¿Contra quién se aplaude?

La larga, unánime y espontánea ovación de diputados y senadores al Rey a su entrada en el Congreso bien merece un análisis. Caben muchas interpretaciones de bienvenida tan calurosa como la del día 27, pero tal vez haya que suponer que algo no anda demasiado bien cuando tanto se aplaude.
Miguel Espinosa (1926-1982), un gran novelista, injusta y escasamente célebre, que conocía al dedillo los entresijos de la clase dirigente del régimen anterior, escribió en su Escuela de mandarines que “la resignación es la naturaleza del Pueblo” y que “la política es la simpatía del Poder hacia sí mismo”. Me parece que ambas sentencias sirven para enmarcar el significado de esos aplausos, incluso para entender lo que en ellos pueda haber de positivo. Lo más fácil es empezar por eso último, y es lo que han hecho los abundantes monárquicos: recalcar la unión entre los representantes de la soberanía nacional y la Corona.
Ahora bien, un examen cuidadoso no debería detenerse en lo más obvio, en que los representantes populares hayan querido recibir con calor a un Rey que acababa de hacer un cierto ejercicio de autocrítica, aunque oblicuo y moderado, y que, al hacerlo, unía su destino al de una clase política que tal vez haya hecho aún menos por poner en cuestión buena parte de sus comportamientos colectivos.  La reserva de legitimidad de uno y otros es todavía muy larga, y nadie sensato trataría de ponerla en entredicho, pero la perfección de los fundamentos del sistema no bastará para seguir manteniendo su legitimidad al abrigo de cualquier crítica cuando el descontento popular llegue a sobrepasar ciertos límites, algo que muy bien pudiera suceder si los políticos se empeñan en aplaudirse a sí mismos como si todo lo hicieran bien.
Si el desafecto hacia los políticos del que hemos tenido sobradas pruebas en los últimos meses no ha llegado a más, es porque ha existido la esperanza de que, aun no siendo percibida como bálsamo de Fierabrás, la alternativa democrática podría curar muchos de los males que se estaban experimentando de manera tan aguda. De ahí que la responsabilidad de Mariano Rajoy y del PP sea tan enorme, mucho mayor aún que el amplio respaldo de poder que les han dado las urnas.
La consigna política del nuevo gobierno no puede ser, por tanto, un mero bussines as usual, tentación en la que pueden caer quienes crean que han sido elegidos por sus méritos, sin caer en la cuenta de que en su éxito ha influido enormemente el hartazgo con la situación anterior, y que ese hartazgo, amén de concernirles en el pasado, les afectará de manera muy intensa, y no a muy largo plazo, en la medida en que no sepan entender que se espera de ellos algo más y algo distinto que una costosa y difícil recuperación económica, que, siendo necesaria, no será suficiente. La conformación del Gobierno, que merece, en cualquier caso, un amplio margen de confianza, podría sugerir que Rajoy va a dedicarse de manera intensiva a la tarea económica, dejando para las calendas griegas todo lo demás, una actitud que, si así fuere, debiera considerarse como un error de principio.
El caso de la Corona puede ser indicativo de lo que quiero sugerir, de que no basta con arreglar desperfectos de apariencia. El discurso navideño del Rey, la pieza inmediata que motivó el exceso en el aplauso,  se refirió a la necesidad de poner coto a la desconfianza que se extiende respecto a algunas de nuestras instituciones, y todo el mundo interpretó que se refería a su yerno, aunque luego haya dicho que no se trata de personalizar. En cualquier caso,  el Rey reconoció la lógica del escándalo y el descontento de la sociedad. Sin embargo, la cuestión que se ha de plantear, no el Rey, sino los legisladores, es que las actividades de la familia real, del propio Rey, deberían  estar más sujetos a normas de lo que han estado, de esa laxitud que ha permitido que un yerno se pase veinte pueblos, creyendo que podía hacerlo, porque nadie le había dicho lo contrario, y muchos se prestaban entusiasticamente a la liturgia. Si queremos Monarquía para largo, será necesario que una ley establezca con absoluta y meridiana claridad lo que el rey puede hacer y en qué negocios puede y no puede estar. Bien está que el Rey recuerde que la Justicia se ha de aplicar a todo el mundo, pero hace falta que se sepa cuál es la que se le debe aplicar a él y a los de su Casa.
Pues bien, es este tipo de análisis el que hay que hacer no solo de la casa Real sino del sistema en su conjunto, y si no se hace y se tratare de chapucear mejorando la economía, y aún en el caso de que se consiga, se habrá perdido otra oportunidad de relegitimar  y consolidar la democracia como clave del progreso de la sociedad española hacia fórmulas crecientes de progreso, libertad y bienestar.
Son muchas las cosas que hay que cambiar en Educación, Universidades, Investigación, Justicia, Administración pública, Régimen laboral, Sistema fiscal y un amplísimo etcétera. Por todo ello no acaba de ser buena señal que los políticos comiencen aplaudiéndose.