al menos desde el Goya de los sueños de la razón existe una tradición crítica que subraya la condición disparatada de buen número de fenómenos típicos de la vida española. Tengo para mi que la razón es que España, como Italia, y a pesar de todos los pesares, es un viejo país que las ha visto de todos los colores y que está sobradamente curado de espanto como para pretender que nuestros males se arreglen conforme a alguna especie de canon; de este modo, parece que preferimos que las cosas sigan como están, por absurdas que sean, porque, nunca se sabe que ocurriría si tratásemos de conducirlas al redil de lo razonable.  No en vano uno de nuestros héroes literarios es un loco ilustre y risible que siempre acaba peor parado que el prudente Sancho, alguien que jamás se metería dónde no le llamaran  y que, además, cuando lo hace, en la Ínsula Barataria, queda curado para siempre de cualquier ambición, de la menor tentación de inmiscuirse en lo que no le importa. Lo que me parece más sorprendente es que los años de democracia no hayan mejorado apenas este aspecto de nuestra vida colectiva, de manera que seguimos tolerando disparates con tanta resignación y mansedumbre como en los mejores tiempos, como si los costos del disparate lo pagase el Rey o alguien tan exento de responsabilidades como el monarca. Nos limitamos a ser, tras treinta años de democracia formal, disciplinados espectadores de lo que otros decidan y apenas se nos alcanza que tengamos alguna vela en este entierro.
Decía Azaña que, entre españoles, la mejor manera de ocultar cualquier cosa era escribirla en un libro, pero ahora podrían ponerse ejemplos todavía más sabrosos. A propósito del 23F, el Rey, sin ir más lejos, ha declarado públicamente con apenas semanas de intervalo, que él todavía no sabe lo qué pasó, para afirmar luego que ya se sabe todo y que lo que no se sabe se inventa.  Es obvio que Don Juan Carlos no trataba de sentar plaza de historiador, pero no deja de ser estupefaciente que dos afirmaciones como esas puedan hacerse de manera tan seguida, tal vez dependiendo del auditorio. El caso es que los españoles seguimos sin prestarle gran atención a las ideas, a esos asuntos de que se ocupan gentes generalmente ridículas y de aspecto miserable. Nosotros al negocio, que es lo nuestro.
Para que no se crea que hablo a humo de pajas me limitaré a proponer algunos ejemplos recientes, sacados de la prensa de esta semana, cosas que pasan y son absolutamente disparatadas pero a las que nadie parece prestar la menor atención. Según noticia de hoy mismo, los grandes directivos del Ibex se suben un 20% de media el sueldo, lo que es seguro que tendrá unos efectos muy positivos en una sociedad que se encuentra necesitada de noticias optimistas como la que acabo de recordarles, y a la espera de que en breve les ocurra lo propio. Imagino que muchos lectores estarán pensando que a qué me meto en lo que cada cual hace con su dinero, pero me parece que la cosa no es tan simple. El día que vea a Telefónica, a Telecinco, o a Iberdrola competir en un mercado verdaderamente libre, apenas tendré algo que decir, pero mientras sus actividades, sus tarifas, y sus suculentos beneficios, sigan dependiendo de favores y privilegios me parece que esa ostentación está ligeramente de más. Al tiempo, el Gobierno se pone ahorrativo y nos recorta diez kilometritos en la velocidad máxima, algo que a Zapatero le parece nimio, como le parecerá ocioso interesarse por el incremento de las retribuciones a los barandas de nuestras multinacionales.
Hoy también se ha sabido lo que va a pasar con los controladores, esos individuos que según Pepiño y Rubalcaba pusieron en riesgo al país y merecieron la declaración de un estado de alarma, pues bien el laudo les deja con unos 200.000 euros anuales, un salario digno, como se ve, mientras hay cirujanos, ingenieros, profesores o investigadores que apenas llegan a la centésima parte de ese sueldecito, para que no se niegue que estamos en una sociedad en la que, como dice la Constitución, se premia la competencia y el mérito.
Hay partidos que se dedican a proteger a sus corruptos para que no se piense mal del conjunto de los políticos, sindicatos que no reconocen los derechos laborales de sus contratados, subvenciones y premios a películas que nunca verá nadie, dinero a troche y moche para las cosas más absurdas y rescindibles mientras se estruja el bolsillo de los que trabajan por cuenta ajena, que son personas de bien y de natural solidario y que, además, no suelen caer en la cuenta de que esas chirigotas se pagan con sus dineros. Hace poco hemos celebrado un episodio grotesco, el 23F como si se tratase de una gran hazaña, de un motivo de gloria, claro que Bono también quiso ponerse una medalla por lo rápidamente que había salido corriendo de Irak. Esta España del disparate debería desaparecer, pero los que podrían lograrlo prefieren seguir gozando del espectáculo, sin ahorrar gastos.
[Publicado en El Confidencial]

