Mucha gente confunde interesadamente lo obvio, que toda creación intelectual o cultural pertenece en un sentido fuerte a su propietario, y que se le debe reconocimiento por ello, con lo que no es ni lejanamente tan evidente, a saber, que deba existir un mecanismo rígido de retribución económica al autor cada vez que alguien usa de cualquier manera su obra. Toda la literatura sobre que se trate de un derecho fundamental e inalienable, es irrebatible, si se refiere al primer aspecto, pero sumamente equívoca si se refiere al segundo.
El hecho decisivo es que desde que el mundo es mundo, todo derecho de propiedad ha estado ligado a la posesión de objetos, o al pago de una tarifa por la utilización pública y comercial de textos o partituras, que es lo que han conseguido controlar las sociedades de autores. La aparición del universo digital ha hecho que cualquier clase de documentos pierda su carácter objetivo, en el sentido material, de modo que el sistema tradicional de pago al autor por la adquisición de una copia material pierda cualquier posibilidad de control en el entorno digital, además de que afecte fuertemente al sistema de cobro establecido por las sociedades de autores.
Tenemos, pues, un problema, y no tenemos todavía una solución clara a la necesidad de retribuir a los autores de textos que puedan, y lo serán, ser indefinidamente reproducidos sin coste apreciable y sin posibilidad de control. Ahora bien, debiera ser evidente que la prohibición estricta del intercambio de ficheros, el control, policial o judicial, de las redes de acceso, y cualquier clase de política punitiva de prácticas que supuestamente violen esos principios, no tiene buen fundamento jurídico y puede ocasionar daños más graves que los que pretenda practicar, además de que será tecnológicamente inviable.
No se trata solamente de que exista una tecnología que permita el quebrantamiento de una norma legal, sino de que existe una tecnología que ha destruido la base material en la que se fundaba la existencia de ese tal derecho. Como he escrito en otras ocasiones, la situación no es completamente nueva. Por ejemplo, ningún pintor ha pretendido nunca que se le pagare por cada persona que contemplare su obra, o por cada copia, del tipo que fuere, que se hiciere de ella. Hay que dejar de confundir el derecho con la forma de retribución por la autoría, y la existencia de una forma de retribución que fijará el mercado con el derecho a cobrar conforme a una modalidad a punto de ser enteramente obsoleta.
Sería mejor no plantear estos asuntos en términos abstractos, como lo son los jurídicos, sino en términos económicos. Se trata de regular los mercados culturales de manera inteligente, no de respetar una especie de derecho platónico al cobro indefinido, que, por cierto, se ha constituido sobre la base de la existencia de un procedimiento bastante efectivo de controlar la producción de copias, que ahora ya no existe o es imposible.
Estoy convencido de que lo que ahora parece una aporía dejara de serlo más pronto que tarde, aunque, desde luego, se llevará por delante a toda una nube de intermediarios, de abogados, de representantes, de agentes, que van a perder, si no lo han perdido ya, el sentido de sus funciones en el universo digital, aunque los más despabilados encontraran otras, mientras algunos más lelos seguirán trinando a la Luna. Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible.