La corrupción no es sistémica sino sintomática

La corrupción no es la causa de nada, sino la consecuencia de varios errores de fondo en la construcción de nuestro sistema político, errores que han sido aprovechados como caldo de cultivo para el latrocinio por muy buena parte de los que mandan. 

El primer error es creer que se puede improvisar una democracia sin promover una cultura democrática, que todo es cosa de leyes, cuando las leyes suelen servir, simplemente, para que el que tiene el poder se legitime más y se proteja mejor.

El segundo consiste en creer que basta con que los ciudadanos elijan para que haya democracia. No es posible que exista ninguna forma de democracia sin división de poderes y, en España, no existe apenas división de poderes, salvo, paradójicamente la que crean los partidos merced a la división territorial, justo la que menor interés general supone para todos. En especial, es inaplazable restablecer y fortalecer la independencia de la Justicia para que no pasen cosas como que el asaltante de la casa de Bárcenas ya esté en la cárcel, y que a Bárcenas, y a los de Gürtel, todavía no se sabe por qué se les va a juzgar, si es que se les acaba juzgando. Decir que la Justicia es lenta pero implacable es un sarcasmo. 

El tercer error es haber fortalecido al ejecutivo en detrimento del legislativo y haber puesto el legislativo en manos de los partidos, es decir de la presidencia del Gobierno. Milagroso es que no vayamos todavía peor.  Esto sólo lo puede arreglar una ley de partidos que los obligue a ser transparentes, internamente competitivos y democráticos, para que se pueda recuperar al menos parte de la independencia del legislativo respecto al Gobierno, cosa absolutamente esencial. No se trata de que haya que reformar toda la legislación electoral, pero sí de que es imprescindible corregir sus principales efectos negativos. Tiene sus riesgos, pero no puede haber nada que se considere una democracia si los legisladores tienen las manos atadas por el Gobierno.

El cuarto error es haber admitido un doble paradigma político: el gasto público es siempre bueno, y los controles democráticos se consideran siempre suficientes. Pues bien, el gasto público debe ser severamente limitado y vigilado, no podemos dilapidar el dinero de nuestros impuestos, y eso es lo que crea el caldo para que la corrupción pueda crecer en una atmósfera absolutamente opaca,  y además, hacen falta severísimos controles administrativos a cargo de funcionarios públicos independientes de los partidos y del poder político, el control de interventores profesionales. Cuando el Gobierno de Felipe González se cargó el control previo del gasto, sabía muy bien lo que hacía, abrir el grifo al desenfreno y, con ello, al descontrol y a la corrupción. Dicho sea de paso, por esta vía llegará la corrupción de Podemos, si no ha llegado ya, porque está claro que no piensan en otra cosa que en gastar más, controlándolo ellos.
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