Una nueva querella contra Bono por cohecho continuado



El pasado 9 de febrero, la asociación Justitia et Veritas presentó ante el Tribunal Supremo una querella contra José Bono, Presidente del Congreso de los Diputados, por un presunto delito continuado de cohecho durante el desempeño de sus cargos como presidente de la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha, y como ministro de Defensa, así como por falsificación de documentos públicos y, presumiblemente, por delito fiscal, querella que alcanza a su esposa Ana Rodríguez Mosquera, como presunta cooperadora necesaria de los referidos delitos.
La querella es impresionante por una doble razón, por la minuciosidad de los datos que aporta y por la claridad de su argumentación jurídica que pone de manifiesto, con toda nitidez, algo que es fácil de percibir a primera vista, a saber, que resulta inexplicable el extraordinario incremento del patrimonio del citado político y que, en consecuencia, hay píe para pensar que esa habilidad para amasar una auténtica fortuna, por más que trate de ocultarse, hace pensar en que han de estar presentes en la historia de este enriquecimiento una abundancia de fuentes no conformes ni con la legalidad, ni con lo que se suele considerar una conducta decente.
La querella empieza por hacer un recuento exhaustivo de lo que se conoce públicamente como propiedad patrimonial de Bono y su familia, un conjunto de bienes que alcanza una valoración multimillonaria, enteramente fuera del alcance de las posibilidades de un político honesto que no tenga de partida, como Bono no tenía, un patrimonio de gran magnitud. El texto de la querella repasa con minuciosidad las sucesivas explicaciones y documentos que la familia Bono ha utilizado de manera oficial, conforme a lo estipulado en la legislación vigente, para dar cuenta de su situación patrimonial, poniendo de manifiesto las falsedades, ocultaciones, incoherencias y contradicciones que se encuentran tras una maraña de documentos presuntamente explicativos, que se puede pretender que confundan al lego, pero que no alcanzan a dar razón suficiente de un enriquecimiento tan obvio como sospechosamente legítimo.
El texto de la querella se detiene ante algunos hechos extraordinarios en la vida económica de Bono, como una generosa abundancia de regalos, un insólito contrato de edición por unas Memorias aún sin publicar, las sorprendentes permutas siempre beneficiosas para el patrimonio de la familia y un variopinto conjunto de circunstancias no menos sorprendentes. Todo ello habrá de ser considerado por el Supremo a la luz de la reciente sentencia, de 12 de mayo de 2010, que resolvió un recurso de casación interpuesto contra el sobreseimiento de la causa seguida contra el presidente de la Generalidad, en la que se establece que “para el cohecho pasivo impropio basta con la aceptación de un regalo entregado en consideración a la función o cargo desempeñado”.
La querella va a servir para que podamos saber si las continuas protestas de inocencia de Bono tienen alguna base o si, por el contrario, aciertan quienes sostienen que, por depurada que sea la apariencia y la técnica del enriquecimiento ilícito, su conducta ha sido delictiva. Es escandaloso que un político en activo use de su poder para obtener ventajas de las que carecen el común de los mortales, para ocultar tras una demagogia populista una continuada conducta inspirada, por encima de todo, en la toma de decisiones que conduzcan directamente al beneficio propio y al enriquecimiento familiar.

