Una fiesta en precario

Cualquier observador reconocerá el equívoco que envuelve a las celebraciones del 12 de octubre. Se trata de actos que han quedado reducidos a ritos puramente formales y, paradójicamente, casi clandestinos, porque carecen de la menor emoción popular. Al preguntarnos por el sentido de estas celebraciones no debiéramos limitarnos a constatar alguna especie de decadencia inevitable, porque las causas de la precariedad emocional y popular de esta celebración son perfectamente nítidas, y es obvio que cualquier gobierno español tendría que procurar remediarlas. No es eso lo que viene haciendo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, y ni siquiera es eso lo que han hecho en las últimas décadas los gobiernos de la democracia.
La raíz última de la desafección política hacia la celebración de esta festividad está, en primer lugar, en la indebida y estúpida identificación que la izquierda ha hecho entre la festividad y el franquismo, cuando se trata, como cualquier persona mínimamente culta debiera saber, de una institución muy anterior; pero, además de esta identificación tan necia, una gran parte de nuestra izquierda, siempre escasa de luces propias, ha jugado irresponsablemente a promover una imagen caricaturesca de nuestro pasado que impedía celebrar con buen ánimo la Fiesta de la raza, como se la llamó desde el principio, la exaltación de una poderosa unidad cultural distinta a la anglosajona, pues no de otro modo ha de entenderse el significado de la palabra raza, aunque esté hoy tan en desuso.
Esa clase de desdichados equívocos y complejos, promovidos por la izquierda y aceptados de forma insensata por buena parte de la derecha, han favorecido también el disparatado proyecto de disgregación nacional y de separación emocional que se ha llevado a cabo en estos años para desespañolizar España.
Afortunadamente, sin embargo, aquí podemos beneficiarnos de la sempiterna tendencia a la separación entre la España oficial y la España real. Mientras la España oficial sigue siendo víctima de pudorosos tiquismiquis acerca de la españolidad, los ciudadanos normales y corrientes salen a la calle al unisono y sin distinciones ni de ideología ni de procedencia geográfica cuando se trata de algo realmente importante para todos nosotros. Pocas veces ha sido más evidente la españolidad de toda España que el día de la protesta contra ETA por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, y en otro orden de cosas, que de cualquier modo testimonian un ánimo común y un orgullo nacional intacto, las celebraciones públicas y masivas de los éxitos resonantes de nuestros deportistas ponen de manifiesto que los españoles no estamos hartos de serlo, por más que algunos hayan conseguido vivir admirablemente bien a costa del dinero de todos los españoles, gracias a esa monserga antiespañola.
La monumental crisis económica que padecemos, cuya gravedad ha sido potenciada por la insensatez y el sectarismo de este gobierno, está poniendo de manifiesto un importante conjunto de disparates que, al socaire de la democracia, han logrado disimular durante un tiempo su auténtica condición. Uno de los más notables de todos ellos es la pretensión de mantener un Estado en perpetuo régimen de adelgazamiento y sometido a un proceso continuado de deslegitimación por los intereses de minorías políticas de campanario. Se trata de un gravísimo disparate al que hay que poner inmediato remedio. Ya hemos hecho suficientes ejercicios de masoquismo como para sacar nota, y es hora de que el patriotismo español pueda manifestarse con naturalidad y con orgullo, y de que esas manifestaciones se condensen de manera natural en torno a celebraciones como la de hoy. Es necesario que un nuevo gobierno pueda invitar a los españoles a celebrar esta fiesta sin temor a que un grupo separatista le descabale el presupuesto, sin miedo a que una colla de ignorantes hipócritas y descarados vividores le llamen fascista. Recordando lo que dijo Adolfo Suárez en un magnífico discurso al comienzo de la transición, es hora de hacer normal en los despachos lo que es normal en la calle.
Estamos ahora en el final de un lento proceso de descomposición del zapaterismo, un sistema de gobierno que se ha caracterizado por lograr la mayoría parlamentaria a base de los votos de quienes desearían una España muerta, una España deshecha. Lógicamente, este gobierno no es la institución más adecuada para llamar a la celebración del orgullo nacional, aunque, movido por su astucia política, haya llevado a cabo campañas de imagen con la marca de España que si hubiesen sido desarrolladas por un gobierno distinto habrían sido tildadas de puro fascismo por sus serviciales voceros. Un presidente de gobierno que ha puesto públicamente en duda el carácter nacional de España, para reconocérselo a la quimera promovida por los separatistas catalanes, no es la persona idónea para celebrar lo que nos une y nos emociona.
La mayor preocupación de este gobierno ante la fiesta que hoy se celebra es la disminuir el volumen de los silbidos. A este efecto ha minimizado el espacio destinado al público, lo que no es sino una metáfora de la miniaturización a que ha sometido el papel de nuestras fuerzas armadas, reduciéndolas a bomberos de élite o a una ONG especializada en asuntos extranjeros. Poco cabe esperar de un gobierno como éste, pero hay que recordar que ni el Rey ni el resto de las fuerzas políticas deberían consentir la continua degradación de una Fiesta Nacional que entre todos, y por el bien de todos, habría que recuperar sin prisa, pero sin descanso.