Rubalcaba lo hace mejor que Montoro

Como decíamos ayer, Montoro dijo dos tonterías, pero al menos no mintió descaradamente, se limitó a usar un lenguaje idiota para hacer ver que algo le gustaba poco. Rubalcaba ha mejorado el registro, pero, además, ha mentido, lo que no creo que les extrañe mucho. Tonterías de Rubalcaba: para reducir el gasto público, vamos a quitar las diputaciones y vamos a subir los impuestos a los ricos. Nosotros, los de APR, no vamos a tocar ni la sanidad ni la educación, eso lo hacen otros (nótese la sutilísima alusión al maligno). Son tonterías porque ninguna de las dos medidas afectan, ni de lejos, al fondo del problema, pero constituyen, además, una mentira porque ni lo van a hacer, ni, de poder hacerlo, que no podrán porque van a perder, dejarían de hacer también algo de lo que los otros tendrán que hacer.
Los otros ya llevan su penitencia en negar los recortes como si se tratara de las penas del infierno: ahí tienen una huelga de profesores, no se bien si por melindrosos o por tontos.

Storytelling

El viernes pasado asistí, en el Seminario de investigación de la ECH, a una interesante presentación sobre storytelling a cargo de , Antonio Hernández Nieto, uno de sus antiguos alumnos, y miembro muy activo del Seminario. Antonio se apoyó en el libro de Christian Salmon del mismo título, y nos proporcionó un buen número de ejemplos prácticos y accesibles de esta nueva técnica de comunicación y de sus peligros, especialmente cuando se pone al servicio del poder, es decir, siempre, o casi siempre.
Detrás de la invención de este nuevo marbete hay un francés denunciando lo perversos que son los americanos, una tradición ya vieja. Salmon afirma que el storytelling es la clave de un “nuevo orden narrativo”, capaz de domesticar a la opinión pública y adueñarse de los individuos que, como todo el mundo sabe, solo deben seguir a los buenos maestros, franceses, por supuesto. Salmon muestra lo peligroso que es el asunto recogiendo unas revelaciones que, en un momento de debilidad, le hizo el malvado Bush a un periodista progre en el verano de 2002: “Usted cree que las soluciones emergen de su juicioso análisis de la realidad observable […] El mundo ya no funciona realmente así. Ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras usted estudia esta realidad, juiciosamente como desea, actuamos de nuevo y creamos otras realidades nuevas, que asimismo puede usted estudiar, y así son las cosas. Somos los actores de la historia”. Cosa grave, como se ve, incluso a primera vista.
No discuto la gravedad del caso, aun sin ser francés, pero no acabo de ver claro la novedad del enfoque. Creo que se trata de un cóctel en el que se mezclan sabores  ya añejos, especialmente de los gestaltistas, ciertos recuerdos de Mac Luhan y un bastante de la cosa de las metáforas de Lakoff y Johnson, especialmente a partir de las aplicaciones políticas de Lakoff que anduvo por aquí asesorando a Zapatero, y al que no sé si considerar un algo responsable de que Zapatero pretendiese que nos creyésemos que lo de la crisis era un invento de la derecha, pretensión que ha tenido el éxito que todos conocemos porque ganó en el 2008, aunque, la verdad, no sé si ha servido de mucho. Tampoco sé si Botín ha leído a Lakoff, o tiene a Salmon como asesor, porque es difícil inventarse historias más breves que las que se le ocurren al tío, como ese “Zapatero, siga usted” del último fin de semana. Y que conste que me parece que lo dice con la mejor de las intenciones, por supuesto.

