El cuasi referéndum supuso un espectáculo lamentable, por mucho que nos hayamos acostumbrado a que la ley se pueda tomar a pitorreo por los nacionalistas catalanes. Es un consuelo, relativo, que, con toda la frialdad del mundo, la Fiscalía se querelle contra los responsables de ese suceso vergonzoso, contra esa caricatura obscena de la democracia.
Estamos tan acostumbrados a la mentira que se atreven a celebrar como un éxito que tras años de implacable movilización, de persecución sistemática de los disidentes, hayan obtenido bastante menos de un treinta por ciento de independentistas en este vil sucedáneo que nunca debió existir. Hay que esperar que quienes deben hacerlo, y nos afecta a todos, saquemos consecuencias de esas cifras y nos apresuremos a reducirlas sin miedo y sin tardanza, porque son hijas de la mentira más tonta y cobarde que se pueda imaginar. Yo también me siento triste de que el Gobierno español haya sido tan pusilánime, pero no quiero fijarme ahora en eso, sino en obligarnos todos a combatir con decisión algo que es un ridículo pero que puede acabar en tragedia.
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