Listas de tránsfugas y corruptos

La vuelta a las listas socialistas para la alcaldía de Benidorm de los que abandonaron aparentemente el PSOE para hacerse con la alcaldía, muestra con toda evidencia el nulo aprecio de ese partido por la ética, la idoneidad y la coherencia. Los socialistas van a los suyo, al interés de su organización y de quienes de ella viven. La sordidez de la política es cada vez mayor, y hace falta una ingenuidad rayana en el delirio para seguir creyendo que se pueda esperar de los partidos algo que se justifique porque convenga a todos, si no les favorece a ellos. El despilfarro del Senado en traducciones inútiles es otra muestra del alejamiento de los políticos del buen sentido, del descaro con el que imponen lo que en cada caso les conviene aunque resulte ridículo, obsceno y perjudicial. En el caso de Benidorm, fueron unánimes los dirigentes socialistas en decir de todas las maneras posibles que sería impensable que pudiera suceder lo que ahora acaba de ocurrir, pero era tan evidente que la maniobra para desalojar al PP de la alcaldía había sido orquestada por el clan de Pajín, su madre, su padre y las personas a su servicio, que lo único que asombraba de tales declaraciones era su inagotable cinismo.
El transfuguismo es, en realidad, un vicio del sistema, una consecuencia de que los partidos no cumplan con su función, de que sus dirigentes no representen a sus votantes sino que, por una serie de mecanismos inverosímiles, se hayan convertido en pequeños dictadores que imponen sus conveniencias a los electores. Nada de esto tendrá arreglo hasta que cese el ciego fanatismo de millones de electores que siguen votando a sus representantes aunque sean delincuentes reconocidos, con la presumible excusa de que, puestos a robar, prefieren que sean los suyos quienes lo hagan.
El transfuguismo es una de las muchas caras de la corrupción, la prueba de que muchos políticos no piensan en otra cosa que en llenarse los bolsillos cuanto antes. La increíble tolerancia de una Justicia politizada, lenta y miope, hace que se sientan seguros de que nada vaya a ocurrirles, porque, además, gozarán de la protección de sus máximos dirigentes que, con tal de negar que la corrupción les afecta, serían capaces de cualquier cosa, de mantener en sus candidaturas, por ejemplo, según datos que publicó ayer Gaceta, a decenas de candidatos procesados. Los cuadros más altos del PSOE pregonan que no admiten a corruptos, pero en Ronda, en Denia, en Ibiza, en Torrox, en Estepona, en Melilla, en Elche, en Cartaya, en Jerez de la Frontera, en Ávila, en Plasencia, en San Fernando de Henares, en Llanes, por citar solo los casos de que da noticia el periódico, hay personas en sus listas que han mercido las pesquisas de los jueces, pese a la levedad con la que la justicia consideran esta clase de conductas contra el interés público. Lo mismo se podría decir de algunos casos del PP, porque, aunque su número sea considerablemente menor, el partido también prefiere casi siempre defender su honorabilidad con el frágil tamiz de la justicia que promover a personas cuya decencia conste de manera inequívoca.
Se trata de cosas que deberían cambiar porque están manchando de manera irresponsable a la democracia, pero para ello haría falta que los partidos abandonasen la moral de mafia, y se decidiesen a trabajar de verdad por el bien común, por la decencia, la ejemplaridad y el mérito, un escenario en el que no sobrevivirían esas mediocridades que se han adueñado de tantos aparatos de poder.

La rareza de los héroes

Ayer vi algunos fragmentos de Una trompeta lejana, la película de Raoul Walsh protagonizada por Troy Donahue y la bellísima Suzanne Pleshette. No recordaba que el tema de la película fuese, una vez más, el heroísmo del rebelde, la fidelidad a la propia conciencia y la capacidad de decir no al mero poder. Es llamativo el número de veces que esta historia, u otra semejante, se ofrece en la películas americanas, frecuentemente con militares como protagonistas. Ford o Eastwood, por citar los casos más obvios, han hecho unas cuantas, aunque los rebeldes de Eastwood sean más civiles que militares. En cambio, estaría dispuesto a apostar que apenas se ha tocado ese arquetipo en toda la historia del cine español, aunque es posible que haya alguna excepción que ahora no me viene a la cabeza. Ya puestos, me parece que pasa lo mismo con nuestra literatura, que no se nos han ocurrido ni héroes ni personajes ejemplares, tal vez con la excepción de Pérez Galdós y, algo menos y de otra manera, de Baroja. Es notable también que un arquetipo con ribetes heroicos como Don Quijote sea cruelmente vapuleado por Cervantes, aunque la cosa pueda leerse de varias maneras.
Uno de los héroes más atractivos de la novela española es, sin duda, Gabriel de Araceli: pues bien, cuando Garci hizo la película del 2 de mayo, con abundante dinero de la Comunidad, cometió la tropelía de convertir al bueno de Gabrielillo en una especie de pillo, en una mezcla de progre y picha brava. Supongo que a don Benito se le habrá indignado desde la eternidad y yo pasé por un momento de ira que creí que iba a ser incurable, pero todo se pasa. Con tradiciones como estas ¿quién se atreve a pedir, por ejemplo, políticos admirables, honestos, patriotas, sacrificados, ejemplares, en último término?
Nuestra cultura es de pillos y de rameras, de listos y charlatanes, y así nos va.