La democracia, treinta años después

Las democracias modernas se caracterizan por la enorme importancia que llega a adquirir la mediación de los distintos sistemas de representación, de manera que el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo es el nombre de un ideal que no puede considerarse sin cierto grado de eufemismo. Precisamente para paliar en cierto modo ese carácter deformador de los sistemas de representación, los teóricos de la política han insistido en la gran importancia que hay que otorgar a la poliarquía si queremos que sigan existiendo formas de gobierno como las de las democracias liberales. Cuando en una democracia hay pugna entre un buen número de instituciones y de personas, podemos estar seguros de que la libertad política está garantizada y que su ejercicio producirá efectos beneficiosos en el sistema. Cuando, por el contrario, con la excusa de la eficacia, con la disculpa de las urgencias, o con el amparo que fuere, se impide la poliarquía, podemos estar ciertos de que esa democracia camina hacia su propia disolución, se hará, tarde o temprano el hara-kiri, tal vez no en forma espectacular pero sí de manera efectiva. La poliarquía es el único recurso al que podemos acudir para asegurar la continuidad de las democracias liberales, de los sistemas que son realmente sensibles a la opinión, y cuyos gobiernos aceptan su destituibilidad por medios enteramente pacíficos. Pues bien, el nivel de poliarquía en España no ha sido nunca alto, pero se encuentra en un proceso acelerado de descenso, próximo a la mera extinción.
Los estados son muy poderosos, y los gobiernos manejan con soltura una enorme cantidad de recursos capaces de manipular de manera certera las opiniones y los sentimientos de la mayoría, lo que da lugar a que la democracia se subvierta, pues no es ya la voluntad de los ciudadanos quien legitima al poder, sino el poder quien construye una voluntad ciudadana a su imagen y semejanza. Ello pone muy en riesgo al poder político de dejarse seducir por los encantos y la eficacia del absolutismo, tanto más cuando se puede pretender que se trata de un absolutismo de la propia voluntad popular, un ejercicio de la soberanía ultima que reside en los ciudadanos.
El correlato más visible de todos estos movimientos en el subsuelo de la política es la tendencia a entronizar al líder político, a convertirlo en algo más que un representante de la voluntad pasajera de una mayoría, a tratarlo como a un Cesar, a una personificación de la divinidad. Lógicamente, la dinámica de los medios de comunicación no hace sino intensificar esa tendencia a la divinización del líder convertido en ícono carismático capaz de resolver, por su mera aparición, toda suerte de contradicciones, de allanar cualquier clase de dificultades. La política entra así en un reino en el que las imágenes sustituyen a los argumentos y los sueños a los proyectos, con un resultado de entontecimiento colectivo.
Me parece que la tendencia de los partidos a simular lo que realmente deberían hacer, a sustituir los congresos por convenciones, a amañar los mítines populares para que parezcan actos de una campaña puramente publicitaria, es una consecuencia de su renuncia a ejercer la política democrática, a enriquecer el debate de ideas, un instrumento más para alcanzar el objetivo de minimizar la conflictividad social que pudieran generar una discusión más abierta de sus proyectos, en el caso de que pudieran hacerse más explícitos. Pero lo más grave ocurre cuando se da un paso más, y no solo sucede que los partidos disimulen sus intenciones, sino que, a base de especializarse en tácticas de simulación, acaban realmente por no tenerlas. La conquista del poder se convierte entonces en el único móvil de sus acciones, el programa no importa en absoluto, hasta el punto de que se consienta que determinados líderes locales o regionales ejecuten programas de hecho contrarios a los principios que se dice defender; en esta situación, lo único que importa a los partidos es lograr el grado más alto posible de desprestigio del adversario, sin importar para nada la zafiedad intelectual y moral con la que se emprenden determinadas campañas de acoso al rival.
Treinta años después de iniciar con ilusión una democracia, los españoles contemplamos con cierto asco el desmoronamiento de nuestras esperanzas. Los partidos lo ocupan todo, el legislativo es un mero apéndice del ejecutivo, y el poder judicial se prostituye acudiendo raudo en auxilio del vencedor, digan lo que digan las leyes. La sociedad civil apenas existe. Es una situación terrible porque afecta también, de manera que sería escandaloso negar, a los medios de comunicación en la medida en que, renunciando a su independencia, se olvidan de dar información y se dedican a edulcorar las noticias que convienen a sus dueños, legales o reales. A quienes creemos en la libertad, nos queda todo un mundo por conquistar, pero será una tarea larga y trabajosa. 
[Publicado en El Confidencial]

