Casi todo en esta vida es cuestión de proporciones. Un cierto nivel de corrupción en los asuntos públicos es seguramente inevitable, del mismo modo que admitimos que haya algo de polvo bajo las alfombras, pero si con ellas se tratase de tapar, por ejemplo, el cadáver de un caballo, tropezaríamos al andar, y la estancia sería inhabitable. Claro está que, yendo poco a poco, se puede acostumbrar a la gente a vivir en lugares infectos, pero resultaría un poco sádico tratar de que, al tiempo, se dedicasen a loar la higiene reinante.
En España tenemos ya bastantes caballos muertos bajo la moqueta, y hasta hay quien se empeña en alabar a una democracia tan pulcra, y esto es lo que ya no cuela. Con lo que la prensa publica sobre nuestros casos de corrupción se podría surtir a varias repúblicas medianamente decentes, pero empieza a ser una dosis insoportable para un solo paciente, y eso que la prensa suele ser prudente y discreta y se entera, más bien tarde, de lo que la gente dice ya a voces.
Nuestro sistema trata de arreglar esto con una justicia complaciente, que mira para otro lado, que no sabe bien si alguna ley debe aplicarse o es de las que se promulgan para el lucimiento colectivo, que alarga los procesos, que pacta con los culpables y les pide disculpas por las molestias, en fin con una panoplia realmente eficaz de procedimientos de despiste. El problema es que eso ya no sirve, porque los casos son tantos, y tan graves, que lo milagroso es que haya quienes siguen pagando pacíficamente sus impuestos.
La cuestión es muy simple, o se pone coto de una vez a la corrupción institucional y se activan los procedimientos de limpieza, o este país será en un plazo más breve que largo un Estado fallido, un lugar invivible y asqueroso. Se verá dentro de muy poco.
[Publicado en La Gaceta]