El presidente de los EE. UU. tiene todas las características personales necesarias para que se le describa mediante una serie de caricaturas más o menos brillantes. No es, desde luego, ni un Kennedy ni un Obama, ese tipo de personajes que parten con el beneficio de una fotogenia afortunada. En el caso de la política exterior y de sus relaciones con Corea del Norte se dan las circunstancias precisas para que se nos repita insistentemente que la política exterior de los EE. UU. es ingenua y, en el caso de Trump, sobre todo, además, torpe. Puede que quienes así piensan tengan razón, porque como dice Guillermo Gortázar, la política consiste en no saber lo que pasará mañana, pero no creo que caracterizar a la diplomacia y a la política exterior de los EE. UU. como ingenua sea muy correcto. Los EE. UU. se pueden permitir el lujo de jugar a largo plazo y, sin que eso signifique lo de que, de derrota en derrota hasta la victoria final, el hecho es que muchos de sus “fracasos” históricos como Vietnam, por ejemplo, se han convertido en victorias de largo plazo como la derrota del comunismo en Asia, por poner otro ejemplo. Lo que no quiere decir que siempre acierten, pero conjugan el aprendizaje histórico de las políticas imperiales con un pragmatismo enorme en el corto plazo: no me parece que sea una política tan deficiente. Veremos, pero no mañana, la gran cuestión es si los EE. UU. han empezado a entrar en declive, como muchos piensan o desean, o, por el contrario, si está empezando su gran etapa de dominio, como afirman otros. La figura de Trump no le da demasiada prima a la opinión favorable a su éxito, pero pudiera ser que eso sea lo de menos.