La solemne proclamación de Felipe VI ha estado rodeada de un conjunto de circunstancias que acibaran inevitablemente una secuencia de actos que debiéramos poder considerar con cierto nivel de júbilo y esperanza. Desde la inoportuna e improvisada abdicación del Rey, hasta la amarga y pública derrota de uno de nuestros mejores símbolos recientes, pasando por la retórica eufórica de esos nuevos republicanos que creen, o así lo dicen, dominar las calles, sin olvidar la improvisación y el perfil deliberadamente átono de todos los ceremoniales, la recepción al nuevo Rey no se ha producido en el mejor de los escenarios posibles.
En contraste con ese escenario algo menos que lánguido, más bien indisimulablemente adverso, creo que hay que destacar el tono dominante en el primer discurso público del nuevo monarca constitucional. Este tipo de discursos se compone, inevitablemente, de un cierto conjunto de lugares comunes, de tópicos que no pueden abandonarse, que deben ser entendidos como exigencias del género, pero, además de esa retórica inevitable, se puede adivinar en esta clase de piezas, algún elemento personal, un síntoma de vida, de preocupación, de deseo y empeño. Claro es que uno puede equivocarse al leer textos de compromiso, pero me parece que no es difícil adivinar por debajo de la prosa circunstancial el aliento de una voluntad regia que me resulta grata y esperanzadora.
Felipe VI ha deslizado en sus palabras un elemento moral. Sus llamadas al compromiso, a la ejemplaridad y a la grandeza no sólo son de agradecer sino que, dichas en este momento, parecen prometer una actitud bastante distinta de la que, con mayor o menor razón, se han atribuido a su predecesor, especialmente en las últimas etapas de su largo reinado. Si los españoles teníamos la sensación de que Juan Carlos I llevaba algún tiempo dedicado a sobrevivir y a salvar los muebles, tenemos cierto derecho a pensar, repasando sus primeras palabras, que quien acaba de sucederle concibe un programa de trabajo algo más ambicioso.
El reinado de don Juan Carlos ha tenido dos etapas realmente muy distintas, cosa que todo el mundo reconoce. El Rey hubo de trabajar a fondo hasta que se sintió plenamente legitimado, desde el punto de vista político, con el triunfo socialista de 1982, mientras que las tres décadas posteriores han sido de relativo disfrute del éxito alcanzado y han podido traer consigo una cierta relajación que siempre acaba pasando facturas amargas.
Don Felipe VI no tiene poderes excepcionales, pero tendrá que inventar una función que está por definir con precisión y en el éxito de esa tarea estará, o no, la definitiva consolidación de un sistema para proveer la jefatura del Estado que nunca se ha debatido en sus términos estrictos, porque nació de una mezcla extraña de excepcionalidad y tradición y ha madurado en una etapa de franco desconcierto. Tiene, pues, trabajo el nuevo Rey, y no podrá hacerlo en solitario. Las fuerzas políticas españolas han usado la Monarquía en su favor, pero se han ocupado muy escasamente de ella, de su precisa función y de proporcionarle un estatuto jurídico nítidamente definido, como se ha puesto de manifiesto, clamorosamente, con una ley de abdicación ridículamente famosa. Los españoles tenemos ahí una solución constitucional valiosa, pero engarzada de manera harto chapucera tanto en el ordenamiento jurídico y constitucional, como en la cultura política y en los hábitos institucionales. En eso habrá que ayudar a que el nuevo Rey pueda definir con claridad los márgenes de su misión y dedicarse con ahínco y ejemplaridad a cumplirla. El miedo a la discusión de estas cuestiones se puede convertir en el primer enemigo de la estabilidad constitucional a nada que nos empeñemos.
Con un Rey que parece dispuesto a clarificar su papel y a cumplirlo con empeño, tenemos derecho a ver nuestro futuro, en este aspecto, con optimismo. En español, la palabra moral significa varias cosas distintas, pero, sobre todo, dos: por un lado, el compromiso con el deber, con el honor y con el Bien, que el Rey ha dejado muy de manifiesto, y, por otro, la creencia en que el empeño y la esperanza pueden llevarnos al éxito que, de otro modo, suele convertirse en esquivo. El discurso inaugural de Felipe VI ha sido muy consolador en los dos sentidos del término. Sólo falta que haya el suficiente número de españoles dispuestos a que todo esto que ahora puede parecer apenas hilvanado por la improvisación y el escamoteo acabe por significar un rotundo pilar en el que apoyar la libertad, la dignidad y el progreso de España, es decir de todos nosotros. Esa confianza me parece que ha logrado sobrenadar al tono inevitablemente administrativo del discurso y, sobre todo, ha logrado asomarse por encima del gélido estado de ánimo de tantos españoles disgustados con lo que nos pasa.
[Publicado en Libertad digital]
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