Victimismo nacionalista

Como cada año, los partidos nacionalistas catalanes, con la inseparable comparsa del PSC de Montilla y Chacón, auténticos malabaristas de la simulación y el doble juego, han encontrado la oportunidad para convertir la festividad catalanista del 11 de septiembre en un memorial de agravios, en una serie confusa de lamentos y amenazas  contra gigantes que son molinos de viento, aunque puede que esta comparación quijotesca resulte ofensiva a sus castos oídos nacionalistas.
El alcalde de Barcelona, que va por la vida de moderado, ha cargado contra quienes no les dejan, a su entender, ser como son. Hace falta ser muy miope para ver en la sentencia de sus lamentos un intento de recortar los derechos de los catalanes o el rango de su autogobierno. Hace ya mucho que es evidente que el catalanismo político es esencialmente reactivo, y que si no encuentra motivos de agravio, los inventa, simple y llanamente, a no ser que, por alguna razón incomprensible para cualquier espectador ajeno, Cataluña sea el único y orwelliano lugar del mundo en el que los derechos iguales se aplican de manera desigual, según convenga a  la minoría política que rige los destinos de esa Comunidad, y que, al parecer, lo hace  con tanto acierto que no puede celebrar la así llamada fiesta nacional sin establecer un cordón de seguridad de centenares de metros que evite que los catalanes de la calle les saquen los colores, o les muestren de cerca el entusiasmo que provoca en los ciudadanos esa dedicación a batallas que, en realidad, sólo les interesan a ellos.
El presidente Artur Mas, cuyas capacidades para la exageración y el discurso rimbombante nadie ignora, tras asegurar que la reforma constitucional ha roto los consensos de la transición, esos que el proyecto de Estatuto tenía, al parecer, tan presentes, afirmó, contra toda evidencia que “en las mentes de la gente de Catalunya cala un sentimiento de mayor soberanía y libertad”, tratando de convertir la ley vigente en un peldaño para sus confusas, contradictorias y voluntaristas aspiraciones de independencia política, un propósito que sin duda cumpliría de no darse la molesta circunstancia de que los ciudadanos catalanes, en una mayoría sólida y de buen sentido, no quieren saber nada de esa clase de aventurerismos.
Jordi Pujol ha insistido desde Igualada en las metáforas catastrofistas, en este caso “una ruptura de puentes”, para  asegurar que el cumplimiento de la sentencia llevaría a Cataluña a la irrelevancia, sin que se haya molestado en explicar las razones. Su hijo y heredero Oriol Pujol, al frente de su partido, y seguramente destinado al sitial que fue de su padre, y que, de manera interina ocupa Mas, se despachó a su gusto con metáforas militaristas para asegurar que la Generalidad no va a rectificar su defensa a la inmersión lingüística. Tal vez la mejor imagen para reflejar el espíritu victimista de esta celebración, que conmemora lo que los nacionalistas entienden como una derrota, sea la aportación cultural a cargo de uno de los escritores en nómina que, para que no hubiera dudas sobre el carácter de la cuestión, y tras sumergirse en metáforas pedestres a partir de la idea de inmersión, culminó su discurso con un palíndromo, “Català a l’atac”, lo que no deja de ser toda una confesión freudiana de que el victimismo es la cara equívoca de un proyecto de imposición que choca, inevitablemente,  con los derechos individuales que, también en Cataluña, defiende la Constitución, pese a los afanes agresivos de quienes confunden el respeto a la ley con imaginarias agresiones a su quimérica soberanía.