Ayer, gracias al magnífico programa de José Luis Garci en Telemadrid, Cine en blanco y negro, tuve la suerte de ver El crimen de la calle Bordadores una película de Edgar Neville de la que ni siquiera había oído hablar. Quede bastante deslumbrado por lo que me pareció ver, aunque eso que yo ví no fue lo mismo que, según sus opiniones, habían visto los contertulios del programa de Garci, ni lo que otros críticos, según puede comprobar en una inspección somera, habían visto en la película. A mi me pareció, con toda claridad, una película sobre algunos de los defectos españoles, irónica, suave, como es de esperar en Neville, pero suficientemente explícita al respecto. Para empezar se trata de una película que se refiere, con modificaciones bastante siginificativas, a un caso real que apasionó a la opinión pública española, al crimen de la calle Fuencarral que interesó mucho, por ejemplo, a Pérez Galdós.
Lo primero que Neville censura, tal como yo lo ví, es la tradición de chismorreo; a continuación muestra como sobre base tan endeble se edifica un fanatismo popular que da en divisiones y enfrentamientos que merecerían fundamentos más sólidos, si es que pudieran consentirse en algún caso. Luego muestra la forma en que la prensa habla de estas cosas, sin distinguirse ni un ápice de las pasiones del populacho al que se dirige y del que quiere vivir. Para acabar, la Justicia misma es presa de esa clase de debilidades: no se toma en serio ninguna clase de prueba, carece de cualquier rigor y parece únicamente empeñada en mantener su poder por encima de cualquier causa; de pasada, vemos a policías cobardes y rutinarios, a personajes endebles pero ávidos de protagonismo, y un diverso bestiario de españoles más ridículos que estimables. El tono crítico de Neville es absolutamente evidente en algunas escenas, como la que muestra la rijosidad de los jueces y otros servidores de la judicatura al escuchar el relato de las intimidades de la bella sospechosa.
De una manera muy orteguiana, en esta historia solo se salva un personaje que representa al pueblo anónimo, al desclasado digno y valiente, el personaje de Lola, la billetera, porque quien acaba tomando el protagonismo de la parte final de la película, la criada de la víctima, es vista desde una cierta ambigüedad, de modo que el espectador no llega a saber si ha sido realmente criminal, y, de ser así, ¿con qué motivo? o si, de forma tal vez más verosimil, se convierte en inculpada, simplemente para evitar que las sospechas recaigan sobre Lola en la que cree haber descubierto a la hija que hubo de abandonar y por la que está dispuesta a inmolarse.
Me parece que es frecuente no ver la carga crítica de esta película oculta tras una apariencia de folletón costumbrista. Eso suele pasar con lo más obvio, sobre todo porque tenemos una tendencia a juzgar de las cosas conforme a una plantilla, y esa plantilla, como lo hace ver Neville, es extraordinariamente benévola con nuestros defectos, lo que se convierte en uno de los más graves, en una invitación a imitar, a repetir, a no pensar y a hacer pasar eso por virtud casticista o por alguna otra lindeza. La autocomplacencia sí que puede ser con gran facilidad el refugio más seguro de los auténticos bribones.
No se priven de un servicio de filosofía a la medida