Autonomías y cultura política

El asunto que más discuto con mis amigos políticos es el de cuál es el primer problema de la política española. Abundan quienes creen que el Título VIII and so on; yo, por el contrario, sin negar que exista ese específico y nada pequeño problema, afirmo que hay otro más radical y que es, además, la causa de la mayoría de los males que se han derivado del desarrollo del Título VIII, a saber, las deficientes condiciones culturales (lo que se suele llamar cultura política) en que se ha desarrollado la vida democrática española, la conversión de los partidos en meras bandas, con frecuencia mafiosas, apegadas al clientelismo, y causa consentidora, como mínimo, de la corrupción. Cuando se trata de arreglar lo primero sin parar mientes en lo segundo, se incurre casi sin querer en la confusión de centralismo y democracia, cosa innecesaria y que no está claro sea lo más razonable en un país con nuestra geografía y nuestra historia. 

La Constitución no escrita de los españoles

Abundan los partidarios de reformar la Constitución porque no escasean los arbitristas, pese a la evidencia de que en España la Constitución se invoca pero no se cumple. Esto quiere decir que, en realidad, tenemos  una constitución no escrita, y que funciona de manera muy eficaz. 
Nuestra Constitución no escrita es bastante compleja y desordenada, pero goza de general aceptación por los responsables políticos, que, al fin y al cabo, parece ser lo que importa. Como no está escrita, no sabría por dónde empezar, pero, para ilustrarla, me remitiré a dos sucesos, de apariencia muy distinta, que acabo de ver, no sin sentirme estupefacto, por televisión: unos sindicalistas invadiendo Mercadona, y una cooperante española en Bali financiada por los ayuntamientos de Vitoria y Pamplona. Por lo que respecta al primer suceso, nadie detendrá a los asaltantes, y menos a sus jefes, ni se devolverá lo robado a plena luz del día; en cuanto al episodio solidario-balinés, nadie se sentirá obligado a inquirir, menos aún a explicar, las misteriosas razones por las que los beneméritos ayuntamientos mencionados les sacan a sus ciudadanos un dinerillo con el que pagar las correrías indonesicas de una ciudadana inquieta. Yendo de lo particular a lo general, me parece que ambos episodios ilustran bastante bien uno de los primeros artículos de esa constitución  no escrita que rige la vida española, a saber, que la ley importa un pito si estás dispuesto a saltártela, aunque sea mejor tener buenas relaciones, y que el dinero público se administra al buen tuntún sin que haya que dar explicaciones a nadie, sobre todo si el rubro bajo el que el gasto se ampara puede ser descrito, por vagamente que sea, como social.
Pido disculpas, pero voy a hacer una especie de decálogo, a modo de ejemplo, de algunas ideas esenciales de esa Constitución y ya me dirán si exagero:
1.   Los nacionalistas siempre tienen razón.
2.   La mejor manera de combatir los excesos y deslealtades de los nacionalistas es repetirlos en las regiones de probada fidelidad a la patria común.
3.   La izquierda puede decir cosas perfectamente contradictorias y/o necias sin que nadie se lo reproche. La derecha puede acceder a ese privilegio con tal de que diga las mismas cosas que diría la izquierda.
4.   La condición de sindicalista es incompatible con la de trabajador. Si las leyes no se ocupasen de garantizarlo, se recurrirá al procedimiento habitual.
5.   Las cuentas públicas se ocultarán pudorosamente a los ciudadanos. Cuando haya que referirse a ellas se utilizarán todas las técnicas de disimulo y creatividad contable necesarias.
6.   Cualquier institución o procedimiento que permita exaltar la mediocridad y el descontrol será subvencionado y protegido por la ley. Los procedimientos competitivos quedan prohibidos, salvo en lo que respecta al deporte para que la gente se pueda entretener con algún fundamento.
7.   Los partidos políticos y sindicatos no tienen que respetar las leyes comunes, que se hacen para que las cumplan los ciudadanos que no se hayan dado cuenta del truco. Las normas de incompatibilidad se aplicarán únicamente a los más tontos y/o a los más pobres.
8.   Los magistrados procurarán desautorizar a los policías siempre que exista sospecha de que han desempeñado con eficacia su trabajo.
9.   Las licencias públicas de televisión servirán inequívocamente para promover la tontuna, el mal gusto y el desentendimiento general de los asuntos públicos.
10.                Los derechos son de naturaleza expansiva y gratuita. Cualquiera que discuta su naturaleza o aplicación será considerado franquista, o cosas peores, si las hubiere. El crecimiento del gasto y el empleo público se considerará una bendición.
Como en el caso bíblico, estos diez mandamientos se resumen en dos: se mentira a hora y a deshora en nombre de la democracia y para ensalzarla, y se sospechará siempre del patriotismo, las intenciones, libertades, y bienes de los ciudadanos que se atrevan a tener una opinión propia.
Este decálogo se podría multiplicar por cien sin mayor esfuerzo. Lo más importante, por supuesto, es el espíritu constitucional y el consenso del que ha nacido, y eso, les aseguro, no corre el menor riesgo mientras los ciudadanos persistan en la inocente creencia de que, dada nuestra amplia experiencia histórica con gobiernos democráticos, podemos seguir confiando alegremente en que unos pocos se ocuparan de los intereses de todos sin el menor sesgo de que se tuerzan sus rectas intenciones ni favorezcan intereses locales, de partido o nepotistas. Y, por último, sin olvidar nunca que si algo va mal es por culpa de Europa, de la Merkel, en particular.
Esta nuestra constitución no escrita es la que realmente habría que modificar, la cultura y los hábitos políticos que son la causa de que estemos atravesando una crisis a la que no se adivina el final porque nadie osa tocar nuestra admirable,  efectiva e iletrada Carta Magna. Por raro que parezca, está en nuestras manos hacerlo.
[Publicado previamente en El Confidencial]

