Las reuniones formales de los partidos políticos suelen ser unos auténticos monumentos al eufemismo, pero la última reunión del Comité federal ha roto el récord del disimulo porque tanto unos como otros se han empeñado en echar la culpa de su derrota al empedrado. El todavía secretario general del PSOE y presidente en funciones ha vuelto a dar una prueba más de su agudeza política al culpar a la crisis de la grave electoral de su partido; es cierto que admitió ciertos defectillos en la gestión de su gobierno, pero la responsabilidad, como siempre que un socialista fracasa, le parece que es de los demás. Como el PSOE ande tan clarividente en relación con su crisis como lo ha estado su secretario general no acertará a recuperarse en un horizonte razonable.
Los socialistas harían bien en ser autocríticos, en aplicarse a sí mismos un cierto porcentaje de la crítica implacable que siempre reservan para los demás. No es cierto tampoco que Zapatero sea el único responsable de cuanto ha sucedido, porque el partido entero, del primero al último, le siguió de manera mansurrona y zalamera en todos y cada uno de los innumerables disparates que ha perpetrado en sus años de mandato. Los estropicios causados por Zapatero han sido numerosos y de difícil reparación, pero no será el menor de ellos el daño que ha causado a su partido, eso sí, con el irresponsable aplauso de la totalidad de sus dirigentes que ahora se disponen a pelarse por gobernar los restos del naufragio.
El menor de los problemas del PSOE es la inexistencia de un verdadero liderazgo alternativo. La verdad es que lo que los españoles que antes le votaron han abandonado es una política, no simplemente unos errores de gestión de un personaje estrafalario. Zapatero ha intentado inventar un PSOE imposible e inviable, un partido avergonzado de ser español, incapaz de asumir nuestro pasado con tranquilidad y grandeza, miope frente al presente y al futuro, y que ha tratado de nutrirse del rencor, y de un antifranquismo tan fuera de lugar como inconsecuente y demagógico. Es una nueva política lo que necesita el PSOE y no simplemente un cambio de cromos, ni una vuelta al felipismo o una nueva apuesta zapateril por ese peculiar feminismo catalanista de quien parece creer que todos debamos votarla por ser mujer y catalana.
El PSOE debe ser un partido reconciliado con la normalidad con la que los españoles viven la democracia y la libertad, y capaz de promover soluciones realistas y factibles a los retos que siempre se le plantearán a la sociedad española, y que ya no tienen nada que ver con los que nos llevaron al enfrentamiento civil hace tres cuartos de siglo. Sería deseable que nos ahorrasen el espectáculo de una lucha por el poder completamente ayuna de ideas, aunque eso seguramente exigirá que abandonen por completo el escenario esos políticos que no han sabido hacer otra cosa que alabar las ocurrencias zapateriles, que contribuir al vano intento de engañar a la opinión prometiendo el pronto paso del mal rato, o echando la culpa a los mercados de sus inconsecuencias e incompetencias.
El PSOE tiene que dejar de jugar al peligroso juego de quebrar el consenso o de excitar las contiendas civiles por motivos religiosos, éticos o educativos. Que no sepan construir una política alternativa sin necesidad de inventarse una nueva sociedad o una España inexistente, diría muy poco de la capacidad política, pero, en cualquier caso, si no aciertan a hacerlo no harán otra cosa que caminar firme y decididamente hacia el abismo que se ha abierto ante sus píes y que no van a conseguir evitar con uno de esos maquillajes a los que están tan acostumbrados.
Disparates españoles y digitales
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