El término ejemplar tiene, en nuestra hermosa lengua española, dos acepciones muy distintas: un ejemplar es un caso típico de algo, y ejemplar se dice de alguien que debiera ser imitado. Se ve fácilmente que el genio de la lengua es muy optimista, porque sostiene ambos significados de la misma palabra. Bien está que la lengua, al menos, sea optimista, porque el panorama no está para muchas alegrías. La democracia española no ha podido beneficiarse del apoyo que presta, en otros lugares, una ética pública exigente, y ampliamente compartida. Entre nosotros, por el contrario, es muy frecuente tener, y no sentir empacho alguno, una concepción puramente patrimonial de los cargos, sin apenas sentido institucional. Garzón ha sido un personaje característicamente español en este sentido preciso: un juez al que parece haber importado bastante poco la situación de su juzgado, y la justicia ordinaria, lo que le ha permitido utilizar su cargo como un trampolín espléndido, cosa que, naturalmente, ha sabido aprovechar muy bien para cultivar su fama. Fruto de esa conducta ha sido la pretensión de que un juez de la nombradía internacional de Garzón, no pudiera ser juzgado por unos desconocidos. Sin embargo, hay muy pocas dudas sobre la respuesta que pudiera dar cualquiera si se le preguntase: ¿Prefiere caer en manos de un juez justo, concienzudo y anónimo, o de un juez famoso y descuidado?
Como tantos españoles, Garzón ha trabajado para sí antes que para cualquier justicia. En efecto, lo primero que piensan muchos españoles cuando acceden a un cargo es: ¿Qué voy a sacar yo de todo esto? Lo que debiera pensar, por el contrario, es: ¿Qué espera la sociedad española? ¿Cuáles son mis obligaciones? ¿Qué objetivos son los esenciales? La mayoría de los políticos no considera su cargo público como un servicio, sino como una cucaña que le permitirá a él llegar más arriba; este tipo de personajes no se ocupa de su función, sino de apoyar a su provincia, a sus electores, a sus militantes, y, cómo no, a sus amigos. Como es natural, esta clase de conductas suele revestirse de ideología, para evitar que se advierta su indecencia, y puede hacerlo porque la cultura política de los españoles está todavía muy subdesarrollada. Una buena mayoría de electores decide sus preferencias basándose, únicamente, en analizar lo que se les dice, no lo que pasa, o lo que les hacen. Somos herederos de una cultura barroca, declamatoria, adoradores de las grandes palabras, y estamos poco acostumbrados a lidiar con cifras, con experiencias, a ejercer el espíritu crítico. Las televisiones están haciendo estragos en esta tendencia al embobamiento, no en vano Zapatero ha sido muy generoso con sus problemas, y con nuestro dinero.
Una manifestación muy típica de esta conducta escasamente crítica es la tendencia leguleya a convertirlo todo en una discusión en la que no haya reglas claras, en que todo se pierda en mil vericuetos, para explotar la presunción de que se está defendiendo algo que está más allá de las disputas ordinarias. Las triquiñuelas, el tipo de argucias que ha intentado Garzón para evitar que el Supremo le someta a juicio, son un buen ejemplo de esa estrategia hipócrita, pero efectiva con los bobos. Este perderse en considerandos infinitos y en otrosís, favorece la ignorancia de la distinción esencial entre lo ético y lo jurídico; aquí se tiende a actuar como si todo lo que no es delictivo, fuese perfectamente lícito, aunque sea moralmente repulsivo. A eso ayudan las artes de la hipocresía, la mentira convertida en buena educación, el eufemismo elevado a sabiduría. Se sabe que algo está mal, pero lo esencial es que no lo parezca, que no trascienda. La mentira, decía ya Gracián, hace siglos, se ha asentado en la instalado en la corte; lo asombroso es que los que resultan perjudicados, y son legión, no se sientan llamados a desenmascarar a quien les toma miserablemente el pelo. Hace unos días, por ejemplo, al salir el Rey del Hospital Clinic, expresó su admiración por lo bien que estaba la Seguridad Social; pues bien, es asombroso que nadie haya reparado que el Rey no ha estado nunca en una lista de espera, y que, además, ha sido atendido en una zona privada del Hospital, pero claro no se va a llamar mentiroso a don Juan Carlos que trata siempre de ser tan simpático.
Cualquiera que haya sentido alguna vez la admiración que suscita la lucha por la justicia y la libertad, un movimiento que cierta izquierda pretende monopolizar sin demasiadas razones, no dejará de sentirse abochornado por algunas de las cosas que se han dicho estos días a favor de Garzón, como tampoco dejará de sentir pasmo ante la impavidez de Zapatero para afirmar una cosa y su contraria; tales son las artes que, al parecer, permiten pasar de oscuro secretario provincial, a presidente del gobierno. Estamos sobrados de esa clase de artistas, pero escasos de electores capaces de pensar por cuenta propia, más allá de los oropeles de Garzón, o las mañas de Zapatero.