El Gobierno comienza con buen píe

Este Gobierno comienza con buen píe, porque el personal se dedica a hablar de la lotería, lo que les da un respiro, y nos proporciona una idea de cómo anda la cultura política del país. Quizá el «no news good news» sea una buena consigna para este gobierno, que se produzca un lento despertar de la actividad y que nadie se acuerde de cómo demonio se llaman las ministras. Claro que la otra posibilidad es hacer política en serio. Veremos.
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Indignados con la Religión

Produce melancolía ver en qué ha ido a parar, de momento, el movimiento de los indignados, algo a lo que muchos concedimos razón y motivos, por más que nos produjese algún sonrojo la bisoñez estúpida de algunas propuestas coreadas por el público. Ahora, los indignados han decidido boicotear la visita del Papa y, ¡toma coherencia! han llamado a colarse en el Metro de Madrid para protestar porque el Metro haya establecido unas tarifas especiales en esos días. 
Por más que me lo expliquen, no consigo entender la inquina contra la religión en 2011. Estaría, con toda probabilidad, de acuerdo con muchas de esas críticas hace más de cien años, por decir algo, pero ahora me cuesta mucho ver el poder oculto e insolente de la Iglesia. Curioso estrabismo el de estos anarquistas de pacotilla. Se ve que muchos anticristianos tienen el mismo tipo de actitud que la de los forofos del fútbol, que gritan con furia para que el arbitro castigue al contrario cuando uno de los suyos comete una falta alevosa. Esa cultura política da pocas esperanzas de nada, la verdad.

