Elogio gubernamental del coche parado

Las medidas que este Gobierno, con la timorata aquiescencia de la oposición, se propone en relación con el uso de los automóviles, apuntan inequívocamente a la criminalización del automovilista. Apoyándose en unos estudios nunca sometidos a debate, el Gobierno publicita eslóganes absurdos en los que establece relaciones precisas entre decrecimientos de la velocidad y disminuciones del número de muertos. Al tiempo, se abstiene de explicar las artes precisas que emplea para cocinar sus estadísticas, atribuyéndose con notable impudicia una disminución de los siniestros que debe mucho, sin duda alguna, al descenso del tráfico debido a la crisis, esa molesta circunstancia que el gobierno atribuye a malvados ajenos a su competencia.

La limitación de la velocidad hasta cifras realmente mínimas se apoya en la ocultación de algunas verdades que son subversivas desde el punto de vista político, porque no son compatibles con el igualitarismo, es decir, con la envidia. La primera verdad es que no todos los conductores son igualmente expertos y que no son siempre los más rápidos los más peligrosos. Hay maniobras mortíferas que se pueden ejecutar a mucho menos de 40 por hora, y que muchas veces son causas de grandes estragos.

También es evidente, por supuesto, que nada tienen que ver las condiciones a las que hay que adaptarse para conducir en una autopista de peaje con las que se exigen en una de esas atormentas autovías viejas y hechas de retales, pero el gobierno no está para matices, y el que se exceda puede acabar en la cárcel o privado de su derecho a conducir.

Otra verdad dolorosa es que no todos los coches ofrecen la misma garantía y que es absurdo poner a unos y a otros las mismas limitaciones, pero esto permite un estupendo ejercicio de liberación de resentimientos cuando el usuario de un viejo cacharro casi inútil se permite el lujo de impedir el paso a un excelente coche nuevo, con el argumento de que nadie puede ir más deprisa y que hay que cerrar el paso a los delincuentes.

Las dos últimas verdades son igualmente obvias: lo que se está buscando es recaudar, cosa que se hace especialmente evidente en algunos lugares como es el caso de Madrid, y que el mal estado de las carreteras y la penosa señalización siguen siendo causa de graves accidentes.

No es que las limitaciones de velocidad no tengan sentido: hay ocasiones en que son muy necesarias, pero el gobierno abusa del género pretendiendo endilgarnos lo que debiera ser su mala conciencia al criminalizar conductas razonables y sin mayor riesgo.

Que los ciudadanos nos tengamos que acostumbrar a la hipocresía del gobierno es mala cosa. El automóvil es algo más que un útil, ha sido un símbolo de libertad; muchos recurrimos a la carretera no solo por necesidad sino por placer, y estamos empezando a caer en las manos de un poder sádico y absurdo.

[Publicado en Gaceta de los negocios]