Una fiscalía de geometría variable

Si hay algo que irrite a los ciudadanos en el comportamiento de la Justicia es la mera apariencia de iniquidad, el trato desigual para las conductas iguales, la desproporción en el juicio, defectos que, si aparecen muchas veces, siempre lo hacen en relación con el poder, con la posibilidad de torcer en beneficio propio la vara de la justicia.
El caso Bono nos está proporcionando ejemplos realmente sorprendentes de la facilidad con que la Fiscalía hace un uso alternativo de la ley y de las cautelas procesales dependiendo de quién sea el afectado. Es rigurosamente incomprensible que el presidente de la Comunidad Valenciana haya de vivir pendiente de los tribunales por la supuesta aceptación de unos trajes, y que el señor presidente del Congreso de los Diputados, antiguo ex ministro de Defensa y ex presidente de la Comunidad de Castilla la Mancha, sea puesto al abrigo de cualquier sospecha por más que sea evidente el inexplicable incremento de su patrimonio, y por mayores pruebas que existan de aceptación de regalos y de inauditas permutas, siempre en su beneficio, con empresarios que tenían excelentes motivos para ganarse su benevolencia.
Al parecer, cuando se trata de Bono, cualquier posible sospecha carece completamente de fundamento. Hay que preguntarse qué habría de hacer un político socialista para que a los subordinados de Conde Pumpido se les ocurra que merezca la pena investigar el tema a fondo, lo que, entre otras cosas, tal vez pudiere eliminar de una vez por todas la sombra de falta de honorabilidad que se cierne sobre la tercera autoridad del Estado. Como beneficio adicional, se podría dar lugar a nuevas doctrinas jurídicas que ampliasen notablemente el panorama de lo permisible, lo que incrementaría la tranquilidad y el relajo con el que los políticos podrían dedicarse a incrementar su patrimonio, como tan sabiamente ha hecho el señor Bono. Pues bien, la Fiscalía se niega a que un tribunal independiente juzgue sobre el fondo de estos asuntos y nos condena a mantenernos en un estado de perplejidad insalvable.
Por otra parte, los argumentos que formula la Fiscalía en el escrito de recusación no dejan de ser surrealistas. Sostiene el Fiscal que en una permuta en que el sospechoso ha obtenido un beneficio económico de, al menos, 549.460 euros, se han cumplido los criterios de igualdad económica, de manera que no haya lugar para suponer que la permuta sea un favor encubierto. Ignoramos cuál sea la experiencia del Fiscal en permutas, y si ha tenido la suerte de beneficiarse de momios similares, pero podemos asegurarle que, digan lo que digan los legajos, esa operación levanta toda clase de sospechas. No menos sorprendentes son los restantes argumentos sobre el aspecto económico de las operaciones objeto de la querella. Es directamente ridículo que la fiscalía pretenda hacer pasar como el regalo normal de una madrina de bautizo la lujosa decoración de una vivienda puesta a nombre de la amadrinada. El universo económico que dibujan las operaciones de Bono pertenece por derecho propio al reino de la literatura fantástica, pero, desgraciadamente, nos recuerda también al universo orwelliano, ese mundo en el que se predica que todos son iguales, pero en el que, efectivamente, unos son más iguales que otros. Que la justicia contribuya con sus argucias procesales a que no se sustancie este asunto es una burla contra el más elemental sentido de la equidad, y una muestra evidente de que nos queda mucho para gozar de una justicia independiente, sin la cual nuestra democracia no deja de ser una triste caricatura de lo que debiera ser.
[Editorial de La Gaceta]