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Luz que agoniza

Estos días se ha podido ver en Telemadrid la espléndida película de Cukor en la que una hermosísima Ingrid Bergman soporta de manera resignada las mentiras de Charles Boyer, un criminal disfrazado de amante esposo. Lo que es políticamente interesante en Luz que agoniza es la apabullante capacidad que tiene el poder, en este caso la admiración y el sometimiento que la protagonista siente por su marido, para convertir la mentira en realidad, hasta el punto de poner en grave riesgo la salud mental de la víctima.
Que me perdonen los socialistas por si la comparación les parece hiriente, pero viendo la disertación de Zapatero en los actos de las elecciones catalanas no he tenido otro remedio que acordarme de la película de Cukor, de la retórica con la que se ocultan los hechos y se promueve lo contrario de lo que se aparenta. Resulta que Zapatero habla como si nada de lo que ha ocurrido en estos últimos cuatro años en Cataluña fuese de su responsabilidad, porque, según sus palabras, lo único que han hecho él y los socialistas catalanes es procurar la grandeza de Cataluña, el respeto del resto de los españoles, una financiación justa para Cataluña y sacar adelante un Estatuto que no debiera molestar a nadie. Frente a esa magnífica imagen que Zapatero promueve de sí mismo y de los suyos, el propio líder se queja amargamente de la pequeñez de Convergencia, y de lo que considera más insoportable, del anticatalanismo del PP y, en especial, de las insidias continuas que comete su líder con la aviesa atención de ganar así adeptos en el resto de España. Creo que lo único que le ha faltado a Zapatero es pedir a sus rivales que, por patriotismo catalán, se retiren de las elecciones para que Montilla pueda gobernar como solo él sabe hacerlo.
Zapatero, dotado de una prodigiosa capacidad para la memoria selectiva, olvida por completo el desastre de la economía y el paro en Cataluña, el régimen de corrupción en el que se ha instalado, el desastre de la emigración fuera de cualquier control, por no enumerar más que los daños estructurales, que son claramente causas en las que su responsabilidad no puede ampararse en ninguna maniobra de los convergentes ni en maldad alguna del PP, pero se cree todavía con la autoridad moral suficiente como para ponerles límites a sus aspiraciones, por no mencionar la insufrible eventualidad de que pudieran pactar algo en contra de sus intereses que, en cuanto cruza el Ebro, se convierten en los sacros intereses de Cataluña.
De cualquier manera lo que resulta por completo de película es el hecho de que Zapatero se considere en condiciones de hacer nuevas promesas sociales, lo que él llama su nueva agenda. Olvida, o desconoce, ya no se sabe qué pensar, que el increíble deterioro de la economía española se debe en exclusiva a sus años de gobierno, que ha conseguido pasar del superávit presupuestario a un déficit insoportable sin que nadie pueda explicar con un mínimo de coherencia los beneficios que el país haya obtenido de tan insensato sacrificio. Relega a la insignificancia la dramática situación en que todavía nos encontramos, pese a las medidas de choque, enormemente injustas pero imprescindibles, decisiones no valientes sino inevitables, puesto que no ha tenido otro remedio que tomarlas, estando como estaba bajo la mayor amenaza a la que nunca haya estado expuesto un gobernante español. Y en esta situación se atreve, lo que realmente es digno del mayor de los cinismos, a hablar de nueva agenda social, a sugerir que subirá las pensiones mínimas y que acabará con las limitaciones, a profetizar la creación de millones de puestos de trabajo con las energías limpias que están desangrando las arcas de la hacienda española. Es obvio que trata de que olvidemos lo que se nos viene encima para llegar como sea a las próximas elecciones, a una situación en la que sus votantes incondicionales, esos que debieran mirarse en el espejo del personaje de Ingrid Bergman, le liberen de sus responsabilidades y le dejen en franquía para acometer nuevas fantasías surrealistas.

En la película de Cukor un diligente y apuesto policía, Joseph Cotten, sospecha siempre de las verdaderas intenciones del marido traidor, lo desenmascara ante su esposa, y se lo acaba llevando por delante. Desgraciadamente, la política es ligeramente más compleja que un caso policíaco. Lo que debe preocupar a los electores no es que Zapatero, o cualquiera de sus posibles ersatzs, incluyendo a Rubalcaba, pueda volver a ganar, sino que al policía le diera por seguir tentando a la Bergman con historias similares, por miedo a que pudiera preferir, con todo, a su marido mentiroso. De vez en cuando hay que decir la verdad por dura que sea, incluso en política, y resistirse a hacerlo es un mal principio porque perpetúa la inmadurez emocional de la víctima. Quien no se atreva a decir a los españoles que nos esperan años de sacrificio y de dolor, precisamente por haber endosado las bravatas de un demente político, se arriesga a no merecer la fidelidad de sus electores.

