El ideal inconfesable de una buena mayoría de políticos consiste en acceder al poder, sin mayor esfuerzo y en administrarlo de manera perdurable, sin apenas dificultad. El PSOE ha gozado por dos veces en España de algo muy parecido a ese paraíso: tanto en la época de Felipe González, que llegó a parecer inextinguible, como en la primera etapa de Zapatero hasta finales de 2007. El PP, por el contrario, ha pagado bastante más caro su acceso al poder, y se ha mantenido menos tiempo, hasta la fecha. Ahora puede parecer que ocurre lo contrario, porque casi todo el mundo da por descontada la victoria de Rajoy, pero hay que matizar doblemente ese diagnóstico, en primer lugar con el debido respeto a la incertidumbre política, pero, sobre todo, con la evidencia de que, en el caso de triunfar, Rajoy no se encontrará, precisamente, en las vísperas de un gozo, sino, más bien, en puertas de una especie de suplicio. Si Rajoy gana las elecciones, incluso con mayoría absoluta, heredará una situación bastante peor que la de 1996, y con las fuerzas adversas, los sindicatos y la izquierda, bastante enteras como consecuencia de un largo período de sesteo, adormecidas por un combinado de subvenciones y halagos que suele tener efectos paralizantes en los afanes movilizadores.
Hay un sector bastante importante del electorado, aquel que tiene una mayor capacidad para cambiar su voto y que, por ello mismo, tiene una influencia decisiva en los tramos finales del proceso electoral, que tal vez no esté demasiado convencido de que merezca la pena apostar decididamente por el cambio político. Para este tipo de votantes, puede parecer bastante obvio que una prórroga al PSOE sea casi impensable, pero muchos de ellos pueden sentir la tentación de abstenerse en la contienda, considerando que ni Rajoy ni el PP han dado garantías suficientes de que vayan a abordar los problemas con decisión y vigor. Con verdad, o con mala intención, que es tema muy discutible, se ha acusado repetidamente al PP de no enseñar sus bazas, y eso, aunque pueda tener algún efecto positivo, conlleva consecuencias letales para el PP. Si el PP no enseña sus cartas porque carece de ellas, malo, y si no las enseña porque teme hacerlo, peor. Hay argumentos de todo tipo para elegir entre una conducta política ambigua y otra clara, pero el PP tiene que afirmarse cuanto antes en una línea coherente, porque si le va a resultar difícil hacer reformas de fondo, las que ha evitado Zapatero poniéndonos al borde de la bancarrota, será imposible que haga nada sin un mandato explícito.
La coherencia del PP tiene, además, que ser doble, en sus propuestas y en sus políticas. Rajoy ha impuesto una serie de políticas de austeridad en las CCAA del PP, pero debe permanecer atento porque la tentación, como en la película de Billy Wilder, vive arriba, y es muy atractiva. No tendría ningún sentido que cuando se hace necesario un ajuste severo de las políticas de gasto de las CCAA y de los ayuntamientos, siga habiendo notables del PP que crean que la cosa no va con ellos.
Hay un factor muy relevante en esta crisis casi universal del que hay que saber sacar el fruto político, y eso no puede hacerse con una actitud reservona, hay que mojarse, me parece a mí. La izquierda no cesa de echar la culpa de cuanto pasa a los banqueros y al capital, es su papel y seguramente sería peligroso que no lo hiciera. Pero la derecha no puede jugar con las cartas marcadas por la izquierda, no puede hacer como si no hubiese que pagar las deudas, como si el llamado gasto social no debiera limitarse, como si le pareciese extraordinariamente bien vivir a costa de los esfuerzos que habrán de hacer los que nos hereden. Hay que repetir por activa y por pasiva que engrosar los gastos públicos a costa de la deuda es dejar a nuestros hijos una herencia insoportable, es ser tremendamente injustos con las generaciones futuras. Esa actitud, se da, por cierto, de bruces con la conducta común de la gente, de derechas o de izquierdas, tanto da, que no duda en sacrificarse por hacer que sus hijos puedan tener una vida mejor que la que ellos han tenido, pero el éxito de la izquierda en hacer creer que incrementar la deuda es siempre defendible ha obnubilado al público, seguramente porque las grandes cifras son difíciles de entender. No es sostenible, sin embargo, que cerca de las dos terceras partes de los ingresos del IRPF se nos vayan a pagar los intereses, una deuda que sale cada vez más cara a medida que los que nos prestan ven el cobro más en riesgo.
Un político valiente tiene que decir a los españoles que solo saldremos de esta situación envenenada con más trabajo, con menos gasto inútil, con mucho más sacrificio, y que eso es incompatible con más subsidios, más puentes o más jeribeques. El coro de los indignados lleva meses ensayando, pero son muchos más los que quieren oír una melodía de esperanza, la promesa de una política seria, decente, y sin engaños.
[Publicado en El Confidencial]
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