Los hispanistas han dado cuenta cumplida de las múltiples ocasiones en que nuestro país ha caído en el desánimo y, si hacemos caso a Ortega, la mala calidad de las elites fue siempre decisiva en esos momentos de fracaso. Sea lo que fuere lo que se piense sobre ese diagnóstico, es evidente que estamos a punto de culminar una etapa histórica que ha roto con el ritmo ascendente que España llevaba, al menos, desde los comienzos de la democracia. Si existen circunstancias históricas proclives al desánimo colectivo, esta es, desde luego, una de ellas. Las dos legislaturas socialistas han desplazado a España de un lugar privilegiado en el concierto mundial para convertirnos en sinónimo de problema, de deuda, de incierto porvenir. Ni siquiera Zapatero va a ser suficiente, sin embargo, para doblegar las ganas de los españoles de prosperar, de vivir en libertad, de competir con los mejores en un mundo cada vez más accesible y atractivo.
Tal vez el mejor ejemplo de nuestras posibilidades sea, precisamente, el de los éxitos deportivos, una actividad extraordinariamente importante desde todos los puntos de vista, también el económico, pero afortunadamente alejada de las manos de este Gobierno, injustamente premiado con trofeos de máxima importancia, gestionado por entidades civiles, y, sobre todo, practicado por una generación ejemplar de deportistas. Es seguramente injusto destacar a cualquiera de ellos, pero se nos permitirá que nos fijemos en Rafael Nadal quien hace tan solo unos días, al preguntársele por su participación en la Copa Davis, dijo: “yo por mi país lo doy todo y hago cualquier cosa”. Es evidente que si fuera ese el espíritu dominante entre españoles no habría crisis económica capaz de frenarnos, ni gobierno capaz de cometer tamaños dislates, porque los españoles no lo consentirían.
Frente al no escaso elenco de problemas y de disparates que amenazan la libertad y la prosperidad de todos, los éxitos de nuestros deportistas, deben servirnos no solo de ejemplo, sino de prueba de cargo de que nuestras capacidades están lejos de haberse agotado. Es casi literalmente increíble que no solo dominemos disciplinas muy individuales, como el tenis, el ciclismo, o los deportes del motor, sino que estemos en un lugar de privilegio en deportes que exigen una complejísima maquinaria de equipo, asociación, colaboración. En dos de ellos, el fútbol y el baloncesto, deportes universales, estamos literalmente en la cima, y eso quiere decir mucho, significa que cuando los españoles nos olvidamos de cuanto nos divide, de lo que unos listos, pero paletos y miopes, agitan para controlarnos mejor, somos capaces de dar lo mejor, y allí ya no hay otra cosa que el juego colectivo para la gloria y el provecho de todos.
Esta España que triunfa y asombra es la España real, la España mejor, la España de todos, sin distinciones, sin historias, sin rivalidades necias y castrantes. Nuestra misión histórica podía formularse en estos términos: poner a España donde la ha puesto el deporte. Bastaría con eso, pero para ello hace falta ambición, sentido de la dignidad, deseo de competir sin trampas ni ventajas, espíritu de sacrificio, afán de colaborar, olvidar querellas que no hacen otra cosa que alimentarse, y que no tienen base alguna. Es mucho lo que debemos al deporte, emociones, alegrías que parecieron imposibles e impensables durante años. Pero los españoles que triunfan no son distintos de los demás, son mejores porque se han empeñado en serlo, y eso es lo que nos hace falta, una España que funcione en todo como lo hace en el deporte, unos electores exigentes y unos políticos audaces, responsables, patriotas y honrados. Es perfectamente posible hacerlo, de nosotros depende, sin duda.
El dinero está en el aire
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