Esto no es América

A raíz de la aparición del Tea Party en el panorama político de los EEUU, han abundado los comentarios sobre la posibilidad de que en España pudiese darse algo parecido. Independientemente del juicio político que se reserve al fenómeno, parece obvio que nuestra sociedad no está en condiciones de crear y potenciar grupos políticos fuera del control de los partidos existentes, lo que no creo deba considerarse ni virtud ni mérito.
España ha venido siendo, al menos desde el siglo XIX, el país de las revoluciones desde arriba, una sociedad en la que lo público goza de un enorme poder y de una autoridad incontestable. Más allá de los tópicos folclóricos que nos han dibujado como un país de Quijotes, de individualistas y anarquistas, la verdad es que nada se ha hecho en España sin voluntad del poder constituido. Basta pensar en la crueldad y la duración de las guerras carlistas para comprender que el pueblo ha servido en España como munición, nunca como vanguardia.
La democracia, al menos teóricamente, podría haber traído consigo un cambio en esta dinámica, pero, sin que pueda negarse que se instauró con el aplauso del público, todos los pasos que se han dado desde 1975 han sido en interés de las minorías políticas, de los partidos y los grupos que se han encargado de controlar la situación. En consecuencia, desde el momento en que los partidos y los nuevos poderes fácticos, la monarquía, el dinero, los poderes mediáticos, y poco más, se sintieron legitimados por un consenso ciudadano muy amplio e indiscutido, ninguno de ellos ha hecho nada para que la democracia pueda ampliar su campo de juego; por el contrario, se han opuesto con buenas o malas razones a cualquier reforma que pudiese amenazar el statu-quo, o poner en duda la legitimidad y eficacia del tinglado. Por su parte, los ciudadanos han llevado con paciencia esta situación, en parte por confundirla con la democracia misma, pero también en la medida en que el sistema había venido siendo razonablemente eficaz para resolver los problemas comunes.
Todo este peculiar consenso se ha puesto seriamente en duda, sobre todo, tras la victoria de Zapatero y el rumbo que ha conferido a la política que se caracteriza, a mi modo de ver, por tres novedades esenciales. En primer lugar, por mostrar una ineficiencia pasmosa frente a la crisis económica, al tiempo que se continuaba practicando una política de gasto realmente insostenible. En segundo lugar, por exacerbar las tensiones territoriales al promover un nuevo Estatuto para Cataluña que, a la postre, se ha mostrado como esencialmente insostenible e inconstitucional y ha traído, además, una deriva absurdamente imitativa en otras regiones, con el resultado final de que buena parte del público haya caído en la cuenta de que el sistema no es solo políticamente peligroso, sino económicamente insostenible. Por último, aunque tal vez lo más importante, el que los políticos se hayan extralimitado en sus responsabilidades adentrándose en terrenos que la mayor parte de los ciudadanos creían poder gozar de lo que Constant llamó la libertad de los modernos, su capacidad para hacer de su capa un sayo, cuando les plazca, la soberanía absoluta en su vida privada, que es la única que realmente interesa a la mayoría. Pero el gobierno zapateril, escaso de éxitos en otros sectores, ha decidido contentar a sus fanes más doctrinarios y antiliberales promulgando leyes sobre cómo se fuma, cómo se bebe, qué se cree, cómo se piensa, cómo se matrimonia o se fornica, es decir, se ha puesto a intervenir la conciencia moral de los ciudadanos, de modo que muchos han percibido por primera vez al poder político como un intruso sin verdadero derecho a hacer las cosas que hace.
En EEUU, los electores se encalabrinan por los impuestos, aunque no protestan si se les prohíbe fumar; en España es distinto, porque los impuestos suelen ser ignorados por quien los padece (gran habilidad de hacendistas y socialdemócratas), mientras que el personal se encocora si le reglamentan lo que aprecia como su real gana.
Todo ello ha atizado un sentimiento oscuro frente a los partidos, frente a los privilegios de la Banca y de los poderosos, frente al abuso de los nacionalistas, frente a las extralimitaciones del Gobierno, un rechazo que comenzó con la creación de nuevos grupos políticos, y que ahora está a la espera de cristalización. Se trata de un caldo de cultivo que, por primera vez, no se ha cocinado en Palacio, que expresa el descontento con un sistema demasiado ensimismado y suficiente.
No creo que la cosa se vaya a parar como de repente, y dudo de la capacidad de adaptación de las maquinarias de los partidos, de manera que, a medio y largo plazo, tal vez nos enfrentemos a una crisis seria del sistema, que no podrá continuar en píe con un desafecto creciente y con una economía que nos asfixia. Se trata de un reto, y no solo para la derecha, aunque sí, sobre todo, para ella.
[Publicado en El Confidencial]

