No es posible hacerse una idea cabal del significado de la renuncia de ETA a la lucha armada sin considerar los fines que la banda ha perseguido. El terrorismo no consiste meramente en matar, sino en hacerlo por algo, en la barbarie que siempre supone sacrificar la vida y el dolor de las personas en el altar de un objetivo político.
Una vez que pensamos en esos fines, por quiméricos que nos parezcan, el significado de la supuesta renuncia de ETA puede verse a una nueva luz, porque, en efecto, aunque la derrota de ETA sea una de las posibles lecturas del paso que acaba de dar, no deja de ser obvio que la banda armada está siendo lo suficientemente hábil para tratar de obtener la máxima ventaja de su debilidad, de su forzada renuncia. Por eso la presenta como una victoria y la reviste de promesa, porque quiere convencernos de que da con ello un paso más en la consecución de unos fines que pretende legítimos, que no considera haber prostituido con sus años de sangre y de violencia, con esas acciones que pretende ocultar tras un término sumamente equívoco, aludiendo a un conflicto que nunca existió.
Una condición inexcusable para que esa lectura interesada pueda hacerse ha sido la complacencia disimulada del Gobierno del PSOE, el empeño personal del presidente del Gobierno en no dejar la Moncloa sin colocar a ETA en un lugar de privilegio para la consecución de sus fines políticos, los de ETA, y los del Gobierno. Ocurre, sin embargo, que el descrédito total con el que Zapatero va a abandonar el escenario va a hacer por completo imposible que el PSOE pueda beneficiarse de un acontecimiento tan equívoco, tramposo y lleno de riesgos para la democracia.
El único beneficio tangible que va a obtener el PSOE con este paso que ha facilitado a la ETA va a ser dejar colocado en el despacho del próximo presidente de Gobierno un artefacto políticamente muy explosivo, cuyo manejo va a exigir altas dosis de inteligencia, determinación y valor. El comunicado de ETA coloca al próximo Gobierno frente a un chantaje político del que hay que esperar que sepa salir con dignidad.
Se tratará, en el fondo, de no seguir jugando irresponsablemente al éxito electoral de ETA y sus secuaces, una confusa amalgama de criminales, cínicos, descerebrados y personas atenazadas por el miedo y el síndrome de Estocolmo, de forma tal que el Gobierno sepa aplicar la Constitución, promover la libertad y la democracia, y combatir políticamente a los herederos de ETA. Hay que acabar con ETA sin dejar que ETA acabe con la democracia, y se adueñe por vías equívocas de los destinos políticos de un una parte, pequeña pero muy querida de nuestra patria, de España. Puede parecer difícil hacerlo, pero será desde que entre en la Moncloa, una de las primeras y más exigentes obligaciones del nuevo Gobierno.
No se puede dejar que la ETA consiga transformar su debilidad en poder político, su derrota en victoria, su carácter criminal en promesa de liberación y de paz.
Es posible que Amaiur pueda formar grupo parlamentario en el Parlamento, y es seguro que los proetarras pretenderán sentarse a negociar con el nuevo Gobierno; tratarán también de que los presos dejen de serlo, y negociar un retorno dorado de ellos y de los expatriados, todo lo que lleve, en fin, a que Otegui, o alguien de su perfil, pueda ganar las próximas elecciones autonómicas y negociar desde Ajuria Enea el futuro de una Euskadi independiente. Mientras tanto, ETA estará al acecho con el chantaje de que no será suya la culpa si vuelve a utilizar las armas para restablecer su poderío. Todo esto es precisamente lo que el nuevo Gobierno deberá evitar, porque, como sabe muy bien la Guardia Civil, y nos enseña la experiencia ajena, no se pueden descartar posibles acciones y escisiones de quienes pretenden seguir constituyendo un ejército de reserva en pro de la independencia y al margen de la ley. Hasta que todo esto no sea literalmente imposible, no habremos alcanzado verdaderamente el fin del terror.
Sociedad del desconocimiento
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