Cuesta trabajo entender la incoherente y tardía reacción del PP ante las acusaciones policiales de corrupción; desde que se puso en el ventilador el caso Gürtel, el PP no ha tenido una actitud uniforme ni una estrategia coherente; su conducta se ha basado, sucesivamente, en la minimización, en la sospecha sobre la fuente y, finalmente, en afirmar que el partido estaba sometido a una persecución, es decir, en afirmar algo que, además de que dista de ser evidente para quien conserve cierto grado de ingenuidad, implica asumir que esa supuesta evidencia pueda implicar algún principio exculpatorio; finalmente, y sin que pueda entenderse el porqué, da la impresión de que se quiere empezar a pedir responsabilidades a personajes de segundo nivel, sin que se expliquen mínimamente las razones para poner en la picota a personas que, hasta ayer mismo, eran presentadas como objeto de inicuas persecuciones, seres enteramente dignos, espejo de virtudes y de inocencia, pero que, de repente, parecen molestar a los que se están por encima.
Salvo en Madrid, donde Esperanza Aguirre se separó prontamente de un importante núcleo de afectados para mantener una posición de firmeza contra los abusos, la dirección del PP ha sido elusiva y ha apostado, en un primer momento, por la inocencia de los afectados, la incoherencia de los sastres implicadores, y la venalidad de los informes anónimos. La música de fondo sonaba a que, menudencias aparte, no había ninguna financiación ilegal del partido. Ahora, la música parece haber cambiado de tono. Las preguntas que hay que hacerse son las siguientes: ¿es que el PP no piensa nunca en lo que va a pasar luego de dar un paso determinado? ¿Acaso el PP ignora con quién se enfrenta? ¿Es que nadie sabe lo que pueda estar pasando en el PP y lo que hace la gente que maneja dinero?
Ahora se pide la cabeza de Costa, pero no la de Camps. Supongo que el PP quiere dar a entender que el interior del partido está literalmente repleto de murallas chinas, de manera que nadie sabe nunca lo que hace, sobre todo si resulta ser malo, el que ocupa el despacho de al lado, pero me temo que esa explicación puede ser más perniciosa para la credibilidad del PP que la hipótesis contraria, aunque conllevase medidas dolorosas, pero ejemplares.
No hay duda alguna de que elementos con poder, con tecnología y con capacidad de controlar las conversaciones ajenas, están dispuestas a ensuciar al PP con el fin de cortar de raíz cualquier posibilidad de ascenso en las encuestas y, finalmente, de victoria. No hace falta ser un gran especialista en historia política para recordar que esa estrategia se le aplicó con gran dedicación al joven Aznar inmediatamente antes de 1996; fue lo que se llamó el caso Naseiro y otros llamaron el caso Manglano. Aznar, sin embargo, reaccionó con prontitud, tomó cartas en el asunto y encargó un proceso interno que, dicho sea de paso, se llevó injustamente por delante a la que seguramente era la mejor cabeza política de aquella generación. Aznar dio la prueba de que no iba a consentir según qué cosas y, finalmente, acabó ganando las elecciones. Ahora no se ha hecho así, y no consigo explicarme las razones de un error tan persistente y tan importante.
No creo que las maniobras de Rubalcaba, si es que son suyas, acaben por arruinar las esperanzas políticas del PP, pero sí creo en la capacidad del PP para hacerse un daño considerable y enteramente innecesario. Es fácil comprender que asumir responsabilidades cuando se ponen de manifiesto conductas gravemente sospechosas cuesta muchísimo trabajo, y que se puede ceder a la tentación de esperar a que escampe, pero es un poco ingenuo pensar así y, al tiempo, gritar que enfrente se tiene un enemigo muy, pero que muy malo. Los políticos están obligados a ser, pero también a parecer, y si su parecer se ensucia, su ser va a servir de muy poco. La política se rige por reglas que no son exigibles en la vida ordinaria, y quienes llevan años en las poltronas ya debieran saberlo.
El PP no puede seguir dando, ni un minuto más, la sensación de que es tolerante y equívoco con la corrupción de los suyos, cuando son importantes; no puede actuar de ninguna manera que permita emplear ese argumento. Eso puede tener costes políticos muy altos, pero ya deberían saber los que están arriba que su posición se justifica en la necesidad que el país tiene de sus servicios, no en las comodidades que puedan añorar. Gürtel es una bomba con efectos retardados únicamente porque el PP se ha resistido a tomarse en serio sus obligaciones en ese terreno. Muchos piensan que es un error más de una dirección vacilante y desnortada, pero todo tiene arreglo porque, como quería el poeta, hoy es siempre todavía. Hay que limpiar a fondo esa guarrería indigna y caiga quien caiga: mejor hoy que mañana. Si no se hace así, las responsabilidades serán, en todo caso, muchísimo más graves, y podrían conducir a una situación realmente irremediable.
[Publicado en El Confidencial]