La corte de los milagros

La novela de Valle Inclán nos da una imagen de la España isabelina que caricaturiza el absurdo de una situación política apoyada únicamente en la tendencia a persistir de las instituciones, sin energía ni proyecto que las hiciera interesantes, una corte que se mueve con la inercia de los siglos, segura de su persistencia aunque crezcan los absurdos que se acumulan en su entorno. Se trata de un escenario que guarda algunas relaciones con el largo declive del zapaterismo, un episodio plenamente esperpéntico, si se mira con cierta calma.
El presidente conserva cierta dosis de lucidez suficiente para comprender el profundo patetismo de su figura, pero como siempre ha parecido más inclinado a la continuidad que a la lógica, trata de que el país asuma con la misma entereza con la que él parece haberlo hecho una situación simplemente absurda, si se mira desde el punto de vista de su coherencia, y explosiva, si se mira desde el punto de vista de sus posibles consecuencias.
Tras larguísimos meses dedicados a negar la evidencia y gravedad de una crisis que todo el universo mundo reconocía con presteza, el presidente se apresuró a continuar en el machito con el dije de que la cosa iba a pasar pronto, y con la reciedumbre de quien no está dispuesto a desprenderse de ninguno de sus principios. De paso se cometieron algunas locuras más o menos electorales que sirvieron para salir del paso en las elecciones de 2008 y que, dada la magnitud del desastre, apenas supusieron un ligero agravamiento del cuadro. Zapatero fue por entonces una figura disfuncional pero a su modo coherente, un tipo que creía en los milagros, pero eso le pasa a mucha gente. Todo cambio de súbito con la llamada al orden desde el exterior, con las conversaciones con Obama. Zapatero cayó en la cuenta de que estábamos al borde del abismo y se decidió a cambiar radicalmente de política. Lo que para tantos hubiera sido una misión imposible, le pareció a Zapatero un ejercicio más de su liderazgo y se dispuso a decir sistemáticamente Digo donde siempre había dicho Diego.
Es justo este momento en el que se pone definitivamente en marcha el tinglado de la farsa en medio de un descontento escénico con escasos precedentes. Algunos socialistas afirman, simplemente, que, por ejemplo, congelar las pensiones es de izquierdas, mientras que otros tratan de ofrecer el giro copernicano como una muestra de madurez, como una floración de buen sentido. EL PSOE se convierte de manera paulatina en una impensable jaula de grillos mientras el gobierno se dedica a vender como soluciones de ajuste sus habituales disparates y desconciertos. En medio de estas confusiones, se supera, mal que bien, la crisis de la deuda y todos deciden poner cara de que se trata de volver a lo de siempre, a gobernar a su modo este viejo país ineficiente.
Ahora bien, la situación política no ha mejorado en absoluto. Tenemos un gobierno sin norte y sin líder, que un día tras otro deshace con su derecha lo que ayer había hecho con su izquierda. El presidente ha agotado ya sus discursos aventados y sus iniciativas más ridículas en la escena internacional. No sabe, literalmente, qué decir, de manera que se refugia en el libro de estilo y se dedica a atacar a la derecha eterna, no sea que alguien caiga en la cuenta de que él es quien está haciendo, precisamente, lo que se supone que tendría que hacer esa derecha a la que denuesta.
Los presupuestos de 2011 están en el alero, pero, sobre todo, no hay ninguna certeza de que, de salir, fueren a servir para nada de lo que se supone son los fines lógicos de cualquier presupuesto. Zapatero trata de mantener el equilibrio sobre el alambre pero sin saber ya si va o si viene, evitando tan solo la caída definitiva.
Se podrían añadir mil detalles al cuadro, pero es obvio que estamos en una situación sin salida y completamente incapaz de agotar una legislatura. Aunque se descarte, cosa que no habría que hacer, una nueva crisis de deuda con final distinto a la anterior, los problemas de fondo de la situación no tienen solución a la vista. La cultura política del PSOE le está esterilizando porque le impide ceder el paso, pero también buscar una salida distinta más allá del fulanismo tradicional de la política española. Cuando se oyen, por ejemplo, las proclamas de Tomás Gómez, por citar a un político nuevo en la plaza que pudiera aportar alguna esperanza, se tiene la sensación de que la mayoría de los socialistas son incapaces de explicar lo que nos está pasando y lo que ellos han hecho, de modo que se hace muy difícil suponer que alguno de ellos pueda ser capaz de sugerir cualquier solución para el futuro.
Frente a esto, una oposición dedicada a ver cómo desfila el cadáver del enemigo, olvida que ese entierro bien pudiere acabar siendo también el suyo dada la magnitud del disparate. Por su parte, los españoles siguen atento a las llagas de la santa, seguros de que algún milagro les restituirá su prosperidad perdida.
[Publicado en El Confidencial]

