Parece evidente que no son muchos los encantados con el funcionamiento de los partidos políticos y, sorprendentemente, el desencanto es mayor, si cabe, cuando se habla con militantes, con buena gente que trata de aportar su grano de arena para que las cosas vayan mejor, y se desespera con las dificultades del caso y la persistencia de ciertos errores, al parecer incorregibles. Supongo que, de este diagnóstico, hay que excluir a los que están arriba, tratando precisamente, de que su estado no sea provisional. Desgraciadamente, cuando se piensa en solucionar esta clase de problemas, la mayor parte de las soluciones suelen incurrir en alguna forma de arbitrismo, sin caer en la cuenta de que los sistemas no tienen piezas intercambiables, de que no se puede hacer un sistema con las virtudes de todos los demás, aunque a veces nos inclinemos a pensar que el nuestro sea el conjunto universal de todos los errores.
La única solución que cabe es la mejora a partir de lo que tenemos, mediante una reforma que resultará, inevitablemente, lenta; la única alternativa a un reformismo de este tipo, es la decadencia y, no muy tarde, la muerte. Tras treinta años de partidos, resulta sorprendente el escaso conjunto de mejoras que se han introducido en su funcionamiento, y es hora ya de plantarse muy a fondo esta cuestión. No pretendo agotar el tema en pocas líneas, sino, por el contrario, suscitarlo, un tanto extemporáneamente, para que mezclemos un minuto de cordura en la dinámica de enfrentamiento en la que parecen agotarse los partidos, los viejos y los nuevos, por cierto. Al parecer, sin gresca no hay paraíso.
Aunque la enumeración podría hacerse mucho más amplia, comentaré brevemente, algunas lacras bastante obvias en la vida de los partidos españoles. La primera de todas, es la falta de reflexión y de estudio que se manifiesta tras la inmensa mayoría de sus propuestas. Los partidos parecen arrojados a una alocada vida hacia fuera, sin preocuparse, ni poco ni mucho, de lo que deberían de hacer hacia dentro. Es como si una empresa pudiese reducirse al departamento comercial, olvidando la investigación, la innovación y los procesos de fabricación. Fruto de ese inmenso error de fondo, la ausencia casi total de una actividad reflexiva y de estudio, los partidos son esclavos de la actualidad y se encuentran atenazados por un permanente pin-pan-pun, de manera que incluso el gobierno parece siempre un mal partido de la oposición. Los partidos tienden a reducir su actividad a sus respuestas y a sus actos, a convertirse en casetas de feria en que lo grave no es ya que pretendan vender humo, sino que la mayoría de los asistentes no sean posibles clientes, sino sufridos y beneméritos militantes que se prestan a hacer de público para la ocasión, y se disponen a oír auténticas baterías de tópicos en boca de los barandas de turno.
Al improvisar, los partidos son absolutamente incoherentes, y lo mismo dicen hoy lo que negaban ayer, que afirmarán enfáticamente mañana lo que hoy criticaban a sus oponentes. Los partidos dan la sensación, como el Real Madrid de Florentino, de querer ganar las elecciones a base de ficharlos a todos, de querer dejar a los adversarios sin argumentos, y de chillar más alto que nadie.
La consecuencia más grave de este proceder es la debilidad de la cultura política del electorado, cosa que, a mí entender, debería preocupar más a unos que a otros. Algunos pretenden curarse de esta carencia mediante una invocación, que resulta de una pobreza intelectual lastimosa, a los principios, lo que, entre otras cosas, sirve para valorar hasta qué punto el desierto ideológico y político que trajo consigo el régimen de Franco no deja de producir sus frutos, al menos en la terminología. Los principios siempre tienen guardianes y son, además, una excelente excusa para que nada se discuta, esto es, para que los partidarios de los principios continúen promoviendo la inopia política y el entusiasmo histérico de cierto personal proclive a las adhesiones incondicionales, al fulanismo. Los principios siempre requieren líderes fuertes, y eso es algo que gusta mucho a los dicen que creen en algo así como que lo importante no es ganar, sino participar, a perdedores acreditados. Si a todo esto se añade la suficiente opacidad se obtendrá, indefectiblemente, corrupción y fracaso.
Resulta especialmente misterioso este proceder de los partidos cuando se enfrentan a largas marchas de cuatro años, u ocho o doce, o más, hasta que, eventualmente, consigan ganar unas elecciones. Los partidos deberían procurar, entonces, un fortalecimiento interno, una intensificación del debate, un enriquecimiento de su coherencia a base de rigor, innovación, participación e identificación con los deseos y esperanzas de los electores. A cambio, suelen ofrecer programas improvisados, vaciedades varias y, como ha enseñado ZP, mucho marketing y mucha Internet para que el público se acojone con lo modernos que son.
]Publicado en elconfidencial.com]