El coco privatizador

Una de las monsergas con las que la izquierda trata de sostener su supuesta, y maltrecha, superioridad moral es la de la preferibilidad de lo público sobre lo privado. Pese a tenerme por liberal, no tendría nada que oponer al argumento, si estuviésemos en un régimen en el que existiera un nivel alto de moralidad civil, si fuera corriente que quienes ocupan un puesto público cumpliesen, por encima de todo, con sus obligaciones hacia la sociedad. No gastaré ni dos líneas para recordar que, en la abrumadora mayoría de las situaciones, no es ese el caso.
De hecho, apenas conozco cosa más privada que una oficina pública. Nuestros funcionarios se acostumbran muy pronto a que la plaza es suya, a que tienen derecho vitalicio, y frecuentemente hereditario, sobre todo si el momio es de fuste, a ejercerla, en suma, a que la plaza es de su propiedad, como se solía decir antes, cuando, al menos, las plazas funcionariales se ganaban en reñida competencia pública, a veces absurda e injusta, pero competencia al fin y al cabo. No digamos nada de nuestros políticos, de cómo manejan sus partidos, de lo bien que distribuyen los cargos y las prebendas entre familiares y allegados.
Privatizar puede resultar bien o mal, dependerá de los casos, pero en general es algo que debiera permitir la introducción de cierto grado de racionalidad y de trasparencia, aunque la tendencia a delinquir y a engañar sea tan atractiva en el terreno de lo privado como en el de lo público. De hecho, es fácil que haya tantas mandangas y corruptelas en algunas, al menos, de las grandes corporaciones privadas, como en las empresas e instituciones públicas, pero eso no obsta para que la privatización pueda facilitar, en muchas ocasiones, el remedio a un tipo de abusos que, de puro inmemoriales, forman parte de la cultura y el paisaje de muchas instituciones públicas, y cuya obscenidad se nos escapa porque han aprendido a ocultarse a la mirada inocente y a la buena fe del público.
Tal vez haya habido un momento en que proferir lo público fuese consecuencia de una probidad moral, de un deseo de mejorar una sociedad patentemente injusta. Ese momento hace mucho que pasó, al menos entre nosotros; se diga lo que se diga, la mayoría de los defensores de lo público defienden alguna forma de sopa boba, algún jardín oculto a la mirada indiscreta del personal. Si no lo creen así, pásense por los despachos de cualquiera de las variopintas e incomprensibles oficinas públicas, o indaguen en las formas en que se protegen los intereses del público en general en las universidades, los hospitales, o los juzgados. Si no quieren investigar, ni dedicar horas al estudio, traten simplemente de imaginar a qué podrán estarse dedicando los cientos de miles de empleados públicos que ha creado nuestro avispado gobierno.

Todo para los amigos, al enemigo ni agua, al indiferente la legislación vigente

El título de este post recuerda a un dicho, bastante grosero, pero muy exacto. Me he acordado de él al ver el trato exquisito que la Guardia Civil, previa consulta al mando, ha deparado al amigo presidente de Extremadura pillado en su coche a una velocidad que es moda considerar obscena, y para la que hay establecidas penas graves. La próxima vez que me multen por correr más de la cuenta citaré el precedente, y ya les contaré.

También el PP puede exhibir diversas varas de medir, no hay duda, a poco que se lean los periódicos. En particular, en el PP hay una tendencia a considerar que si el PSOE puede hacer ciertas cosas, ellos también podrán hacerlas, y las encuestas no parecen desmentir ese diagnóstico, pero es una pena que el PP renuncie a ser distinto, a intentarlo, por lo menos.