Garzón, español ejemplar

El término ejemplar tiene, en nuestra hermosa lengua española, dos acepciones muy distintas: un ejemplar es un caso típico de algo, y ejemplar se dice de alguien que debiera ser imitado. Se ve fácilmente que el genio de la lengua es muy optimista, porque sostiene ambos significados de la misma palabra. Bien está que la lengua, al menos, sea optimista, porque el panorama no está para muchas alegrías. La democracia española no ha podido beneficiarse del apoyo que presta, en otros lugares, una ética pública exigente, y ampliamente compartida. Entre nosotros, por el contrario, es muy frecuente tener, y no sentir empacho alguno, una concepción puramente patrimonial de los cargos, sin apenas sentido institucional. Garzón ha sido un personaje característicamente español en este sentido preciso: un juez al que parece haber importado bastante poco la situación de su juzgado, y la justicia ordinaria, lo que le ha permitido utilizar su cargo como un trampolín espléndido, cosa que, naturalmente, ha sabido aprovechar muy bien para cultivar su fama. Fruto de esa conducta ha sido la pretensión de que un juez de la nombradía internacional de Garzón, no pudiera ser juzgado por unos desconocidos. Sin embargo, hay muy pocas dudas sobre la respuesta que pudiera dar cualquiera si se le preguntase: ¿Prefiere caer en manos de un juez justo, concienzudo y anónimo, o de un juez famoso y descuidado?
Como tantos españoles, Garzón ha trabajado para sí antes que para cualquier justicia. En efecto, lo primero que piensan muchos españoles cuando acceden a un cargo es: ¿Qué voy a sacar yo de todo esto? Lo que debiera pensar, por el contrario, es: ¿Qué espera la sociedad española? ¿Cuáles son mis obligaciones? ¿Qué objetivos son los esenciales? La mayoría de los políticos no considera su cargo público como un servicio, sino como una cucaña que le permitirá a él llegar más arriba; este tipo de personajes no se ocupa de su función, sino de apoyar a su provincia, a sus electores, a sus militantes, y, cómo no, a sus amigos. Como es natural, esta clase de conductas suele revestirse de ideología, para evitar que se advierta su indecencia, y puede hacerlo porque la cultura política de los españoles está todavía muy subdesarrollada. Una buena mayoría de electores decide sus preferencias basándose, únicamente, en analizar lo que se les dice, no lo que pasa, o lo que les hacen. Somos herederos de una cultura barroca, declamatoria, adoradores de las grandes palabras, y estamos poco acostumbrados a lidiar con cifras, con experiencias, a ejercer el espíritu crítico. Las televisiones están haciendo estragos en esta tendencia al embobamiento, no en vano Zapatero ha sido muy generoso con sus problemas, y con nuestro dinero.
Una manifestación muy típica de esta conducta escasamente crítica es la tendencia leguleya a convertirlo todo en una discusión en la que no haya reglas claras, en que todo se pierda en mil vericuetos, para explotar la presunción de que se está defendiendo algo que está más allá de las disputas ordinarias. Las triquiñuelas, el tipo de argucias que ha intentado Garzón para evitar que el Supremo le someta a juicio, son un buen ejemplo de esa estrategia hipócrita, pero efectiva con los bobos. Este perderse en considerandos infinitos y en otrosís, favorece la ignorancia de la distinción esencial entre lo ético y lo jurídico; aquí se tiende a actuar como si todo lo que no es delictivo, fuese perfectamente lícito, aunque sea moralmente repulsivo. A eso ayudan las artes de la hipocresía, la mentira convertida en buena educación, el eufemismo elevado a sabiduría. Se sabe que algo está mal, pero lo esencial es que no lo parezca, que no trascienda. La mentira, decía ya Gracián, hace siglos, se ha asentado en la instalado en la corte; lo asombroso es que los que resultan perjudicados, y son legión, no se sientan llamados a desenmascarar a quien les toma miserablemente el pelo. Hace unos días, por ejemplo, al salir el Rey del Hospital Clinic, expresó su admiración por lo bien que estaba la Seguridad Social; pues bien, es asombroso que nadie haya reparado que el Rey no ha estado nunca en una lista de espera, y que, además, ha sido atendido en una zona privada del Hospital, pero claro no se va a llamar mentiroso a don Juan Carlos que trata siempre de ser tan simpático.
Cualquiera que haya sentido alguna vez la admiración que suscita la lucha por la justicia y la libertad, un movimiento que cierta izquierda pretende monopolizar sin demasiadas razones, no dejará de sentirse abochornado por algunas de las cosas que se han dicho estos días a favor de Garzón, como tampoco dejará de sentir pasmo ante la impavidez de Zapatero para afirmar una cosa y su contraria; tales son las artes que, al parecer, permiten pasar de oscuro secretario provincial, a presidente del gobierno. Estamos sobrados de esa clase de artistas, pero escasos de electores capaces de pensar por cuenta propia, más allá de los oropeles de Garzón, o las mañas de Zapatero.