Quienes creemos, como Burke, que la política es una de las más nobles vocaciones a las que puede dedicar su vida una persona decente, hemos de padecer una auténtica plaga de desprestigio de la política, a la que, naturalmente no son ajenos quienes a ella se dedican con tan escaso éxito de imagen. A día de hoy, según el barómetro del CIS, la tercera de las preocupaciones de los españoles es su escasa confianza en los políticos. No tengo a mano datos precisos, pero apostaría que esta es una de las peores calificaciones obtenidas en lo que llevamos de democracia. Los españoles creen tener buenas razones para desconfiar de nuestros políticos, seguramente porque los considera mentirosos, hipócritas, pusilánimes, demagogos, rutinarios, corruptos, abusones e improductivos, pero lo hace sin reparar hasta qué punto esos vicios son posibles porque nuestra sociedad las consiente y practica.
El caso es que la política, y, en general, la función pública, se ha desprovisto del halo de ejemplaridad que le es enteramente exigible. Sería normal que nuestros políticos fuesen mejores de lo que son si la justicia se administrase con cierta rapidez y equidad, si las cátedras universitarias se proveyesen con objetividad y transparencia, si los periodistas fuesen menos acomodaticios y partidistas, si los criterios para adjudicar las subvenciones estuviesen sometidos a control público, o si en los negocios imperase una ética que está clamorosamente ausente. Ya sabemos que no es así, pero por alguna parte habrá que empezar y la política nos brinda una oportunidad de hacerlo, aunque sea mínima, discriminando entre candidatos del mismo partido y dejando sin voto al que ha tenido una conducta reprobable, independientemente de lo que puedan decir en su momento, siempre tardío, los jueces.
La diferencia entre los políticos y el resto de oficios debería residir en que la dedicación política se acercase a algo parecido a una selección ideal de los candidatos, pero nadie sería capaz de defender que en ninguno de los partidos haya el menor asomo de objetividad y de fomento de la competencia a la hora de establecer los sistemas para llegar a las antesalas del cargo, a ese disparadero en el que los electores acaban dando su voto a unas siglas, aunque, en realidad, se lo den a alguien que puede ser un perfecto granuja.
Entre los políticos no hay, pues, ni asomo de una mínima voluntad de competencia pública para llegar a la meta, ni el menor interés en que los ciudadanos puedan valorar la condición personal de los que van a ser elegidos por la extraordinaria maquinaria del voto que se desencadena con las elecciones. No es de extrañar, por tanto, que aparezcan tantos casos de corrupción, ya que no existe el menor control para evitarlo, ni parece existir interés alguno en que se arbitre. Bien mirado, el sistema es tal que deberíamos admirarnos de que exista un porcentaje tan alto de personas razonablemente honorables. El colmo del caso es que, acogiéndose al principio de presunción de inocencia, se continúen presentando a las elecciones muchas personas, y no poco significativas, que aparecen imputadas en casos de corrupción. Es verdad que en algunos casos la práctica contraria podría perjudicar a un inocente, pero no lo es menos que los más inocentes debiera ser los primeros en apartarse de las listas para no perjudicar, aunque sea un mínimo, al propio bando, lo que sería una prueba de que están en política para servir a los ciudadanos y a unos ideales, no para servirse de ellos. Que los votantes actúen como si fuese irrelevante la moral del electo, indica lo pesimista que es su visión del mundo político.
Sería interesante que los partidos empezasen a comprobar que los electores discriminan entre la persona que es intachable, y el que anda metido en dibujos cuando menos equívocos. No habrá manera de reformar los partidos, uno de los mayores problemas de la democracia, si los electores no son capaces de hacer ver que no da lo mismo votar a Alberto que a Esperanza, por escoger dos nombres al azar.
Nuestra democracia se encuentra en un momento realmente malo, seguramente el peor de toda su historia; España ha padecido un gobierno pésimo y en ocasiones parece no haber ningún otro horizonte que el desastre económico, institucional y territorial. Hay que desechar el derrotismo, pero eso solo puede hacerse con un nivel máximo de exigencia, pidiendo a los electores que se olviden de mandatos ideológicos y que voten libremente por lo que consideren mejor, que empiecen a castigar las listas contaminadas o encabezadas por políticos a los que no comprarían un coche de segunda mano. Es imposible que España afronte su futuro, tan problemático, con la energía que se requiere si todo lo que se puede hacer es votar a unas listas manchadas por la corrupción. En plena treintena de la democracia, necesitamos plantear objetivos ambiciosos y no estaría nada mal que los electores empezasen por limpiar el patio.
[Publicado en El Confidencial]