Las fiestas navideñas gozan de cierta mala fama entre gentes diversas, pero sobre todo entre los progres, siempre tan atentos a la problemática, así, en general. Este desdén, fingido o real, es, desde luego, un síntoma más de descristianización, aunque tal diagnóstico quizá convenga más a lo que ocurre que a su rechazo. De cualquier manera, cuando hace pocos días, un amigo me felicitó el solsticio de invierno, la verdad es que me quedé preocupado. Perder las tradiciones cristianas me parece, sin duda alguna, una gran desgracia.
Creo que entre las muchas formas de combatirla está ver ¡Qué bello es vivir!, escuchar el Mesias de Händel, o asistir a una representación de A Christmas Carol de Dickens, depende un poco de las preferencias de cada cual. Los cristianos deberíamos estar un poco más a la altura de lo que celebramos, porque la verdad es que nos pueden las mayorías con su envilecimiento de una ocasión tan hermosa. Yo creo que la Navidad es la parte más misteriosa del credo, pero también la que nos conmueve con mayor facilidad, y eso hay que saber aprovecharlo. La vida siempre nos gasta y nos achata, y necesitamos que el recuerdo de esa historia que nos da tanta esperanza nos renueve y nos anime: no es cosa de dejar que se convierta en un evento astronómico, porque el tiempo de la Navidad es muy distinto del de cualquiera de los relojes.