Los que pensamos que hay ocasiones en que la derecha no pone demasiado empeño en ganar las elecciones tenemos razones para hacerlo, fundamentalmente, en la medida en que no se combaten las causas que facilitan un predominio cultural de esa mezcla pringosa de socialdemocracia y populismo con la que suelen conseguir sus éxitos tanto la izquierda como los nacionalismos.
En cierta ocasión explicaba a mis alumnos las indudables ventajas del modelo universitario americano sobre el europeo, y, por supuesto, sobre el español. Un alumno se atrevió a llevarme la contraria, en un gesto de atrevimiento inaudito, porque, al margen de cualquier retórica, solemos educar a los alumnos en la sumisión repetitiva de lo que diga el profesor, y me dijo que el modelo universitario americano era claramente inaplicable en España; le pregunte por qué y me contestó que por ser carísimo. Aproveche la oportunidad para hacer un cálculo, junto con ellos, de lo que realmente costaba que estuviésemos mantenido esa clase, y de cómo ellos apenas pagaban un pequeño porcentaje de esos costos, es decir que pagan las clases universitarias, sobre todo los que no disfrutan de ellas. Me parece que comprendió el argumento: una enseñanza falsamente gratuita puede ser realmente mediocre, casi enteramente inútil, como desgraciadamente tiende a serlo. Si los alumnos pagasen las clases en lo que valen, la Universidad sería muy de otro modo. Así se explica, por ejemplo, que tengamos las mejores, no es exageración, escuelas privadas de negocios, y unas universidades públicas, en general, de muy baja calidad.
Generalizaré el diagnóstico: los ciudadanos no son conscientes de que ellos pagan cuanto los gobernantes parecen darles, que les sale bastante caro el mecanismo redistribuidor de rentas en que se han convertido los estados del bienestar, sobre todo cuando se dedican a quitar rentas a los modestos y a aumentarlas a los plutócratas, es decir, cuando, por ejemplo, sube sin control la factura de la luz, del gas, del teléfono o de los carburantes, mientras los consejos de administración de esas beneméritas empresas se suben los bonus, de apenas unas decenas de millones de euros, con una alegría contagiosa. No creo que nadie medianamente decente se atreva a negar que algo, más bien mucho, de esto está pasando aquí y ahora.
La derecha podría pensar en algo muy simple, en imitar el modelo americano y obligar a que se separen los precios de los impuestos, de manera que al pagar cien euros por la compra de algo sepamos con claridad que el objeto cuesta sesenta y que los otros cuarenta se los llevan, los gobiernos, los ayuntamientos, la SGAE y cualesquiera otros beneficiarios de nuestra anónima, involuntaria e ilimitada generosidad. La gente aprendería, por ejemplo, que tiene que ser forzosamente mucho más caro vivir en Madrid, donde el alcalde ha conseguido acumular una deuda sideral, que tendrá que pasarnos al cobro a los sufridos madrileños, que en Valladolid, una ciudad que apenas tiene déficit por lo bien administrada que está. También habría que modificar el IRPF, porque sería esencial que la gente supiese lo que gana de verdad, lo que le cuesta su trabajo al empleador, y no lo que de hecho se lleva a casa, tras ser debidamente sableado por la hacienda y la seguridad social, esas beneméritas instituciones que nos tratan a palos a la que nos descuidemos. Es posible que con medidas de ese tipo subsistieran los masoquistas que prefieren que su dinero lo administren gentes de probada moralidad y eficiencia, como los políticos, y no miro a nadie, pero es seguro que muchos otros empezarían a mirar los servicios públicos con otra cara, y no simplemente a admirarse de lo bueno que es el Estado cuando concede a sus funcionarios tantas ventajas sociales y un régimen laboral que concita las envidias del que tiene que ganarse los euros en un ambiente ligeramente menos estable y más competitivo.
Es una genialidad del estado paternalista que los impuestos sean opacos, que los ciudadanos no caigan en la cuenta de lo que le cuestan las dádivas de los políticos, la cúpula de Barceló en Ginebra, la aventura olímpica de Gallardón, el teatro del Liceo en Barcelona que pagamos también los de aquí abajo, los puñeteros carteles del plan E de Zapatero, el fiestorro de los cineastas, a punto de dejar de ser ceja-adictos de avispados que son, o los aviones para que se desplace la Pajín, que siempre tiene prisa porque es muy galáctica.
Muchos siguen pensando que eso son gastos que ellos nos pagan, que el gobierno tiene una máquina de hacer dinero que nos sale gratis, y si que tiene máquina, y la maneja con soltura, pero nos sale carísima, casi cinco millones de parados y una deuda pública que es alucinante. El cambio de la cultura política imperante, lo que permitirá que haya una democracia real y algo más competida, llegará cuando muchos comprendan que esos excesos no tienen otra finalidad que seguir comprando su credulidad, su inocencia, su voto.
[Publicado en La Gaceta]