El derecho a confundir

Como la mentira es el verdadero dueño del mundo, el derecho a confundir debiera ser básico. Lo es, en efecto: nadie lo reconoce como tal sino tras una sofisticada serie de disfraces sin los que mentir sería imposible. Uno de los disfraces más frecuentes del derecho a confundir se llama derecho a decidir. Es un disfraz excelente, tan bueno que puede acabar por ser un argumento contrario a quienes lo blanden sin las debidas precauciones. 
El punto débil de todos los derechos es el de sus límites. No existe el derecho sin ellos, y los del derecho a decidir son realmente impensables, que es señal inequívoca de confusión. No resultará extraño que los más encarnizados enemigos de que nadie decida nada, los revolucionarios sin consuelo, hayan venido a reconocer que los separatistas catalanes pueden decidir lo que se les antoje, pero que los demás deberemos abstenernos. En tal encrucijada han venido a perecer nuestros internacionalistas  más acreditados, aquellos que se ofrecen al mercado con un nombre contradictorio, sutileza confusionaria que no está al alcance de cualquiera. En efecto, llamarse Izquierda Unida, y ser lo que se es, no es pequeña proeza, y seguramente a ello se deba que, según los arúspices al uso, se trate de una enseña crecedera, de un embuste con futuro.

El derecho a decidir es, además de una mentira rotunda, una melonada, y las melonadas no tienen remedio, hay que apartarse de ellas con prontitud, claridad y decencia, a ver si el melón que las defiende recupera el buen sentido, cosa difícil, pero, sobre todo, para evitar que las melonadas acaben en tragedia. Si cabía alguna duda de la mendacidad y la tontuna de semejante engendro, el certificado de Izquierda Unida lo ha hecho inconfundible. Ustedes deciden.
[Publicado en La Gaceta]
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