La política es cosa difícil, tan compleja que, si hacemos caso a los filósofos, ni siquiera se sabe bien en qué consiste. En España, la política ha estado funcionando relativamente bien sobre el gozne de un principio un tanto extraño, el de que hacer política es decir lo contrario de lo que dice el otro, el adversario; y digo decir, y no digo hacer, porque la trayectoria de la política española desde 1977 se había basado en una fuerte convergencia de las políticas hacia el centro del espectro, tanto por parte del PP como del PSOE. Esa ha sido, seguramente, la clave de lo que se ha podio considerar un éxito y, hasta hace muy poco tiempo, por tal se venía teniendo. Naturalmente había habido diferencias de matiz, no podía ser de otra manera, pero el respeto a una Constitución pactada, la certeza de que la sociedad española no estaba por los extremos, y la convicción de que habíamos entrado en la senda virtuosa de las democracias europeas facilitaron bastante las cosas. Esto fue así, con las pequeñas excepciones que se quiera, hasta Zapatero. Con él llegó a Moncloa un político que tenía un diseño distinto, la idea de que todos los males de la patria nacían de la maldad intrínseca de la derecha, de su concepción centralista y restrictiva de la unidad de España, un análisis según el cual algo estaba funcionando de manera profundamente equivocada, y eso era lo que había hecho que el PP hubiese podido gobernar por el corto pero insoportable período de ocho años.
Durante su primera legislatura, Zapatero pudo salir adelante viviendo del bienestar económico heredado, que fuese, o no, sólido, es otra cuestión, y haciendo una política de reparto de golosinas y prebendas que apenas molestaba a una sociedad convencida de que la escasez, la pobreza y el paro habían pasado a ser definitivamente cosa del pasado. Cuando el PP planteó sus serias dudas sobre el modelo en las elecciones de 2008, los electores no le hicieron demasiado caso, y el éxito del PSOE de Zapatero en Cataluña, obtenido a base de promesas sin cuento, y con un Estatuto plenamente inconstitucional, volvieron a dar el Gobierno a Zapatero.
La segunda legislatura ha sido muy distinta. Se cumplieron los pronósticos más pesimistas, y la moral de los españoles está por los suelos: un paro desbocado, una crisis de múltiples capas sin aparente solución, la conciencia creciente de haber dado a luz un sistema insostenible, la bronca política permanente, el derrumbe de las cuadernas de la protección social, la ausencia de toda esperanza, los indignados, frutos amargos de un gobierno tan disparatado como estéril.
Zapatero hubo de ser llamado al orden por los nuevos poderes fácticos al advertir que nuestra ruina podía perjudicar nada menos que al euro, a los EEUU y hasta a la mismísima China. Desde aquel día Zapatero supo que su sueño estaba roto, y llamó en su auxilio a lo mejor del viejo socialismo que había querido superar en la teoría y en la práctica. Rubalcaba como vice-todo ha sido el símbolo de ese recurso a las esencias, al viejo partido de Felipe González. Después ha venido el varapalo electoral de autonómicas y municipales, y esa sensación de que los enanos del circo empiezan a crecer de manera desusada, una pesadilla que afecta a todos los gobiernos que perviven más allá de su caducidad política. En medio de tanta polvareda, y no sin detalles chuscos, Rubalcaba se hizo con la candidatura a las generales, lo que ha traído un cierto alivio en un panorama de desolación para todos, aunque especialmente para los socialistas.
Si ésta es la herencia, ¿cuáles son las posibilidades a que puede acogerse Rubalcaba? Se acepta con cierta resignación que su figura es idónea para salvar los muebles, pero es razonable que él pretenda algo más, porque un viejo profesional sabe que no merece la pena empeñarse en perder, y, aunque defienda unos colores desprestigiados, puede contar con un gran afición, deseosa de salir del mal paso en que se ha metido, y ávida por recuperar el resuello, por volver a creer en algo y en alguien sin necesidad de agachar demasiado la cabeza. ¿Tendrá Rubalcaba algún remedio a este desencanto de los votantes de izquierda? Anécdotas aparte, esta es la gran cuestión que deberá suscita la decisión de Rubalcaba de asumir un papel que nadie le ha cuestionado con seriedad, lo que, desde el punto de vista democrático, no deja de ser, por cierto, lamentable.
¿Será Rubalcaba capaz de poner en píe un partido convencido de sus posibilidades? ¿Tendrá un programa mínimamente distinto al de asustar a los más medrosos con la catastrófica llegada de la derecha? De momento, lo tiene todo en contra: ni controla los tiempos, ni tiene el poder, ni se sabe por dónde vaya a salir. Sus primeros globos sonda han sido decepcionantes, y solo han suscitado el cacareo de Valeriano Gómez, una carga con la que no parece que vaya a llegar muy lejos. ¿Llegará a ser una sorpresa o se quedará en una farsa?
Publicado en El Confidencial