La música de la crisis

Yo creo que con la crisis pasa algo parecido a lo que ocurre con las canciones, que nos quedamos más con la música que con la letra, entre otras cosas, porque la crisis da lugar a unas narrativas muy confusas. La música de la crisis, por el contrario, puede ser muy clara, porque depende, básicamente, de la interpretación que hagan los políticos, y eso es lo que, cuando llegue el momento, valorarán los electores.
Hay una crisis, pero hay diferentes músicas para recordarla, cuando pase, que pasará. Hay, al menos, dos músicas muy distintas. La primera es la de ZP, que está entonando los remedios de la crisis al son del sacrificio por la patria, con el estribillo de su inmolación: he de hacer lo que no quiero por el bien de todos, porque es necesario, y si hay que recibir bofetadas las recibiré con gusto por mi país. Muchos me dirán que hago una interpretación muy benigna de la melodía de Zapatero, y seguramente tendrán razón, pero ZP está concentrando todos sus esfuerzos políticos en ese breve estribillo que puede ser muy pegadizo.
La melodía del PP es más difícil de detectar; cuando suena mal, cuando chirría, parece decir algo así como ZP vete ya, que nosotros lo haremos mejor. Yo, sintiéndolo mucho, no alcanzo a percibir otra melodía por parte del PP, aunque sepa que las hay, pero no consiguen imponerse, supongo que porque el PP no tiene una orquesta especialmente bien afinada, y ni siquiera resulta obvio que estén ejecutando la misma partitura. Esto puede dar resultados muy negativos para el PP, y tal vez podamos comprobarlo relativamente pronto.
¿Porque pasan estas cosas? Mi interpretación es la siguiente: la dirección del PP cree que se han perdido las elecciones de 2004 y 2008 por tener un discurso insoportable para la mayoría del país, o por decirlo de algún modo, habitual pero equívoco, poco centrado. En consecuencia, concibe su intento de alcanzar el poder con una mezcla de astucia y disimulo, pero sin explicar con claridad por qué y para qué querría alcanzarlo. Ese análisis lleva a adoptar discursos que, más que confusos, pueden calificarse como confundidores, lo que, en consecuencia, permite al PSOE hacer lo posible para que crezca la sensación de que el PP tiene una agenda oculta que no se atreve a desvelar. Un ejemplo: si en lugar de reconocer que hay demasiados funcionarios, un alto cargo del PP dice que, de ser él funcionario hubiera hecho la huelga, lo que está haciendo es ocultar la política que el PP debiera tener sobre el asunto, y preparar al público para el convencimiento de que el PP solo tiene ambición y oportunismo, cosa que se acentúa cuando el PP parece querer reducir sus diferencias con el PSOE a una presunta mejor administración de la economía. Con esta música el PP no está preparando su marcha triunfal, por mucho que pueda creerlo.

