Siempre se puede morir, no está en nuestras manos evitarlo, pero hay muertes que revelan un descuido absurdo de la vida. Varios jóvenes han muerto en una extraña fiesta y echaremos varios días discutiendo, como se discutía sobre cuántos ángeles cabían en una cabeza de alfiler. El caso es perderse en los detalles para no reparar en lo que pudiera enseñarnos algo.
Es inexorable la tendencia de las masas a provocar lo irreparable. Cualquier reunión que se exceda en número no puede ser otra cosa que una manifestación de fuerza, de descontrol. Hace tiempo que se sabe, y, de hecho, nunca se reúnen masas si no es con una finalidad suficientemente bellaca.
Por eso dice tan poco de la fiesta el que se necesite hacerla en medio del tumulto, en la más absoluta despersonalización que se pueda imaginar. Es lógico que los jóvenes cedan a esa tentación porque tienden a estar siempre como huyendo de sí mismos, han dejado de ser niños y no son todavía nadie. Nuestra sociedad se dedica a prolongar absurdamente ese largo período de ausencia, incluso lo celebra, tal es la pérdida de sentido que nos traemos. Pero, en fin, tal vez pueda concederse que esté en la naturaleza de los jóvenes arrojarse a pozos sin fondo, a ver qué pasa, lo que no es fácil de comprender es que los ayuntamientos se dediquen a fabricar trampas y las alquilen con ligereza, mirando para otra parte, excusándose en que se han rellenado los papeles. Tal vez tengan lo hayan hecho porque les sobra el dinero y no les pareció mal contribuir un poquito al disparate del ladrillo, a la religión de la burbuja inmobiliaria.
Es bueno saber que hay políticos que se comportan de manera más atolondrada que esos jóvenes que no saben ni a dónde van ni el porqué de lo que hacen. Esa clase de gentes son la ruina de la democracia, los apóstoles del sinsentido, los gestores de la nada, y luego se refugian en las responsabilidades de terceros, que siempre pasan por allí, normalmente con alguna bengala.
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