Siempre he creído que la raíz de esa clase de actitudes, maniqueas y arbitristas, está en una comprensión deficiente de las dificultades y que esta, descansa, a su vez, en la mala costumbre de olvidar que las palabras pueden parecer muy poderosas, pero son, en el fondo, estériles cuando no se acompañan de algo más que ellas, de atención, de cuidado, de respeto, de ganas de aprender. Cuando se actúa sin esta clase de precauciones, cuando se piensa poco, pensar es pesar, sopesar, se comienza a interpretar mal las relaciones entre las palabras y las cosas, y eso conduce fatalmente a un aturdimiento. Es el barroquismo, el modo de usar la lengua que permite que las construcciones lingüísticas se desembaracen de cualquier relación responsable con lo inmediato, con la realidad, con las mediciones, las comprobaciones y los hechos. Un buen barroco construye su discurso de tal modo que nadie pueda desmentirlo: no es difícil ver que esa es la mejor manera de poner la retórica al servicio del dogmatismo.
No se me escapa que no hay fórmulas sencillas de resolver las ecuaciones que unen a las palabras y las cosas, porque las cosas también se hacen con palabras, a su modo, pero cuando la verborrea nos impide la duda, la reflexión, la humildad, se comienza a avanzar por un camino muy peligroso.
La tendencia al barroquismo es una resbaladiza desviación de la cultura española. Nótese, por ejemplo, que por cada pensador o novelista que tengamos podríamos ofrecer capazos de estilistas, de orfebres de la palabra. Por cada Galdós o cada Baroja, que no abundan, tenemos decenas de Umbrales, por ejemplo. En nuestro siglo de oro, cuando la Europa del norte, pero también Italia, se adentraba por el camino de la ciencia, nosotros produjimos infinitos Góngoras, y se perdió el buen sentido cervantino, el aire cotidiano de los magníficos poetas del XVI. Pero ¿tiene algo que ver esto con lo que ahora nos pasa? Me parece que más de lo que se ve a primera vista.