Envidia del Barça

Mis lectores ya saben que soy aficionado al fútbol y seguidor del Real Madrid, aunque admiro el juego del Barça; pero admiro más la manera en que sus socios han cambiado el destino de su club. Me parece envidiable que haya habido cuatro candidaturas y que a participación haya sido tan alta. También creo que el candidato elegido es el mejor, el que más se acerca a la buena imagen que los que no somos de allí tenemos de los catalanes: listo, emprendedor, simpático, concreto, nada demagogo.

Por comparación, la aclamación de Florentino sin elecciones me parece algo lamentable. Es más, me temo que la diferencia se deba a la distinta madurez de las sociedades catalana y madrileña. Estoy muy lejos de admirar a los nacionalistas catalanes, pero es evidente que han influido en su sociedad introduciendo una cultura de defensa de sus intereses, de participación, de responsabilidad cívica que no existe de manera tan clara en el resto de España, ni, desde luego, en Madrid. En eso, les envidio.

La verdad sobre el caso ZP

Se trata de un caso tan extraordinario que es inevitable la polémica. No es fácil encontrar a un político que haya sido capaz de destrozar en un breve lapso de tiempo una economía relativamente sólida, que rompa completamente con la cultura política y la tradición de la democracia que le elige, que haya causado tantos estragos innecesarios en casi todo lo que ha tocado. Mi juicio sobre él no es benévolo, pero no estoy conforme en considerar que todo se deba a alguna deficiencia personal, a un oportunismo desorejado, o a un tacticismo llevado al extremo.

A mi modo de ver, ZP es el producto de una desafortunada indigestión intelectual. No siendo hombre de grandes lecturas (como lo muestra su ignorancia de lenguas), ha tenido la mala fortuna de caer en las manos de ciertos filósofos posmodernos y postmarxistas críados en la cultura norteamericana. De ahí han venido la mayoría de las monsergas zapaterescas, esa izquierda sin tradición ni arraigo, pero capaz de desconcertar. Inspirado en tales doctrinas, ha ignorado algo esencial, a saber, que la izquierda americana se puede permitir el lujo de sostener tales jeribeques porque no hay ningún riesgo de que tengan una influencia decisiva en el país, en una cultura troquelada por el amor a la libertad, el respeto a la conciencia personal, el sentido del deber, las virtudes cívicas (el patriotismo, por ejemplo), la laboriosidad, la responsabilidad personal, cierto puritanismo, etc., es decir, el tipo de cultura política que ha florecido en las naciones de predominio protestante.

Ahora trasládese frívolamente esa clase de agenda política a un país sin ninguna de esas bases culturales, sin aprecio a la libertad, sin espíritu cívico, sin tradición de iniciativa y responsabilidad económica, y se comprenderá el desbarajuste que está originando el zapaterismo. Nuestra cultura es, sobre todo, barroca, artificiosa, retórica; nos provee de cuanto se necesita para ocultar la picaresca, la corrupción, al amiguismo, la hipocresía y la anomia práctica en que nos movemos como el pez en el agua. No pretendo que eso sea todo, pero sí me parece que es lo más específico en la actitud de ZP, lo que acaso pueda ayudar a explicar el disparatado desastre en que nos ha sumido, entre sonrisa y sonrisa, como quien no quiere la cosa.