La calle está siendo utilizada por gentes amenazadas de manera más intensa que hace unos meses; los sindicatos se suman, sacan tajada y hacen suma y sigue, pero no son los únicos que están detrás de las marchas y los silbatos. Los que ahora salen a la calle, sanitarios, empleados de empresas equívocas, profesores, funcionarios, son los que ven que les llega la hora del ajuste ya sufrido por el sector privado.
No puede parecer mal que se defiendan, es lógico, y están incluso en su derecho, pero no es fácil de entender que solo apuesten por la confusión, en lugar de pedir luz y taquígrafos, transparencia y competencia. Se ve que temen el procedimiento y prefieren escudarse tras causas sin tacha, de manera que no dicen “defiendo mi salario”, ni tampoco “protejo mi régimen laboral, bastante laxo”, sino, por ejemplo, que “la sanidad está en peligro”, o que la felicidad de todos se haya en riesgo.
Es humano que jueguen a confundir, muchos están confundidos, pero lo que no resulta fácil de entender son las simpatías que generan esta clase de protestas, salvo, claro está, en los viejos topos irredentos a la eterna espera de ese paraíso en el que ya no habrá dominación del hombre por el hombre, sueños que todavía alientan algunos con la natural enemistad que todo el mundo siente hacia los prestamistas.
En el fragor callejero se mezclan algunas causas dignas, no demasiadas, con defensas de lo impresentable, y con esa miserable costumbre de echar siempre la culpa de todo a los demás. Los ciudadanos asistimos atónitos a la explosión de protestas, pero no deberíamos olvidar que cuanto mejor sea una consigna, más capaz es de ocultar lo que no quieren que sepamos, lo poco que les interesa realmente eso que dicen defender con tanto ahínco.