A pesar de existir una sociedad estatal que habría de velar por este tipo de cosas, en 2011 se han cumplido doscientos años de la muerte de uno de los mejores españoles del siglo XIX, don Gaspar Melchor de Jovellanos, en medio de un silencio inexplicable. Soy de los que cree que el olvido de Jovellanos es muy significativo, que no es mera desmemoria, que se trata de un español incómodo.
Jovellanos, fue un patriota cabal, un hombre que vio con absoluta claridad que, aunque compartiese los puntos de vista de los ilustrados y simpatizase con sus ideas políticas, eso no podía ser razón suficiente para ser un afrancesado, para prestarse a ser súbdito de un rey ajeno, porque entendía que, más allá de las ideas están las cosas, y España era una realidad histórica que no se podía ni confundir con Francia ni subordinar a los designios del emperador: «Yo no sigo un partido, sino la santa y justa causa que sostiene mi patria». Haber defendido con constancia y con convicción ideas que no cuadraban bien ni con unos ni con otros, ser independiente y honesto, no ha ayudado a que su memoria sea honrada por todos en una España demasiado inclinada al maniqueísmo, al odium theologicum.
A fuer de raro, Jovellanos fue, entre un sinfín de cosas importantes, un extraordinario memorialista, un testigo puntual de lo que veía y lo que pasaba. Leer sus Diarios, que ahora son afortunadamente accesibles en la página web de su bicentenario, nos proporciona una experiencia impagable. Jovellanos sostiene una mirada atenta al paisaje, a los seres humanos, a los testimonios de la historia y del arte que él describe con ojos primerizos, antes de que se hubiese codificado el gusto artístico por lo histórico. Es un enorme placer pasearse por aquella España de la que casi no queda ya ni el paisaje, esa tierra que él amaba y quería convertir en asiento de una forma superior de vida y de convivencia. Reformista convencido, no deja de sugerir continuamente todo lo que se podía hacer y estaba por hacer, porque “la patria la hacen los caminos”, una sentencia que hay que interpretar no solo como que los lazos de unión son esenciales, sino en el sentido de que de nada sirven ni las leyes ni las instituciones si no se ven reflejadas en formas de comunidad, de cultura, diríamos hoy, efectivas y comúnmente respetadas.
Esta dimensión de Jovellanos es la que me parece de mayor actualidad. En un país con mucha propensión al arbitrismo, Jovellanos representa un torrente de buen sentido, de paciencia, de empeño razonable, pero en nada dispuesto a claudicar. Cuando pienso en los problemas y las carencias que tanto nos atosigan en nuestra vida política, siempre termino recordando a Jovellanos, al patriota paciente y decidido que sabía que nada se arregla con meras leyes, aunque sean justas y necesarias, que la patria se construye día a día, con el trabajo de cada quien, con la ambición de todos, sin confiar en ninguna fórmula mágica sino en el deseo de convivir, de prosperar, de llevar un vida digna, ejemplar, como hizo, en medio de incomprensiones, injusticias y deslealtades, ese gran español cuya obra les invito a visitar. No saldrán defraudados.