Ética y política


Me temo que una buena mayoría de políticos españoles considere que la democracia se limita a ser un trámite de legitimación del poder, y que, una vez arriba, sólo hace falta  mantenerse. Cuando lo único que importa es la eficacia electoral, suelen olvidarse los principios. Esta desmemoria expresa una grave carencia de nuestra cultura política, y se explica, al menos en parte, por un entorno maniqueo. Como los otros son muy malos, cualquier sospecha sobre nosotros será una perversa sugestión del maligno. En consecuencia, se produce un absoluto desprestigio de las instituciones, sometidas al control más cutre de los aparatos, puestas al servicio no del pueblo, que quiere saber, sino de los mandamases, que quieren que no se sepa. Es lo que pasa, por ejemplo, con las comisiones de investigación, como la de las cajas en el Congreso, o la del fraude del ERE en Andalucía: sirven a la hipocresía, y no investigan nada, para que parezca que nadie ha hecho algo censurable, y que todo el mundo es bueno.
Seguramente las películas exageran, pero basta ver cualquiera sobre la vida política norteamericana para entender que allí no vale con ser del partido, sino que hace falta tomarse en serio una serie de normas que garantizan que las instituciones sirvan al país y no a sí mismas, es decir a los que las ocupan.

O la democracia incorpora los principios éticos, o se convierte en una caricatura. ¿Cómo puede ser que los políticos se consideren autorizados a mentir de forma tan descarada, o a hacer cosas diametralmente opuestas a las que prometieron y esperaban sus electores? ¿Cómo puede ser que nos digan que no hay alternativas a lo que están haciendo? La democracia no es eterna, pero si se acabara, seguro que sabrían a quién echar la culpa, si les quedase tiempo enredados como estarían, en lo suyo, en lo que venga. 
Mucho por inventar