No es necesario realizar grandes esfuerzos para distinguir entre la propiedad de algo y el derecho a que ese algo produzca rentas. Cuando somos propietarios lo que se nos garantiza es la posesión de un bien, no un determinado nivel de lucro, cosa que siempre depende, de uno u otro modo, y a la vez, del mercado y de las leyes vigentes. Las discusiones sobre la propiedad intelectual, como por ejemplo las implícitas en la malhadada ley Sinde, se refieren, en realidad, no a una propiedad que nadie niega a los creadores, sino a su derecho a percibir, con carácter muy indefinido, determinadas rentas. Mientras esto no se aclare, las discusiones estarán siempre fuera de quicio.
El propietario de un bien material puede hacer lo que quiera con él, menos multiplicarlo: la copia de una finca o de un automóvil no es otra finca u otro automóvil, o, mejor dicho, si fuese otra finca u otro automóvil entonces no sería una copia, sino otro original, un bien físicamente distinto. En el mundo de los bienes inmateriales, por el contrario, las copias no son distintas del original, pero pueden usarse como si fueran realidades independientes porque son idénticas a él, salvo que la copia requiera el empleo de un soporte material, con lo que estaríamos en un caso enteramente similar al de los bienes comunes o materiales. Precisamente en esta necesidad de usar un soporte material se han basado las prácticas de cobro de rentas por parte de los autores. Todo esto cambió de manera dramática cuando se produjo la revolución digital que permite copias absolutamente idénticas, en su contenido, a las obras de creación de carácter textual, visual y/o musical, pero no a las obras pictóricas o arquitectónicas, por ejemplo.
La informática e Internet han proporcionado un procedimiento sencillo de obtener copias a costo prácticamente nulo, lo que hace que el sistema de cobro de rentas por el uso de copias materiales haya caído completamente en desuso, produciendo, evidentemente, una merma de los rendimientos de artistas y creadores. Es lógico que éstos traten de recuperar los ingresos que pierden por ese concepto, pero es muy necesario aquilatar bien la legitimidad jurídica de su pretensión y el respeto a los derechos de terceros.
La copia de una obra inmaterial sin intención de venta es enteramente equivalente, desde un punto de vista conceptual, al préstamo de un libro legítimamente comprado, o al hecho de que unos amigos puedan contemplar un cuadro de nuestra propiedad. Ni siquiera el más ambicioso de los gestores de los derechos de la propiedad intelectual ha pretendido cobrar una tarifa adicional cada vez que alguien lee un libro prestado, escucha una canción que no es propia, o contempla un cuadro ajeno.
Las sociedades de gestión de derechos han sido ejemplarmente eficaces a la hora de establecer cuotas de pago por los más diversos usos de las obras originales, pero se encuentran ahora ante un panorama que claramente les desborda. Han obtenido una victoria clara al lograr que se establezca un canon sobre todos y cada uno de los aparatos que puedan servir de soporte para las copias, cosa cuya legitimidad es más que discutible, pero de la que obtienen pingües ingresos.
En extraña alianza con las majors americanas han pretendido colar una regulación sospechosa en una coda de una ley enteramente ajena al caso, y el Congreso ha rechazado la maniobra, tan peligrosa y tan discutible. Ha sido muy fascinante ver una alianza de intereses tan estrafalaria entre la progresía de la ceja y sus otrora grandes enemigos del cine americano, pero, además del brillante espectáculo, es hora de que pidamos para este asunto un tratamiento serio y un debate a fondo, no la continuación de un sistema de privilegios y sinecuras que no se discute jamás abiertamente.
Nadie duda de que los creadores tengan derecho a retribución, pero es muy sospechoso que pretendan que este asunto se cuele por la puerta de atrás en nuestra legislación, que se haga pisoteando derechos que merecen protección y, sobre todo, que se resistan, como gato panza arriba, a pactar con las nuevas condiciones del mercado, con el desarrollo tecnológico. Su legítimo derecho al lucro puede jugarles una mala pasada si la ambición les ciega, si pretenden imponer sus intereses más allá de lo que resulte razonable, y se niegan a asociarse a nuevas formas de explotación mercantil en las que ideas como piratería, copia ilegítima, que no ocultan otra cosa que la pretensión de seguir cobrando como hace cincuenta años, no pueden jugar ya ningún papel relevante. Más allá del placer innegable que produce ver a unos izquierdistas tan notorios defender unas formas de propiedad intemporales, y pelear por privilegios de casta, todos debiéramos colaborar a que se encuentren, como ya está sucediendo en la música, formas de satisfacer el complejo sistema de intereses en juego, más allá de un derecho absurdamente equivalente a algo tan arbitrario como pretender cobrar un tanto porque el sol salga cada mañana.
[Publicado en La Gaceta]