Los españoles nos enfrentamos a unas elecciones, pero tenemos por delante problemas algo más complejos y hondos que decidir entre unas siglas y otras, con ser esto importante, que lo es y mucho. La terrible noticia del enorme incremento del paro en septiembre puede que haya servido para que los más desavisados se den cuenta de que estamos ante una crisis descomunal de nuestra economía, y que, aunque sea razonable esperar que el nuevo gobierno haga bien sus deberes, no podremos salir de esta situación solo con sus políticas, si no existe un empeño colectivo en actuar de una manera adecuada. No es fácil acertar con lo que haya que hacer, hay que reconocerlo, porque si los más sesudos y brillantes economistas se enzarzan en polémicas sin cuento simplemente para caracterizar lo que nos está pasando, resulta evidente que ocurre algo, en el mundo, en Europa y a nosotros, que tiene caracteres excepcionales. El caso de España es más grave no solo por sus terribles efectos sobre el desempleo, sino porque el gobierno del PSOE ha perdido años mareando la perdiz y en negar la evidencia, y porque el modelo económico que nos permitió una prosperidad llamativa en el pasado reciente no se puede reeditar. En el fondo nos enfrentamos con un problema muy general, con el hecho de que la inteligencia humana no está en condiciones de prever el futuro, tampoco con la economía, por muchos esfuerzos y contorsiones que se hagan.
No podemos prever con exactitud lo que va a suceder, pero sí podemos incorporar a nuestra reflexión algunas enseñanzas bastante obvias de la crisis que estamos padeciendo, y eso es lo que deberíamos hacer cuanto antes. Para empezar, habría que poner a buen recaudo las interpretaciones fáciles que se basan en enajenar las culpas, en vociferar contra el capitalismo, los ricos o los banqueros, en lo que podríamos llamar el modelo griego: sindicalistas, funcionarios, y otros protegidos por el general estado de abuso en el que se ha vivido, tomando las calles, griando contra quienes les han prestado el dinero que se han gastado absurdamente, porque, al parecer, tienen la inaudita pretensión de que Grecia pague sus deudas. Por esa vía no se va a ninguna parte, o, mejor dicho, se va a Cuba, al socialismo y a la pobreza más absoluta. Parece claro que hay un cierto número de insensatos dispuestos a seguir ese modelo bajo la excusa de la indignación, de la corrupción de los políticos y mil piadosas mentiras similares. Lo grave no es que ese tipo de gentes existan, sino que se les haga más caso del muy escaso que merecen. Mi opinión es, y me arriesgo a equivocarme, que, más allá de ciertos conatos pre-electorales, los ciudadanos no van a secundar ninguna especie de algaradas o intentos de tomar la Bastilla o el Palacio de Invierno, porque están al cabo de la calle de que lo que aquí nos ha pasado no se debe a la supuesta perversidad intrínseca del capitalismo, sino a errores que, en distinto grado, hemos ido cometiendo unos y otros.
La alternativa está, precisamente, en dejar de cometer esa clase de errores, y ahí hay mucho camino que recorrer para cada uno de nosotros. En términos populares, debería ser claro que hemos de salir de la borrachera del euro, de esa increíble espiral de aumento de precios, que supuso la entrada en la nueva moneda. Frente a la idea de que hay dinero para todo y si no se tiene se pide a los Bancos, que salían a la calle para ofrecer créditos hasta a los indigentes, y no, por cierto, en ejercicio de una piedad samaritana, hemos de saber que en el mercado global en el que ya estamos no podremos vender nada si no está bien hecho, a muy buen precio y con un gran servicio de atención a nuestros clientes, lo que es una ley muy general e ineludible. Hemos de practicar todos, aunque unos más que otros, una gran dieta de adelgazamiento, si de verdad queremos salir adelante. Claro está que en estas situaciones hay quienes se empecinan en seguir como si nada hubiese cambiado, en cobrar un café en el bar de la esquina a precios del Ritz, por ejemplo, pero el mercado será implacable con quienes se empeñen en esa clase de propósitos disparatados. Esto vale para los precios, para los salarios, y para los negocios. No es sostenible un régimen de excesos como el que hemos llevado, con las administraciones públicas en vanguardia, como si fuésemos no ya nuevos ricos, sino herederos de una fortuna inagotable. Cuanto antes nos hagamos a la idea de que somos un país modesto, al que le queda mucho para estar en primera división económica, y nos dispongamos a revisar con lupa las abundantes mandangas que nos venden los políticos como si fueran servicios sociales, ejemplares e imprescindibles, antes saldremos del marasmo. Es verdad que hay que elegir entre Rubalcaba y Rajoy, una elección que no parece demasiado difícil, pero hay que tomar posición, además, frente a asuntos de apariencia modesta, pero de mucha mayor enjundia, y ahí sí que nos la jugamos.