Lo que Bono nos enseña

Entre quienes no comparten las ideas de la izquierda es muy normal pensar que su fundamento resida en la envidia, en la pasión por la igualdad. Me parece que, a día de hoy, en la base de la mentalidad izquierdista, la envidia ha sido sustituida por otra pasión, a saber, la autocomplacencia, el regodeo en la propia excelsitud. Todo buen izquierdista está encantado de conocerse.
Piénsese en el caso Bono, por ejemplo, un líder muy característico de la izquierda. Pedirle a Bono que fuese envidioso sería realmente notable. ¿Qué va a envidiar quien todo lo tiene? Bono es un político de éxito, un admirable y discreto gestor de su patrimonio que ha conseguido amasar una fortuna sin renunciar a sus inquietudes sociales. Provisto de un singular tino para las buenas relaciones y los negocios familiares, ha conseguido una posición económica envidiable, mientras brilla con luz propia en un partido que, al menos nominalmente, es obrerista, es decir, escasamente aficionado a las hípicas, los Cayennes, o las monterías. Por asombroso que parezca, los votantes y militantes del PSOE que, por lo general, seguirán sintiendo cierto recelo frente a los propietarios de dúplex y áticos en zonas de lujo playero, encuentran en Bono un modelo, lo que también abona la idea de que, en la izquierda, de haber envidia, es una planta trepadora. Pero ni Bono tiene nada que envidiar, ni si la envidia fuese el motor oculto del socialismo podría entenderse su ascendente izquierdista. Bono está, en cambio, encantado de ser quién es, de saber ser todo para todos, y esa satisfacción suya se refleja en el entusiasmo de sus votantes, unos tipos listos a los que él no deja de alabar por su sabiduría al haberle preferido.
Ahora bien, la autocomplacencia es siempre una forma de ceguera. Seducidos por su maravilloso recetario, algunos izquierdistas no suelen caer en la cuenta de detalles que puedan afear sus teorías. Volvamos a Bono, por ejemplo; apenas cabe duda de la excelencia de su pensamiento político, una síntesis creativa que acoge cuanto haya de bueno por la izquierda, la derecha o el centro. Nada le es ajeno al pensamiento de Bono. Otra cosa fuere que nos fijásemos en su conducta, al menos en lo que no aparece a primera vista; entonces el panorama tal vez no resultase tan halagüeño, porque, más allá de triquiñuelas y montajes, la pregunta esencial debiera ser si se puede tener por normal que un personaje dedicado por entero y desde siempre a la vida política haya podido amasar una fortuna como la del simpático manchego.
¿Cómo es posible que un político pueda enriquecerse de manera tan obvia sin que salten las alarmas sociales? La clave está en una de las características más singulares de nuestra cultura política. Nuestra vieja tradición nos ha enseñado a venerar las palabras, y a subestimar los cálculos, que siempre nos parecen algo mezquinos. Nuestra cultura barroca se extasía con el tipo de razones que se caricaturizan en el Quijote, con esa mezcla garbancera de refranes y locuciones pretenciosas en las que Bono es un auténtico maestro. En este clima intelectual, se tiende a creer que lo único importante son las ideas, y que de los hechos no merece la pena ocuparse. Si a eso se añade el que reservemos a los jueces el dictamen sobre la honestidad de los políticos, es normal que nos cueste sospechar de alguien que se haya enriquecido de manera tan obvia, sin trampa aparente, y al que nunca van a molestar los jueces y fiscales, tan entretenidos como están en otros menesteres. El caso es que, aunque tendamos a sospechar de cualquier riqueza, sospecharemos menos de quien esté revestido de una responsabilidad institucional tan alta. Seguro que muchos españoles han podido pensar “hay que ver que tío tan listo”, al enterarse de las proezas económicas de Bono, y algunos habrán podido ver envidia, precisamente, en quienes se han asombrado de la extraordinaria habilidad de Bono para ir tejiendo una fortunilla.

Creer a pie juntillas en la indiscutible excelencia de quienes profesan nuestras mismas ideas, incapacita para cualquier sospecha sobre la moralidad de la conducta de un líder de ideario tan explícito como Bono. Quienes no distingan entre el ideario y la ética, ni entre la ética y la legalidad, jamás comprenderán que su entusiasmo sirve de muro tras el que se pueden ocultar los mayores escarnios a la decencia y a la democracia. El dogmatismo ideológico y la mentalidad de partido impiden ver cómo puede haber acciones que sean, a la vez, jurídicamente pulcras, o al menos pasables, y asquerosamente corruptas. Sin embargo, sería muy fácil reparar en que los ladrones siempre se escudarían, si pudiesen, tras la capa de un Obispo, la espada de un general, o las ideas de un demagogo. Bien está el respeto a la presunción de inocencia, pero sería excesivo seguir creyendo que los niños vienen de París.

[Publicado en La Gaceta]

Bono, o de la hipocresía

¿Es normal que un personaje dedicado por entero y desde siempre a la vida política haya amasado la fortuna que se le adivina al presidente del Congreso? Por lo que se ve, sí. Resulta normal, porque en España las mentiras circulan en carroza, y con gran aplauso de amplios sectores del respetable público. Hay una especie de mentira honrada, de la que vive mucha gente, y algunos muy bien, como Bono. Nuestra vieja sabiduría de pueblo corrido, pero fingidamente ingenuo, nos enseña que lo importante son las ideas, y que de tejas abajo cada cual se las arregle como pueda. En este aspecto, Bono es ejemplar, casi único. Es lo más que se puede ser, una síntesis de todo: hijo de falangista y antifranquista, socialista y católico, populista y exquisito, cristiano de base y millonario, patriota y hombre de partido, persona risueña e indulgente, pero amigo de Garzón y de la justicia universal. Ha sabido conducir inteligentemente su vida; ha maridado con mujer bella y emprendedora, capaz de embolsarse, según se ha dicho, 800.000 euros al año con unas tiendas de abalorios, lo que la coloca, desde el punto de vista empresarial, muy cerca del milagro de los panes y los peces, cosa que gustará, sin duda a su marido. Bono ha desarrollado una política matrimonial para su estirpe digna de la de los Reyes Católicos, emparentando a los suyos con lo más de lo más, con carne de couché. A ratos libres, se ha hecho con una hípica en Toledo, es decir ha logrado el sueño que todos los buenos padres de familia tienen con sus vástagos: que si quisieren caballear puedan hacerlo en la hípica de papá, sin riesgos ni temores.

Malnacidos, calumniadores y otras especies de envidiosos, recelan de tanta fortuna y se malician que haya gato encerrado. ¡Qué enorme error! Sólo los muy tontos se mercan trajes de favor en sastrerías mediocres. Todo lo que ha hecho Bono es seguramente legal, más que legal, admirable. ¿Es que se puede reprochar a un líder político que tome decisiones que generen gratitudes eternas? ¿Es que acaso se va a establecer la prohibición de tomar medidas que beneficien al Bien Común, con mayúsculas, como lo pondría Bono, por el hecho, meramente casual, de que puedan lucrarse algunos de los amigos de quien las tome? No señor, lo primero es lo primero, gobernar para el pueblo, sin preocuparse del qué dirán, que tampoco es para tanto.

Estas razones están muy claras en la cabeza y el corazón de quienes veneran al manchego. Sus votantes saben bien que en Bono han tenido a un gobernante que ha mantenido a raya a los especuladores; que bajo su mandato solo se han recalificado terrenos que fuese imperioso poner en el mercado, por su calidad, o por su urgencia, siempre con motivo. Pueden seguir estando tranquilos porque jamás podrá sospecharse, y menos aún probarse, que la mano de Bono haya movido torcidamente raya alguna que trasmutase en oro terrenos que fuesen un erial, que haya convertido de modo interesado y parcial pedrizales estériles en fuentes inagotables de riqueza urbanística. Poco importa que en estas operaciones se hayan dejado unos euros de más por diversos recovecos, o que los españoles de a píe paguen el metro del pisito suburbano a precio de Manhattan. Contentos están ellos con que el urbanismo esté en manos progresistas, y con que los especuladores no hayan podido hacer su agosto a costa del sudor de su frente.

Lo que ocurre en este país de envidiosos es que la gente tiene ganas de manchar con calumnias la límpida ejecutoria de un político ejemplar, de alguien que persiguió de manera implacable a los traficantes del lino, a su antecesor en Defensa, a cuantos han desafiado su rigurosa ética civil.

Bono es un ejemplo moral, es la mejor parábola sobre las virtudes de la democracia, sobre su limpieza, sobre su trasparencia, sobre su incorruptibilidad. Toca ahora a los electores valorar cuanto se ha dicho, y tal vez se siga diciendo, sobre las indudables habilidades patrimoniales y gerenciales de un político que, como todo el mundo sabe, se ha dedicado exclusivamente a los demás, al servicio público.

Algunos pensarán que la justicia debiera intervenir en el asunto, tan extendida está entre nosotros la confusión entre la política y la ley, la judicialización del debate social. No habrá tal, apenas una pena de papel, porque la justicia emana del pueblo, dice la Constitución, y el pueblo ya ha hablado elocuentemente al ungir a Bono con sus votos.

Pese a tan espesas razones, el enriquecimiento de Bono es repulsivo, impensable en una democracia exigente y rigurosa. El canciller Kohl vive modestamente en un pisito, mientras Bono no sabe en cuál de sus mansiones pasará el próximo fin de semana. Hay que aprender a distinguir la ética de la legalidad, a juzgar independientemente de lo que tuvieren que decir los jueces, porque muchos de los atentados más graves al interés general se llevan a cabo con extrema pulcritud jurídica, aunque con no menor hipocresía.

[Publicado en El Confidencial]