La situación creada con el fracaso del Procés y la intervención de la Justicia tiene muchos aspectos que podemos considerar tristes, dolorosos, peligrosos; también podemos verla como la consecuencia de errores casi inveterados en la política española respecto a Cataluña y, por supuesto, de mentiras, inconsecuencias e irresponsabilidades en el comportamiento de los separatistas. En cualquier caso, es un mal que no se ha sabido evitar, pero que no puede considerarse sino como algo necesario, visto lo sucedido. Y, en ocasiones, que suceda lo necesario es la condición indispensable para que pueda abrirse paso lo posible.
Los españoles solemos cometer dos tipos de errores en relación con este asunto, errores que son, además, bipolares. Por una parte, tendemos a verlo como consecuencia de una cuestión de identidad mal resuelta, y, por otro lado, lo vemos como si fuese simplemente un conjunto de añagazas para sacar determinadas ventajas y volver a la supuesta «normalidad» de siempre. Ambos errores han de ser corregidos, si no queremos ir de susto en susto y de error en catástrofe.
La identidad catalana puede ser algo que no se discute, pero también puede ser vista como algo irrelevante. El supremacismo catalán da en suponer que su caso es único, flagrante, pero es pura miopía, el mundo está lleno de casos similares, y Europa no es ninguna excepción. Hay que estar dispuestos a reconocer todo lo que quieran a los catalanes, con tal de que ellos reconozcan una realidad palmaria, que ni han sido nunca independientes, ni lo van a ser jamás, al menos por la vía que parecen haber escogido. Otra cosa es que hagan caso al economista de las chaquetas verdes y se dediquen a «dar hostias», tal vez así lo consigan, aunque me temo que no.
En esa tensión entre la pulsión supremacista de los separatistas y la insignificancia política del argumento está el nudo del asunto. Porque Cataluña pertenece a un espacio (a España y en Europa) en el que está vigente el imperio de la ley, y en el que no basta que unos cientos de miles de personas, incluso millones, se declaren partidarios de algo para que ese algo se convierta en una realidad. Hay muchos independentistas, pero eso no trae consigo ninguna independencia, ni siquiera aunque los independentistas fuesen mayoría, que es obvio que no lo han sido nunca, ni, previsiblemente, llegarán a serlo nunca.
Dando por sentado que hay que respetar la ley, en España, en Alemania y hasta en Bélgica, lo que tenemos delante es un burdo proceso de secesión que se ha podido llevar a un término tan ridículo por la debilidad política del Gobierno, amparado en la falsa esperanza de que no acabaría por ocurrir lo que ha terminado pasando. Al estar tardo, temeroso y ausente, este Gobierno ha dejado que el asunto se le fuese de las manos, no se ha atrevido a intervenir en el momento oportuno, que debió ser después del golpe parlamentario del 6 de septiembre y muy antes del ilegal y surrealista referéndum de octubre. Como no se hizo nada, los políticos secesionistas pensaron que podrían salirse con la suya y que lo de las cárceles y la ley no iba con personas tan distinguidas, eso mismo que hoy sigue repitiendo el actual presidente del Parlamento.
Ningún Estado tolera su división sin castigar con penas severas, y, raramente lo hace con la suavidad y la calma con las que está procediendo la Justicia española. Ninguna independencia se logra de otra forma que o mediante un pacto con la Nación de la que se quieren separar, o mediante la violencia. El drama de los separatistas es que lo saben y han pretendido inventar una tercera vía confundiéndose con la debilidad tontuna de Rajoy.
Todo el mal que se ha hecho tiene una enorme ventaja: clarificar el caso. Hace falta ser muy tonto o muy malvado para seguir diciendo que lo ocurrido se debe a excesos del Estado, para dar píe a las quejas hipócritas de los rebeldes. Estamos ante un atentado a la democracia española, y, por tanto, catalana, y ante una pretendida burla sistemática de la ley y las normas del juego. Eso, podría estar acabando, aunque habrá que verlo. Cuando lo haga del todo, se puede volver a hablar de lo que haga falta, pero no para conceder lo que no está en nuestras manos, porque, además, el supremacismo es insaciable, sino para restaurar el orden constitucional que contempla el principio de autonomía, pero no ampara la secesión de parte alguna, ni permite el troceamiento de la soberanía, dos principios que nunca más se podrán ignorar por mucho que se pretenda hablar en nombre de una inexistente nación catalána con su correspondiente voluntad soberana supuestamente reprimida.