La insensibilidad de los políticos a los estados de opinión del público es proverbial: la suficiencia insensata que les caracteriza, el estar rodeados de pelotilleros, y el hecho de que lo único que les importa no sea casi nunca confesable, lo hacen francamente fácil. De todos modos, sorprende ver a Ruiz Gallardón, un personaje cuyas credenciales en materia de flexibilidad, por decirlo de algún modo, son casi legendarias, atarse al destino de Divar, a la apuesta por su honradez, a echar tierra al asunto como si fuese un pecadillo sin importancia, con el peregrino argumento, ya repetido, de la estabilidad de las instituciones. ¿Cómo no comprenden que lo que está en juego es su fiabilidad y que lo peor que pueden hacer es lastrarla con un caso que todo el mundo comprende? Los más viejos se pueden acordar del episodio de las bragas de la Miró, que, por cierto, acabó con su vida política, e inició la era demoledora para el PSOE felipista.
El gobierno de Rajoy se le está jugando a costa de un juez pasmosamente indigno que se atreve a esconderse detrás de una conciencia moral tan peculiar que no admite examen. Lo que están haciendo es gravísimo, pero en medio de la tormenta financiera e institucional es directamente suicida, y, si no, al tiempo. ¡Que se vaya Divar! ¡Que dimitan los consejeros que le apoyaron! ¡Que Gallardón se esfume! Es lo que va a pasar, que no cesarán de crecer las exigencias. Se lo ha explicado Draghi, pero ellos siguen escuchando a Arriola que cobra un pastón y dice lo que quieren oír.
Morir de éxito
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