Un ensayo de mundialización del descontento


El 15 de octubre ha contemplado un ensayo de coordinar las protestas de muchos indignados en cientos de ciudades con el resultado que se verá, pero que, en cualquier caso, y al entender de los protagonistas, supondrá un avance en los intentos de globalizar las protestas, más allá del viejo empeño de los activistas, casi profesionales del ramo, que se han dedicado a entorpecer las cumbres internacionales, y que han tenido carácter violento. Aparentemente, la franquicia franco-española del 15M ha ido aclimatándose en diversas ciudades del mundo con una modificación sustancial respecto a nuestro 15M: el objetivo de los ataques no es la clase política y su supuesto falseamiento de la democracia, sino las maniobras financieras internacionales que, según ellos, son la causa de la crisis económica que atenaza al mundo. Hay otra diferencia nada desdeñable, y es que las policías del mundo no tienen unos jefes tan sensibles como Rubalcaba, sino que están dirigidas por gentes elementales y directas que creen que la misión de la policía es favorecer el uso general de los espacios públicos sin permitir que nadie se apropie  de la calle, por nobles que sean los motivos alegados. Tal vez Rubalcaba podría encontrar en el futuro un buen campo de trabajo en escuelas de formación de policías para que se pongan al tanto de sus ideas y se comporten con talante.
Así como el 15-M pareció inicialmente un movimiento renovador, aunque pronto controlado de manera férrea por las falanges de la ultraizquierda a la búsqueda de una causa verosímil para esconder su odio a la democracia,  la indignación globalizada se alimenta de un maniqueísmo, y de un odio a la libertad política, con escasas capacidades de engañar a nadie. Bajo capa de un discurso contra los abusos financieros, se pretende la abolición de la libertad, para que el mundo acate mansamente los dictámenes y ocurrencias de unos señoritos escasamente ilustrados, pero dispuestos a hacerse  por las bravas con un lugar al sol desde el que refrescar y reverdecer los supuestos éxitos de las políticas de izquierda. No se molestarán en concretar, porque es más fácil señalar lo que está mal que decir cómo puede evitarse, y porque les viene bien el tono apocalíptico para promover su paraíso, un escenario que se llenaría de policías y fusilamientos, como siempre ha sucedido, en el caso, extremadamente improbable, sin duda, de que estos activistas al ataque consiguieran lo que se proponen.
En España estaremos seguramente a la cabeza del mundo en esta clase de hazañas, no en vano hemos gozado durante dos legislaturas de un Zapatero, que es el tipo de político que esta gente admira, y de una policía anestesiada por las doctrinas melifluas de Rubalcaba sobre lo muy inconveniente que puede llegar a resultar molestar o interferir las andanzas y acampadas de estas gentes. Además, a nadie se le escapa que es conveniente ir cogiendo forma para el momento en que el desorden financiero internacional consume la tropelía de poner en la Moncloa a un político del PP, algo que, al parecer, nada tendrá que ver con la democracia ni con el voto de los españoles, tan tontos y tan perversos que desoyen las pintorescas y vacuas enseñanzas que proclaman estos  sujetos.
Quien vaya a ser ministro del Interior tendrá trabajo, pero será menos del que se puede imaginar si hace las cosas bien desde el principio y asegura el uso de la calle por todos, algo que aquí ya no se lleva en cuanto a cualquiera se le antoja mostrar lo muy indignado que  se encuentra.
Movistar se queja