Felipe de Borbón, heredero de la Corona española, acaba de cumplir cuarenta y tres años. A esa edad, es ya un hombre felizmente casado y padre de dos hermosas niñas, y se encuentra, por tanto, en una situación que es común a muchos de sus coetáneos, en un momento de plena madurez vital. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con la gran mayoría de sus compañeros de generación, no podrá alcanzar el cenit de su carrera hasta que no se produzca un hecho que él habrá de lamentar como buen hijo, la muerte de su padre, o una abdicación del Rey que indicase incapacidad o desistimiento, una eventualidad que, afortunadamente, se antoja ahora mismo tan improbable como indeseable. Don Felipe lleva una larga y valiosa preparación a sus espaldas, pero no tiene a la vista la oportunidad de que los españoles podamos comprobar su valía como monarca. Se trata de una circunstancia que resultaría frustrante para cualquiera, y que él está llevando de una manera ejemplar. Esta larga espera habrá de servir para que se aquilate su prudencia, se acreciente su serenidad y su paciencia, y se intensifique su capacidad de comprender las peculiaridades de su misión y el ritmo de los tiempos históricos. Como heredero de la Corona, y adornado de todos los títulos históricos que lo requieren, el 30 de enero de 1986, a los dieciocho años de edad, juró ante las Cortes Generales fidelidad a la Constitución y al Rey, asumiendo la plenitud de su papel institucional.
Los españoles estamos muy convencidos de que el Príncipe atesora una formación excepcional, tanto desde el punto de vista puramente académico como desde el punto de vista militar, y de que está aprovechando de manera fructífera esta larga preparación para poder servir mejor a su patria en el momento en el que sea necesario. El Príncipe conoce muy bien todos los rincones de nuestra España. Ha ejercido en numerosas ocasiones como embajador extraordinario de nuestros intereses y está perfectamente al tanto de cuanto sucede y nos afecta. Ha hecho todo eso, además, de manera muy discreta y sin provocar otros sentimientos que admiración hacia su persona y cariño por su figura, por la Princesa Leticia y por las dos preciosas Infantas Leonor y Sofía.
Los españoles deberíamos de preguntarnos si se está haciendo lo suficiente para que el servicio del Príncipe a los altos intereses de la Nación y al bienestar de todos los españoles sea tan intenso como pudiera serlo. Tal vez no sea muy lógico que los herederos de las monarquías contemporáneas tengan que soportar una larga espera sin poder participar en otra cosa que actos protocolarios. Se trata de asuntos muy delicados, es cierto, sobre los que ni existen previsiones precisas por parte de la Constitución, ni hay una tradición que pueda invocarse con perfecto sentido, puesto que los Reyes de nuestra historia solían ser coronados a edades mucho más tempranas que la que, presumiblemente, alcanzará Don Felipe a la hora de su proclamación como Rey. Es responsabilidad conjunta del Gobierno, del Parlamento y de la Casa del Rey, preguntarse por la manera más eficaz de aprovechar la experiencia y habilidad del Príncipe en beneficio de España y de lograr, al tiempo, que los años de espera que aún le quedan hasta su proclamación como Rey de todos los españoles supongan una mejora efectiva en su conocimiento de la realidad de la Nación sobre la que ha de reinar, de su historia, de sus problemas y de sus esperanzas, que han de ser también las suyas para siempre.