Hace ahora treinta y cinco años, España pasó por un desfiladero angosto y peligroso, desde un sistema basado en una vieja victoria militar a una Monarquía que, si bien heredaba a quien la reinstauró, traía consigo vientos de cambio y esperanza que no podían pasar inadvertidos, ni siquiera al propio general Franco. En esos días de noviembre, que La Gaceta ha conmemorado aportando detalles inéditos, se produjo, en medio de la expectación universal, el milagro de atar un último nudo que iba a permitir desatar con orden y prudencia todo lo anterior, todas las trabas y limitaciones que habían perdido su sentido en una sociedad que se había modernizado a gran velocidad bajo la mirada sorprendida, y seguramente complacida, de un dictador tan peculiar como monárquico convencido.
Franco siempre estuvo persuadido de que la Monarquía era consustancial al destino de España, y de que no iba a ser él quien consagrase el error tremendo que se había cometido en 1931, aunque el entonces Rey no estuviese del todo exento de culpa. Verdad es que el general Franco jugó con astucia todas las bazas que le permitieron prolongar hasta su muerte un régimen personal, irrepetible e improrrogable, y mantener en vilo a la no pequeña nómina de posibles aspirantes al trono. Pero su elección de Don Juan Carlos fue inequívoca, y supuso para el entonces Príncipe asumir una tarea muy dura y difícil que llevó a término con patriotismo y sentido del deber, más allá de cualquier duda.
Don Juan Carlos no fue nunca, sin embargo, del agrado de ciertos sectores del régimen, paradójicamente más franquistas que leales a Franco, que se encargaron de extender una leyenda contraria al elegido, tal vez, sobre todo porque era también el legítimo heredero de la monarquía española, y el hijo de quien se había atrevido a recordar a Franco su discutible legitimidad para hacer muchas de las cosas que había hecho a lo largo de casi cuarenta años. Don Juan de Borbón, pese a ser el principal perjudicado por la decisión de Franco, supo actuar con la grandeza de quienes saben lo que representan, y se encargó de certificar la legitimidad dinástica de Don Juan Carlos con extrema y diligente lealtad, tan pronto como el nuevo Rey se puso al timón de la nave.
Los documentos que publicó el domingo La Gaceta muestra la estulticia de la campaña contra Don Juan Carlos, la memez de pretender que el entonces Príncipe era persona sin inteligencia y sin voluntad. Hoy nadie con un mínimo de cabeza sostendría nada semejante, pero el hecho cierto es que si examinamos la conducta de nuestro Rey en aquellos días de tensión y de angustia, su actitud fue, desde el primer momento, la de quien sabe muy claramente qué se habría de hacer y cómo se debiera llevar a cabo. El innegable éxito de nuestra transición política, el paso de la dictadura a la libertad sin quebrar nunca la legalidad vigente, es un mérito indudable del Rey Juan Carlos, sin que ello desmerezca en nada los aciertos de quienes le siguieron en esa singladura tan compleja.
Los españoles, que podemos discrepar, como es lógico, de algunas o de muchas de las actitudes y las iniciativas de un Rey, cuyo reinado ya se acerca a culminar su cuarta década, no podemos olvidar de ninguna manera cuánto debemos a la serenidad, la firmeza y la clarividencia de aquel Rey joven al que vemos en las fotografías, en compañía de tres hijos de muy tierna edad y de la Reina Doña Sofía, y rodeado de una serie de personajes que le doblaban en años, gran parte de los cuales seguramente no abrigaban las mejores intenciones respecto de un Rey, al que debían lealtad porque esa había sido la orden de Franco, pero del que temían mucho, entre otras cosas su desplazamiento de lugares de privilegio, su desaparición, como así ocurrió en muy poco tiempo, de las esferas del poder. La habilidad del joven Rey ha sido uno de los más firmes fundamentos de una democracia que si hoy nos resulta, en ocasiones, notoriamente insuficiente, encontró en la energía y en la voluntad de Don Juan Carlos todo el apoyo necesario para que fuese un sistema de libertades, de derecho, de responsabilidad y de armonía y progreso.
Quienes tengan edad suficiente para recordar con claridad aquellos días no podrán hacerlo sin un cierto estremecimiento, sin emoción. Nuestra historia como una de las más viejas naciones de Europa no abunda en episodios comparables en serenidad y grandeza a los de aquellos días. Hoy puede parecer que todo fue fácil, pero no fueron así las cosas. Baste recordar que la nómina de los mandatarios extranjeros que acudieron a respaldar nuestra incierta andadura en esos días fue extrañamente escasa, como si nadie se atreviera a pronosticar un éxito de fondo, como si la campaña de los más nostálgicos franquistas hubiese tenido éxito entre los principales líderes del mundo. Pero, con la ayuda de Dios, y con el apoyo del intenso deseo de paz y de libertad de la inmensa mayoría de los españoles, el joven Rey comenzó a caminar con firmeza y con acierto, de modo que hoy podamos celebrar aquellas fechas con gratitud plena y sin ninguna nostalgia.
Es lamentable que ciertos sectores de la izquierda más desnortada lleven años tratando de echar a pique una de las horas más nobles y decentes de nuestra historia, la mejor en la época contemporánea, y peor aún es que haya políticos que se empeñen en ver como un trágala la generosidad, la esperanza en un futuro sin violencia ni exclusiones, que nos condujo en aquellas jornadas a la añorada democracia.