La corrupción oculta

El caso de Casimiro Curbelo, actual secretario general del PSOE en La Gomera, podría ser tomado como un ejemplo típico de la corrupción que encubren los sistemas jurídicos de protección de Diputados y Senadores que, pensados muy con otros fines, prestan amparo, de hecho,  a posibles  actividades ilegales, cuando no claramente delictivas.
El nombre de Curbelo, un personaje todopoderoso en su isla, pero desconocido para la opinión pública nacional, saltó a los periódicos tras una bochornosa actuación en una sauna y en una comisaria madrileñas, cuando pretendió ampararse en su condición de miembro del Senado para abusar de sus privilegios parlamentarios y evitar su detención, tras agredir a miembros de la policía, que es lo que, lógicamente,  le habría pasado a cualquier ciudadano que participase en los altercados que él protagonizó. A raíz de la publicación de hechos tan vergonzosos, el PSOE se vio obligado a  impedir su continuidad en el Senado. Una vez que este cacique insular perdiese  su condición de aforado, se han podido llevar a cabo investigaciones sobre sus actividades en la isla de La Gomera, un lugar que Curbelo debía de considerar algo así como su cortijo, tanto por parte de la policía como de la fiscalía de las que da cuenta La Gaceta en su edición de ayer domingo. 
No cabe duda alguna de que la actividad política de diputados y senadores debe estar jurídicamente protegida, de manera que estos puedan ejercer sin ninguna clase de cortapisas ni amenazas su papel constitucional; es un hecho, sin embargo, cosa que irrita justificadamente a los ciudadanos, que la mayoría de los diputados y senadores apenas hacen otra cosa que actuar a las órdenes de  sus respectivos partidos, de modo que resulta doblemente injustificado que no se puedan investigar sus actividades particulares cuando haya indicios de corrupción, cosa que, desgraciadamente sucede con extrema frecuencia, sin respetar  una compleja serie de cautelas que, en un gran número de casos, acaban impidiendo que una conducta gravemente lesiva y ampliamente sospechosa pueda ser puesta en manos de la Justicia. Al amparo de normas de protección que tienen un sentido muy distinto, algunos sinvergüenzas se atreven a lo que no se atreverían si hubiese un mayor nivel de trasparencia. Usan sus privilegios políticos para pisotear la decencia y las leyes comunes, y mezclan sin vergüenza ni temor alguno,  sus intereses particulares y su enriquecimiento personal, asunto del que la opinión pública conoce casos realmente escandalosos,  con las gestiones propias de su cargo y con lo que debería ser limpia gestión de los intereses comunes. Una tupida malla de supuesta respetabilidad crea, en la práctica, situaciones en las que la corrupción y los delitos más diversos, hasta las conductas chulescas,  más propias de rufianes que de representantes electos del pueblo español, como ocurrió en el caso de Curbelo, pueden quedar fuera de cualquier clase de escrutinio.
Urge que se ponga fin a esta impunidad hipócrita. Los diputados y senadores deberían ser los primeros en mostrar su interés en que no se pueda abusar de sus privilegios como representantes. En la próxima legislatura se deberían modificar las normas que permiten amparar conductas tan indignas como la de Casimiro Curbelo. La democracia no puede sobrevivir  si la corrupción se convierte en un hábito que de hecho esté protegido por las normas vigentes. Nos jugamos mucho en conseguir una mayor trasparencia y control de las actividades de los cargos públicos.