El debate de los eurobonos esconde varias cartas marcadas; me fijaré en la principal, en la de los que creen que la prosperidad alemana se ha hecho a costa del empobrecimiento español, y cosas similares. Si la rigidez de la Merkel fuese la causa de nuestras desdichas, para qué habrían servido los Zapateros, los Florentinos, los Cajeros, los inmobiliarios, Urdangarín, y la SGAE, por escoger solo unos símbolos. Creer que sus aciertos se han convertido en disparates por la estrechez de la Merkel es de aurora boreal, metáfora que se emplea para no agredir a nadie, que los creyentes son muy exquisitos con su imagen de almas bellas.
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Lo de Italia, y algo más
Por curioso que pueda parecer, ha habido un pronóstico de Zapatero que casi ha estado a punto de cumplirse, aunque al revés. En el cenit de su gloria, Zapatero anunció que habíamos sobrepasado a Italia y que estábamos a punto de hacerlo con Francia. A poco de soltar tales bravatas, como una especie de milagro infausto, empezó a ser evidente que Zapatero deliraba, y que el desastre se aproximaba a grandes pasos, esos que han estado a punto de llevarnos a la intervención formal de nuestra economía, más allá del estado de intervención real en el que permanecemos desde hace más de un año. Ahora, finalmente, ha estado a punto de ser cierta la profecía inversa de Zapatero, con una Italia que alcanzó un diferencial de riesgo mayor que el español, y con una Francia conmovida hasta los cimientos por las sospechas generadas en torno al estado real de su economía y sus deudas.
Ambos países han reaccionado y han puesto en marcha medidas que nuestro pudoroso gobierno no ha sido capaz de tomar, seguramente llevado por la generosidad hacia su alternativa política. Pero Zapatero ha hecho algo más que no tomar las graves medidas que debiera haber tomado, se ha dado a sí mismo una extraña y amplia prórroga una vez que hubo de ceder a adelantar las elecciones generales. Nos ha hecho, pues, el regalo de casi medio año de dolce far niente, mientras que Berlusconi, como para que se entienda que la cosa va en serio, ha decidido, ente otras cosas, suprimir los puentes laborales, una recia tradición latina. Se ve que Zapatero pretende pasar a la historia como un gobernante comedido, como alguien que siempre supo elegir la medida menos traumática, lo que le ha llevado a que, en la práctica, haya optado frecuentemente por no hacer nada, aunque sin renunciar a esa poesía que, según cree, es la que mueve el sol, la luna y las estrellas.
Mariano Rajoy ha tomado nota del ejemplo italiano, que ha sido el más llamativo, y ha comentado, para que luego digan que no se le entiende, que tenemos un problema parecido al italiano aunque matizado por el sensacional volumen del paro español, modesta pejiguera que no atribula de igual modo a los trasalpinos.
Berlusconi ha resuelto de un plumazo uno de los nudos gordianos de la economía y la deuda italiana para ahorrarse unos cincuenta mil millones de euros, lo que no está nada mal. Lo interesante es que lo haya hecho como de sorpresa, sin previo debate, con dolor, según ha reconocido, pero sin andarse con paños calientes. Ha cortado por lo sano la insensata exuberancia de la burocracia italiana, reduciendo de manera drástica el número de ayuntamientos y de provincias y, con ello, el de empleos públicos remunerados que no tenían suficiente justificación en un contexto de crisis, y resultaban insostenibles ante el rápido deterioro de la situación financiera de Italia.
¿Se puede y se debe hacer algo parecido en España? ¿Tiene justificación que sigamos teniendo casi diez mil municipios, algunos de los cuales no pasan del millar de habitantes? ¿Es sostenible que ciudades que están unidas de hecho sigan teniendo ayuntamientos distintos cuando algunas calles tiene aceras que pertenecen a dos municipios? ¿Es normal que la administración española se haya multiplicado por cinco cuando la población apenas ha crecido en un treinta por ciento? Esta clase de preguntas solo tiene un sentido relativo, y depende de la riqueza de cada cual, porque hay quien puede tener un amplio servicio doméstico a su disposición, mientras que la mayoría hemos de fregarnos la taza del té si queremos que se guarde limpia. La verdadera cuestión, por tanto, es la siguiente: ¿podemos seguir gozando de servicios de rico cuando tenemos rentas de pobre, y ya nadie nos fía? ¿Tiene sentido hipotecar absolutamente el futuro de nuestros descendientes para mantener en píe unos servicios de utilidad más que discutible? Claro es que responder a estas preguntas exige tomar decisiones que son traumáticas, que, como diría Berlusconi, causan profundo dolor, pero el problema no es el dolor que causen, sino escoger entre ese trauma y el desastre general, saber decir que no a ciertas cosas, del mismo modo que el médico nos aconseja que prescindamos del alcohol, del tabaco, de las comilonas, y otros excesos, placeres a los que un individuo perfectamente sano tiene alguna clase de derecho.
La única alternativa seria a los recortes en el gasto público es, desgraciadamente, inexistente. Algunos pensaran que siempre cabe seguir vendiendo la misma monserga, y seguir echándole la culpa a los especuladores, esos que tan bien nos caían cuando las cosas iban de perlas, o a los alemanes, unos tipos tan patentemente insolidarios que no nos dejan meter de matute nuestra deuda entre sus bonos, el bono europeo, de manera que ellos paguen más por lo que hemos gastado nosotros, y nosotros paguemos menos por lo que han ahorrado ellos. ¡Estos alemanes!, con razón le caía tan mal la señora Merkel a nuestro poético y maltrecho líder.