En la muerte de mi madre

Desde que oí por primera vez el texto de Proverbios en alabanza de la mujer fuerte, comprendí que aquellas palabras podían decirse de mi madre, y aún creo que el texto se queda corto:


Una buena ama de casa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas. El corazón de su marido confía en ella y no le faltará compensación.
Ella le hace el bien, y nunca el mal, todos los días de su vida.
Se procura la lana y el lino, y trabaja de buena gana con sus manos.
Es como los barcos mercantes: trae sus provisiones desde lejos.
Tiene en vista un campo, y lo adquiere, con el fruto de sus manos planta una viña.
Ciñe vigorosamente su cintura y fortalece sus brazos para el trabajo.
Ve con agrado que sus negocios prosperan, su lámpara no se apaga por la noche.
Aplica sus manos a la rueca y sus dedos manejan el huso.
Abre su mano al desvalido y tiende sus brazos al indigente.


Mi madre no fue premiada con una larga fortuna, pero sí con una inagotable diligencia, con una tenacidad briosa y con todo el buen humor que cupiera en un sentido común apabullante. De entre los bienes que me ha procurado Dios creo que el de haber tenido esta madre es, de lejos, el más extraordinario, y, desde luego, el que más le agradezco.
Se ha ido entre los suyos, sin un mal gesto, como si nada le doliese.  Dios nos ha premiado con una agonía breve y una muerte plácida, es lo menos que se merecía. Siempre he creído en la vida eterna aunque solo sea por un inagotable deseo de volver a ver a mi padre, muerto en plena juventud. Puede imaginarse como deseo volver a verlos, y, en este día de dolor, juro que procuraré portarme siempre como me enseñaron, aunque ciertamente no lo consiga.  Que Dios, que tan generoso fue dándonosla, le premie con largueza el inmenso bien que nos hizo sin pensar nunca en sí misma.